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Entrevista al novelista, traductor y articulista Manuel Talens

«Nadie escapa de sus orígenes de clase a la hora de hablar o escribir»

Fuentes: Rebelión

Manuel Talens (Granada 1948) es médico, novelista, traductor y articulista en la prensa y en los medios electrónicos de lengua española. Durante once años fue columnista de opinión en El País. En 2005, tras haberse ocupado durante un lustro de coordinar a los traductores de Rebelión, pasó a formar parte de Tlaxcala, la red internacional […]

Manuel Talens (Granada 1948) es médico, novelista, traductor y articulista en la prensa y en los medios electrónicos de lengua española. Durante once años fue columnista de opinión en El País. En 2005, tras haberse ocupado durante un lustro de coordinar a los traductores de Rebelión, pasó a formar parte de Tlaxcala, la red internacional de traductores por la diversidad lingüística, grupo plurinacional y multilingüe del que es miembro fundador junto con otros traductores europeos y latinoamericanos de una docena de lenguas y culturas.

Ha publicado hasta la fecha tres novelas, La parábola de Carmen la Reina (1992), Hijas de Eva (1997) y La cinta de Moebius (2007), más tres libros de relatos, Venganzas (1995), Rueda del tiempo (2001, Premio Andalucía de la Crítica 2002) y La sonrisa de Saskia y otras historias mínimas (2003). En 2008 apareció su libro de ensayos Cuba en el Corazón.

Como traductor profesional ha vertido al castellano más de setenta obras de ficción, semiótica, lingüística, psiquiatría, teatro, ensayo y cine, de autores tan diversos como Groupe µ, Georges Simenon, Edith Wharton, Groucho Marx, Paul Virilio, Blaise Cendrars, Derek Walcott, James Petras, Donna J. Haraway, Natan Zach, Fred Goldstein o Guy Deutscher

-Te dedicas hoy exclusivamente a la traducción profesional, pero fuiste uno de los miembros fundadores de Tlaxcala, la red internacional de traductores por la diversidad lingüística, donde además has colaborado durante años. ¿Qué diferencias existen entre ambas tareas? ¿Cómo desarrollaste la militancia política en el trabajo de traducción?

-También fui durante cinco o seis años coordinador de los traductores de Rebelión, antes de iniciar el proyecto de Tlaxcala a finales de 2005. Si ahora, desde hace un par de años, me dedico exclusivamente a la traducción profesional es porque ése es el trabajo con el que me gano la vida, no puedo abandonarlo. Sigo formando parte de Tlaxcala, pero estoy en una especie de sabático prolongado, ya que las circunstancias del destino hacen que en la actualidad tenga que ocuparme de una persona muy cercana de mi familia con signos evidentes de demencia senil y el tiempo libre que me queda es muy escaso.

Con respecto a las diferencias que existen entre la traducción profesional y Tlaxcala, son como el día y la noche. La traducción profesional, que en mi caso tiene dos vertientes, la literaria y la científica, no depende de mí, sino de quien me contrata para hacerla. Eso hace que no siempre me lleguen textos de mi agrado o incluso divertidos, pero los traduzco con toda la seriedad del mundo, porque es mi obligación. Me lo tomo como si fuese un funcionario que va todos los días a la oficina.

Tlaxcala, al igual que Rebelión, es un grupo de activistas en el que todos trabajan gratuitamente escribiendo y traduciendo textos políticos de izquierda para difundir todo aquello que los medios convencionales nunca mencionan. La diferencia fundamental entre Tlaxcala y Rebelión es que éste es un sitio web monolingüe en español y se dirige únicamente a la comunidad hispana, mientras que Tlaxcala es plurinacional y multilingüe. Por supuesto, en ambos grupos somos los miembros quienes elegimos qué traducir, nadie nos impone una línea política desde el exterior.

Las herramientas que manejo como traductor son el francés, el inglés y, en menor medida, de forma muy esporádica, el portugués y el catalán. Hasta la creación de Tlaxcala la lengua de destino de todas mis traducciones había sido siempre el español, mi lengua materna. Fue en Tlaxcala donde surgió la posibilidad de invertir el camino y, desde entonces, he venido traduciendo también al francés y al inglés, que son las lenguas aprendidas que mejor controlo. Tlaxcala es un extraordinario sitio de aprendizaje.

Por último, la militancia política como traductor surgió naturalmente en la década de los noventa, por pura diversión, cuando internet era todavía bastante limitado, a través de mis colaboraciones espontáneas con algunos grupos. Solía enviar traducciones a Attac, a Znet y a Rebelión y me fui animando al ver que las publicaban. Hasta que un día los del comité de redacción de Rebelión me llamaron para que me ocupase de los traductores. Y acepté.

-Tomemos, por ejemplo, la serie En busca del tiempo perdido, de Proust. ¿Qué se pierde el lector que desconozca el francés y lea las traducciones en castellano?

-La opinión que suscita la literatura traducida depende del talante de cada cual, pues de la misma manera que unos ven botellas medio vacías y otros medio llenas, la traducción es para unos un mal necesario y para otros, entre los que me cuento, una actividad maravillosa que nos permite abrirnos al mundo. Lo ideal sería que todos pudiésemos leer cualquier cosa en cualquier lengua para poder disfrutar de los matices originales sin necesidad de ese artificio que consiste en que Don Quijote dialogue con Sancho en farsi o en japonés, pero como es imposible, para eso existe la traducción.

El problema es que traducir no es cosa fácil, porque las lenguas tienen miles de matices y no siempre uno acierta a dar con la palabra que ofrece el más aproximado para, siguiendo a Eco, > en la lengua de destino. Si a esto le añadimos que el mundillo de la traducción, por razones de índole económica o de prestigio en otros ámbitos de la escritura, ha aceptado habitualmente entre sus filas a gente poco preparada junto a grandes profesionales, entiendo a dónde quieres llegar al preguntarme qué se pierde el lector de la traducción al castellano de la obra de Proust.

Veamos una frase del conocido episodio de la magdalena, cuando la voz narradora cuenta que su madre, <voyant que j’avais froid, me proposa de me faire prendre, contre mon habitude, un peu de thé. Je refusai d’abord et, je ne sais pourquoi, me ravisai>. Tengo en casa la traducción de Pedro Salinas, que el poeta se quitó de encima de esta manera: <viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no, pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo>. He leído muchas veces este pasaje y siempre me engancho en ese increíblemente torpe volví de mi acuerdo que, desde luego, no le traslada al lector castellanohablante la misma sensación que el lector francófono obtiene al leer me ravisai. De hecho, más de uno se habrá preguntado qué carajo significa volví de mi acuerdo. A Salinas le habría bastado con algo mucho más simple, como, por ejemplo, cambié de opinión, pero está claro que no daba la talla para traducir a un autor tan sinuoso, laberíntico y difícil como el francés. Por fortuna, traducciones posteriores de la obra de Proust han hecho justicia.

-Colaboraste varios años en El País (edición de la Comunidad Valenciana) hasta que te expulsaron. ¿Cómo sucedió aquello y cómo ves la evolución posterior de este medio, hasta la actualidad?

-(Carcajada) Dicho de esa manera cualquiera pensaría que me pasó como en los westerns cuando sacan a alguien a patadas del saloon y lo dejan tirado en el barro de la calle, junto a los caballos. Las cosas ya no suceden así. Ahora, para prescindir de un colaborador, basta una llamada telefónica o un correo electrónico o, en algunos casos, simplemente el silencio (como hicieron en El País con el editor y crítico literario Ignacio Echevarría).

En mi caso fue por teléfono, me llamó Pep Torrent y me dijo que <a partir de ahora ya no vamos a publicarte nada>. Y así, de una manera tan poco gloriosa, concluyeron mis once años en El País. Fue algo que había estado esperando desde el día en que decidí exponer sin rodeos mis convicciones políticas. A ellos les parecía estupendo que yo diese caña citando por su nombre a Zaplana, a Rafael Blasco, a Rita Barberá o a cualquiera de los demás granujas del Partido Popular valenciano, pero no apreciaban tener en su periódico a un marxista al que de vez en cuando se le iba la lengua y contradecía los dogmas del Grupo PRISA. Supongo que Pep, a quien considero un buen tipo, estaba harto de tener que censurarme artículos y decidió cortar por lo sano o recibió órdenes para hacerlo. La verdad es que el peso nos lo quitamos mutuamente de encima. No es ni cómodo ni lógico trabajar bajo tutela en casa del adversario o que éste lo haga en la tuya.

Me imagino que Manuel Vázquez Montalbán o Eduardo Haro Tecglen debieron sentir en algún momento la misma sensación de extrañamiento que yo sentí al final de aquella etapa. Estoy seguro de que a ellos, por el enorme prestigio que tenían, el Grupo PRISA los conservó como columnistas hasta su muerte; pero hoy, tras la deriva neoliberal que ha sufrido El País, es sencillamente imposible encontrar en sus páginas a alguien que defienda los valores de la izquierda más allá de ese caldo diluido que cocinan los socialdemócratas (Fidel Castro, con mucha gracia, los llamó una vez socialpendejos), cuyos únicos ingredientes positivos son leyes correctoras de desajustes en los derechos cívicos -matrimonio homosexual, derecho pleno de la mujer al aborto o ley de dependencia-, pero siempre dentro de una cazuela de mercachifles.

-¿Cómo ves, hoy en la distancia, la realidad de los medios convencionales? Colaboraste varios años en Rebelión. ¿Ves una <alternativa> en los medios críticos?

-Los medios convencionales de este país siguen siendo lo que siempre fueron, herramientas destinadas a perpetuar el statu quo. Las diferencias que pueda haber entre ABC o La Razón y El País o El Mundo son la expresión de posiciones económicas opuestas dentro del mismo sistema de mercado que nos rige. Todo puede opinarse en esas páginas si permanece dentro de los límites de dicho sistema, pero se censura con mano de hierro si busca subvertir el orden establecido o, para decirlo a la manera de Marx, si a los filósofos, en vez de interpretar el mundo, se les ocurre intentar transformarlo.

En cuanto a los medios críticos como Rebelión, Tlaxcala, Cubadebate, Counterpunch o tantos otros, todos ellos adolecen del mismo problema por ahora insoluble, y es que predican para esos conversos de izquierdas de cualquier sociedad que son los activistas, con lo cual el mensaje rebota como en un espejo, no lo atraviesa, los lectores se sienten confortados en sus certezas y aquí paz y allá gloria. La pega está en que esa gran bolsa de ciudadanos despolitizados o <progresistas> de buen corazón, que no ven más allá de la socialdemocracia colaboracionista, ni siquiera han oído hablar de Rebelión o Cubadebate, pero sí leen El País o La Vanguardia y miran asiduamente los noticieros de las cadenas privadas de televisión. En tales condiciones es muy difícil que las cosas cambien.

Últimamente he asistido con agrado al nacimiento en España de infoLibre, un medio digital de periodistas profesionales de izquierda (con algún socialdemócrata infiltrado, pero minoritario) que no depende de grupos económicos, sino de las suscripciones de sus lectores. InfoLibre está asociado a un medio digital de características muy similares en Francia, Mediapart. Me gusta ese concepto del periodismo, porque asume como necesaria la profesionalidad de quienes lo practican y su remuneración con un salario digno, elude la participación de aficionados con buena voluntad pero poca solvencia y funciona sin accionistas ansiosos por recibir dividendos, que es el principal problema de los medios convencionales. Lo que ignoro es qué recorrido tendrá ese tipo de periodismo a largo plazo en un sistema en el que los grandes grupos mediáticos controlan la opinión de la gente.

-¿Entiendes la literatura sin compromiso político?

-Claro que entiendo la literatura sin compromiso político explícito. La historia está llena de grandes escritores que la han practicado, Borges o Proust, por ejemplo. Lo cual no quiere decir que en sus obras no pueda rastrearse el origen social del que ambos provenían, con sus tics, sus preocupaciones y sus códigos ideológicos de clase.

Con el compromiso político hay que tener mucho cuidado, porque la línea que separa la exposición de un problema social y el panfleto social es muy delgada y fácil de traspasar. Lo literario es conducir imperceptiblemente al lector para que sea él (o ella) quien saque sus propias conclusiones ideológicas, no que el autor imponga las suyas diciéndole: esto es lo bueno y esto lo malo. En ambos casos la herramienta que transmite el mensaje es el lenguaje y lo que diferencia a un artista de un diletante panfletario es la maestría a la hora de utilizarlo.

Gramsci, que reflexionó mucho sobre el lenguaje, llegó a la conclusión de que éste no es un producto de expresión individual sino social, de grupo, de tribu. Si aplicamos este principio a los dos autores que acabo de mencionar, Borges y Proust, parece claro que la erudición, la meticulosa exactitud verbal y la exquisitez gramatical de estos dos autores de estilos diametralmente opuestos, a los que resulta imposible sorprender en el menor fallo lingüístico, tiene que ver con que ambos nacieron y crecieron en familias de la alta burguesía de Buenos Aires y París. Y como -siempre según Gramsci- el lenguaje de las diferentes clases sociales está sujeto, igual que éstas, a relaciones jerárquicas, de poder, no creo que resulte aventurado deducir que parte del prestigio universal de que gozan Proust y Borges se basa asimismo -además de en sus innegables cualidades literarias- en el poder político que en Occidente todavía detenta la clase social a la que ellos pertenecieron.

Sus libros no son panfletos, sino obras de arte: no reflejan un compromiso político explícito, pero sí aíslan con éxito al lector en el territorio de las preocupaciones cotidianas de la alta burguesía, las cuales son ajenas a las de lo que entonces se llamaba el proletariado, una clase social históricamente desposeída que no podía permitirse perder el tiempo cogitando sobre jardines de senderos que se bifurcan ni mirándose el ombligo con el ojo de la memoria, ya que bastante problema tenía con ganarse el pan a diario.

Nadie escapa de sus orígenes a la hora de hablar o escribir, porque el lenguaje no es un vehículo neutro, aséptico, y no es lo mismo ser el hijo de un telegrafista de pueblo, como García Márquez, que nacer en el seno de una familia de ilustre linaje patrio, como Borges, o tener un padre médico, académico y de renombre internacional y una madre lectora asidua de Racine y de Madame de Sévigné, como Proust. Esto que digo no es un juicio de valor, ya que estéticamente García Márquez no tiene nada que envidiar a Borges ni Zola me parece peor que Proust, sino la constatación empírica de que el lenguaje de cualquier autor, a poco que uno bucee en él, es como una fotografía conceptual del estrato socioeconómico del que éste procede.

-¿Ponderarías a escritores como Vargas Llosa, brillantes en la forma pero ideológicamente conservadores?

-Vargas Llosa me parece un escritor decimonónico de primerísima línea. Guardo un excelente recuerdo de Conversación en La Catedral, que leí a los veinte años. Lo último que le he leído, La fiesta del chivo, me gustó mucho. Por otro lado, las posiciones ideológicas que defiende en sus artículos de opinión no me interesan en absoluto, pero le reconozco el mérito de expresarlas con convencimiento. A Vargas le sucede lo mismo que a los medios digitales activistas: éstos predican para conversos de izquierda y él para conversos de derecha. Su mensaje también rebota como en un espejo.

-Has escrito novelas, libros de cuentos, ensayos y artículos de opinión. ¿Qué buscabas en todo ello?

-Tu pregunta es muy pertinente, porque pone el dedo en la llaga del porqué del arte como actividad: ¿Para qué sirve pintar, esculpir o, como en mi caso, escribir? En lo que a mí respecta, nunca me he considerado un escritor profesional. Escribo obras de ficción o comento la actualidad porque la escritura es lo que mejor se me da para descifrarme a mí mismo y descifrar críticamente la realidad que veo a mi alrededor. La oratoria no es lo mío. Hay gente capaz de improvisar respuestas certeras en cuestión de segundos ante cualquier aprieto en una conversación. Me parece una cualidad admirable, porque esa gente es capaz de callar al más pintado incluso sin tener razón, pero yo no puedo, las respuestas se me ocurren dos horas después y así no hay manera de discutir con un mínimo de garantías. En cambio la escritura se me da bien, aunque a veces me ha servido para meterme en líos.

Hace diez años mantuve una polémica en El País con Rafael Blasco, el político del PP valenciano al que ahora están juzgando por corrupción, que duró un mes. Yo lo ataqué primero en una columna por el uso populista que hacía del Plan Hidrológico Nacional; él me respondió en otra, yo contraataqué; él me volvió a responder y yo le lancé un último dardo que, al parecer, lo dejó sin argumentos, pues ahí quedó todo. En retrospectiva no es que me sienta orgulloso de aquella escaramuza, sobre todo porque hoy en día he aprendido por fin que las luchas sociales no se ganan con palabras, sino en la calle, como acaban de demostrar los madrileños en el caso de la privatización de la sanidad, pero sí me alegro de haber puesto en evidencia la fragilidad retórica de un personaje tan peligroso como era Blasco en aquel tiempo.

-Algún crítico te ha definido como <ilustrado> en el análisis de alguna de tus novelas. ¿Te identificas con este calificativo? ¿Qué sentido y vigencia tiene hoy la razón ilustrada, el pensamiento racional y crítico?

-Si consideramos el calificativo como favorable a lo racional y contrario a lo teológico, creo que me define bien. Nací en la España nacionalcatólica y me eduqué en el colegio de los Hermanos Maristas de Granada, lo cual me vacunó de por vida contra el pensamiento mágico de la religión y las intrigas de la Iglesia católica y me abrió el camino hacia el materialismo histórico que, para mí, es la evolución lógica de la Ilustración una vez sobrepasados los límites del pensamiento burgués en el que ésta había surgido en la Francia de Voltaire; límites que, necesariamente, la encorsetaban. Lo cual no quiere decir, ni por asomo, que el pensamiento ilustrado o su corolario, el materialismo histórico, tengan hoy en día vigencia ni preponderancia alguna. Son socialmente marginales y ya va siendo hora de que lo reconozcamos.

Lo que hoy prevalece en el grueso de nuestra sociedad es la explotación mercantil pura y dura, disfrazada de democracia representativa bipartidista (PP o PSOE, PSOE o PP, en alternancia) y, hasta el momento, aceptada una y otra vez mediante el voto por una mayoría de ciudadanos; los eslóganes publicitarios, diseñados al milímetro en laboratorio y destinados a convencer a esos ciudadanos, han sustituido a la razón. Por ejemplo, fijémonos en España, país mercantilista donde los haya tras haber pasado en cuestión de cincuenta años de la alpargata al BMW: con ingredientes tan explosivos como seis millones de parados, casi tres millones de niños bajo el umbral de la pobreza (según la ONG Save the Children) y cientos de miles de familias que se han quedado sin techo, desahuciadas por los bancos, uno podría pensar que la izquierda marxista debería arrasar en las urnas. Pues no, el PP y el PSOE, dos partidos que viven encantadísimos en la economía de mercado y apoyan activamente el régimen monárquico, siguen siendo los que, según las encuestas, volverán a obtener más votos en las próximas elecciones generales.

¿Pensamiento ilustrado? Lo que eso significa, mal que nos pese, es que la mayoría de los españoles hoy ya no se ven a sí mismos como miembros de una clase social oprimida, aunque en la práctica lo sean, y no están dispuestos a poner patas por alto el mundo en que viven, a pesar de que éste se ha vuelto tan inhóspito como el que padecieron sus abuelos. Eso no tiene nada de pensamiento ilustrado, yo más bien lo llamaría pensamiento extraviado, porque choca con la realidad de que España se está proletarizando.

En su fuero interno, los votantes del bipartidismo que sostiene a este régimen y le sirve de coartada se han tragado el anzuelo de la <Marca España>, eslogan propagandístico que repite a diario el Partido Popular y que oculta una realidad parecida a la que sí anuncian las cajetillas de tabaco: que, hoy por hoy, <España mata>.

La izquierda, tal como yo lo veo, necesita aplicarse al máximo para tratar de convencer educada y respetuosamente a la mayoría de ciudadanos que apuntalan el bipartidismo -en particular a aquellos de ideología más cercana, los que optan por la socialdemocracia- de que por esa vía no hay salvación en el mundo actual. La Tercera República, si es que llega, lo hará el día que el pueblo español practique la razón ilustrada, el pensamiento crítico, y no permita que lo sigan engañando.

-En relación con la pregunta anterior, ¿cómo definirías la posmodernidad y cómo afecta a la literatura y al arte en general?

-Me atengo a la definición que dio Umberto Eco en sus Apostillas al Nombre de la Rosa, que cito de memoria: puesto que todo ya fue dicho, hecho y experimentado por los que nos precedieron, la posmodernidad consiste en revisitar el pasado -la modernidad nacida del Renacimiento-, pero hacerlo con humor, con distancia, con irreverencia, sin tomarse demasiado en serio. En este momento el mejor ejemplo que se me ocurre para ilustrar esta definición de Eco es el de las Meninas de Picasso que están en el Museo Picasso de Barcelona. Por mucho que el malagueño no fuese un posmoderno, sino un moderno en toda regla, sus Meninas son una reinterpretación de las de Velázquez hecha, sobre todo, con humor. El inconveniente que acecha a una postura como ésta es la falta de rigor y el pasarse de rosca y considerar que todas las aportaciones <posmodernas> son válidas puesto que todos tenemos el derecho democrático a decir lo que nos dé la gana sobre cualquier cosa. Este exceso lo expresó muy bien el filósofo británico Christopher Norris en Teoría acrítica: posmodernismo, intelectuales y la Guerra del Golfo, que traduje al español hace años.

Naturalmente, Eco se refería en sus Apostillas al mundo del arte, a cuyos componentes se les supone un cierto recorrido cultural que no es tan habitual, ni mucho menos, en el ciudadano ordinario. El ciudadano ordinario está en otra onda, que tiene que ver con el día a día, con la supervivencia, con eso que los cubanos llaman resolvel. Si, según Eco, el requisito indispensable para revisitar el pasado es conocerlo, difícilmente se podrá considerar posmodernos a quienes desconozcan la modernidad o únicamente la conozcan como una nebulosa de la que se sabe que está ahí, con nombres que suenan al escucharlos, pero poco más. ¿Cuánta gente ha leído en España a Quevedo, a Larra, a Galdós o en Francia a Rabelais, a Diderot? ¿Cuántos han visto el cine de Eisenstein o Griffith? ¿Para cuántos Lennon y McCartney son los dinosaurios que inventaron la música popular a partir de la nada y bandas de punk rock de los ochenta como Green Day forman ya parte del panteón de las antiguallas? ¿Cuántos podrían localizar la República de Malí en un mapamundi? Sin una conciencia clara del pasado, de por qué el mundo es lo que es y nosotros lo que somos -lo cual es una información que sólo ofrece la cultura-, la posmodernidad es un concepto vacío de contenido. Sirve para consumo de intelectuales subalternos en circuitos académicos y para épater le bourgeois con palabras que suenan bien, pero al ciudadano ordinario la posmodernidad le importa un pito, porque en la práctica sólo tiene acceso a eslóganes prefabricados y a productos culturales de usar y tirar, con obsolescencia programada, que alguien se ha encargado previamente de diseñar para él o ella en el departamento de publicidad.

-¿Piensas que existe algún elemento común a tus novelas? ¿Qué te movía a escribirlas? ¿Pensabas fundamentalmente en un lector destinatario o más bien en trasladar a los textos tus ideas?

-Hay un elemento que me parece obvio en mi obra de ficción y es el desafío de mis personajes al autoritarismo. No hay que olvidar que todo escritor que no sea un mercenario ni escriba al dictado suele utilizar sus propios fantasmas infantiles como fuente de inspiración y los míos tienen que ver con una España hipócrita, autoritaria, militarizada, patriarcal, castradora, llena de curas, represión sexual, catolicismo de pacotilla, machismo, misoginia, homofobia… La viví como un auténtico horror y mis personajes, lógicamente, se enfrentan a ese horror, ya sea en situaciones que reviven aquella época o en la actualidad. Porque las cosas en este país han cambiado sólo en apariencia. El contexto es hoy distinto, claro, pero no el fondo, pues un país tan anómalo como España no cambia con pasteleos cosméticos como fueron la Transición y la Constitución que salió de ella, y sólo tendrá arreglo cuando se le dé la vuelta como a un calcetín. Hoy, el régimen surgido de la Transición ha entrado en crisis, con retrocesos en todas las conquistas sociales y empobrecimiento masivo de la clase media. Y el autoritarismo, entretanto, sigue ahí, no hay más que ver con qué violencia, física y verbal, actúa este gobierno de opusdeístas, fabricantes de armas y hombres de negocios contra quienes se atreven a protestar.

Mis libros, claro, trasladan mis ideas, no mi vida. Yo no escribo sobre mí, sino sobre lo que veo desde mi vida y sobre cómo me afecta eso que veo. En cuanto a los posibles lectores, es obvio que uno siempre escribe para que alguien lo lea, decir lo contrario sería absurdo, y también es obvio que ello implica un cierto grado de narcisismo, pero nunca me he planteado quién será ese alguien, quizá porque, ante todo, considero la escritura como una especie de diván terapéutico en el que me tumbo y hablo, tratando siempre de entender, de descifrar.

Recuerdo haber leído un prólogo de Juan Benet a un libro de relatos de Manuel Vicent en el que contaba con sorna que, según Vicent, todo escritor es un ser que durante el desarrollo intrauterino sufre una lesión cerebral que lo convierte en el más anormal de los humanos. Me pareció una definición llena de sabiduría y humildad, un antídoto contra la tentación de creerse el rey del mambo que acecha a todo escritor. Si Vicent tiene razón, mi hermano y yo deberíamos hacérnoslo mirar con un escáner, aunque sólo sea para saber en qué lóbulo cerebral se produjo el daño, porque los dos, aunque comenzamos por caminos diferentes, somos hoy del gremio de la tecla, gente rara. Qué ilusión.

-¿Cuáles han sido tus principales referentes literarios y qué has aprendido de cada uno?

-Después de una infancia en la que mis referentes literarios fueron sobre todo series de novelas de aventuras con personajes como Tarzán, Sandokán, El Coyote o el apache Winnetou, así como los tebeos del Capitán Trueno, El Jabato, Pantera Negra o Mendoza Colt, pasé a leer libros quizá no más importantes, pero sí más serios. Recuerdo que a los diez años me impresionó mucho una novela de Gilbert Cesbron que rodaba por mi casa, Los inocentes de París. Es probable que fuese en sus páginas donde se inició en mí un amor por esa ciudad que no ha cesado de crecer a lo largo de mi vida. Por cierto, hace un par de años, en un mercadillo de barrio en Francia, compré con mucha alegría un libro de largas conversaciones que Cesbron mantuvo en 1977 con Maurice Chavardès, Ce qu’on appelle vivre, en el que descubrí con sorpresa que aquel autor que yo tenía en un pedestal imaginario era un católico meapilas con un lenguaje muy parecido al de los curas de mi niñez. Daba vergüenza ajena leerlo. A veces es mejor no hurgar en los mitos infantiles.

Desde mi adolescencia siempre he sido una persona muy politizada, quizá demasiado, y creo que los libros tienen algo que ver en esto, porque en Cervantes y en la novela picaresca, que leí hacia los catorce años, descubrí que los males endémicos que veía a mi alrededor no eran algo reciente ni surgido tras la victoria de un general golpista, sino la prolongación de algo muy rancio que ya existía en la España del siglo XVI. Fue excitante y al mismo tiempo descorazonador; excitante porque percibí el Quijote o el Lazarillo como libros políticos que denunciaban las mismas cosas que a mí me apetecía denunciar y descorazonador porque los mismos pillos que la pluma de Quevedo había convertido en personajes novelescos junto a su Buscón seguían poblando mi paisaje cotidiano, de lo cual podía deducir que si cuatro siglos después del anónimo renacentista todo seguía igual en mi país, la literatura sólo sirve para describir la realidad, no para cambiarla.

Los pícaros no faltaban en mi entorno. Por ejemplo, casi enfrente de mi casa, en la calle Álvaro Aparicio de Granada, vivía un individuo llamado José Vico Escamilla, un falangista asesino de los tiempos de la guerra que había sido miembro de la Escuadra Negra y luego envejeció apaciblemente y murió en la cama, como cualquier ciudadano honorable. Pero en la calle todos sabíamos quién era. Se jactaba de tener siempre a mano una pistola. Años después yo lo convertí en personaje, bajo el nombre de Ricardo Vico, en varios cuentos de mi libro Venganzas. Y los pícaros siguen hoy entre nosotros, son eternos y se reproducen como chinches, la prueba es que España es en la actualidad un país judicializado, el hazmerreír de Europa, a causa de ellos.

Lo peor es que la sensación de que a este país no hay quien lo arregle nunca me ha abandonado. De hecho, <Señorita Custodia>, el cuento que cierra mi libro de relatos Venganzas, termina así: <Este país, probablemente, no tiene remedio>. Los pillos ahora son banqueros mafiosos que arruinan a preferentistas, políticos corruptos que han vaciado las arcas de España, obispos que aman demasiado a los niños, fiscales prevaricadores que protegen a los ladrones, ministros con los bolsillos llenos de dinero en B y un monarca que llegó pobre al país en su juventud y hoy es multimillonario gracias a comisiones múltiples y a negocios secretos. De esas cosas es de lo que ahora me apetece escribir, aunque sólo sea para dejar testimonio, no porque piense que la literatura sea un arma eficaz.

El boom de la literatura latinoamericana, con sus excesos retóricos incluidos, me influenció mucho después y eso se nota en mi primera novela, La parábola de Carmen la Reina, que tardé años en escribir, pero poco a poco he ido ganando en parquedad y hoy prefiero las historias lacónicas y llenas de elipsis de Raymond Carver que la verborrea de El otoño del patriarca, que a mi parecer no ha resistido el paso del tiempo. Tengo para mí que los mejores novelistas actuales son yanquis y escriben en inglés. Me encanta Richard Ford.

-También te has aproximado al cuento erótico, junto con otros autores, en los Cuentos eróticos de Navidad que publicó Tusquets, así como al microrrelato (en tu libro Rueda del tiempo). ¿Qué diferencias encuentras entre este género y la novela? ¿Cuál ofrece mayor dificultad?

-El cuento erótico fue un encargo puramente comercial de Beatriz de Moura. Nos pidió a varios autores de la casa que escribiéramos uno para armar un volumen ad hoc y así aprovechar el tirón navideño. Le salió bien la apuesta, porque quince años después se sigue reeditando. Mi relato, <Sola esta noche>, juega con la idea del despertar sexual y político de un muchacho en la Valencia desarrollista de Eduardo Zaplana, con la canción Are You Lonesome Tonight de Elvis Presley como excusa. Me divertí mucho escribiéndolo.

El microrrelato es algo muy distinto, se trata de contar una historia que tenga sentido con un mínimo de palabras. Me encanta el microrrelato del dinosaurio, de Augusto Monterroso. Forges ha escrito uno todavía más breve que me envió por correo electrónico, sin título, y que yo decidí titular <Superación de Monterroso>. Sólo tiene tres palabras; helo aquí: <<Érase una B>>. Me parece genial, yo no me encuentro capacitado para hacer algo tan corto, necesito unas cuantas líneas para estructurar la historia. De todos los que he producido, el que más me gusta todavía es uno que titulé <Final feliz> y que ha salido en varias antologías.

Dice así: <Matilde Johnson falleció en su lecho hospitalario de Montevideo el 25 de marzo de 1987 a los 90 años de edad. Juan Robecchi, el nuevo enfermero de la planta, acababa de darle los buenos días. El certificado médico atribuyó la defunción a un fallo cardiorrespiratorio, lo cual no es falso, pero sí impreciso. Robecchi era de piel morena, pelo negro y ojos verdes, herencia de un abuelo siciliano, y en realidad Matilde Johnson lo confundió con Rudolph Valentino, el sueño incorrupto de su juventud. La causa del óbito, que ningún médico acertó a descifrar, fue una amorosis coronaria aguda.>

Me resulta relativamente fácil escribir un cuento corto, me basta con tener una idea para desarrollarla de una sentada. La novela, desde luego, es otro cantar, en el que incluyo desde la novela corta (que en realidad es un cuento largo, como, por ejemplo, <Fin de viaje>, que cierra mi libro Rueda del tiempo) hasta La parábola de Carmen la Reina, que tiene 140.000 palabras. Sólo puedo hablar por mí mismo, pero encuentro que escribir una novela es una experiencia muchísimo más compleja que escribir un cuento, aunque no sea más que por la extensión. Hay también otras consideraciones que el escritor debe sopesar: un cuento no permite que el ritmo decaiga, porque eso lo convierte en un intento fallido. La novela, en cambio, no solamente lo permite, sino que el lector incluso lo agradece para hacer una pausa en la lectura.

Crear un mundo desde el vacío -de eso trata la escritura de una novela y en eso se parece al inicio del Génesis- no es tan fácil como cabría suponer leyendo ese libro sagrado: ahora hago la luz; ahora la separo de las tinieblas, después hago los animales, las cosas, esto y lo otro; y, luego, el sábado, a descansar… No me extraña que con aquellas prisas a Jehová le saliera un mundo tan siniestro como éste. A mí La parábola de Carmen la Reina me tomó diez años pensarla y tres escribirla.

-Por último, otro de tus libros es Cuba en el corazón, un análisis crítico de los DVD sobre la historia de la Revolución cubana, publicados por el ICAIC. ¿Qué opinas de los cambios que hoy vive la isla, los <Lineamientos> o medidas de flexibilización económica?

-Pertenezco a los prolegómenos de eso que Douglas Coupland denominó <Generación X>, cuyos miembros hemos asistido a más cambios a lo largo de nuestros primeros treinta años que toda la humanidad durante milenios. Este mismo concepto puede aplicarse a la historia reciente de Cuba, el país con que más me identifico. Su revolución, debido al momento en que triunfó, es también una <> que se ha visto afectada por todos esos cambios. En cierto modo, la Revolución cubana forma parte de mis genes culturales, he crecido con ella.

El mundo ha cambiado mucho desde aquel 1 de enero de 1959, tanto que en poco más de cincuenta años la Revolución cubana ha debido hacer frente a más vaivenes que la Revolución francesa en doscientos veinticuatro o la soviética en los setenta y siete que duró. Occidente nunca le ha perdonado a Cuba que llevase a buen puerto aquel acto fundador y es evidente que a estas alturas tampoco le va a perdonar cualquiera de los cambios que ha hecho ahora para adaptarse a una realidad que no tiene nada que ver con la que existía cuando los barbudos entraron en La Habana.

Me preguntas por los <lineamientos>, es decir, esos poco más de trescientos cambios introducidos en la articulación estatal cubana tras un amplio debate popular. Aparte de aceptarlos como legítimos, puesto que es el pueblo de Cuba quien los ha negociado con su gobierno, lo que me parece más digno de elogio es que con ellos los programas sociales en la salud, la educación y la cultura siguen siendo el eje que vertebra a la revolución. Y eso sucede en un pequeño país que no ha tenido tregua durante cinco décadas justo en el mismo momento en que aquí, en Europa, desmantelamos el Estado del bienestar. No pienso apearme del burro: para mí, Cuba es admirable.

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