A D., que me contó la historia.
Al Perijá nos trajo la guerra de los colores. Nuestros abuelos vivieron cómo los azules y los rojos se enfrentaban. Nuestros abuelos fueron los campesinos rojos que corrieron en los años 50, porque los Chulavitas, -que era la policía conservadora- y los Pájaros, los sacaron corriendo de los santanderes, el Tolima, Cundinamarca y el Valle del Cauca, y se refugiaron en el Perijá. Muchos de ellos todavía conservan el carnet del Partido Liberal. Los otros rojos, cogieron las armas y conformaron la guerrilla liberal. La guerra de los colores fue la primera que vivimos los campesinos del Perijá.
Los abuelos a su llegada encontraron en los valles del río Cesar los primeros asomos de los cultivos de algodón, pero estos campesinos no eran muy dados a esta clase de cultivos, porque sembraban cultivos de pancoger, entonces comenzaron a subirse a las tierras del Perijá, que eran baldías. A ellos nadie les dijo: “no entren porque tienen dueño”. Estos campesinos y colonos con hacha en mano descombraron montañas y empezaron a poblar la serranía. Sembraron café, mora, lulo, plátano y construyeron sus propios caminos, escuelita y hasta iglesia. Además, convirtieron al Perijá en un gran productor de café. En época de cosecha, era común ver bajar caravanas de mulas cargadas de café.
Mi abuelo que fue uno de los antiguos que llegó al Perijá, me contaba, que los indígenas se veían en la serranía solo cuando venían a cazar osos y se iban, porque ellos habitaban la parte plana. Vivían de pescar en el río Magiriaimo, un río caudaloso de aguas monas, que tenía caimanes y bocachicos, hasta que llegaron las palmeras y se cogieron el agua del río y los Yukpas se quedaron sin donde pescar.
Hoy la serranía no ofrece los mismos recursos naturales a los indígenas. Las aguas están mermadas, las palmeras se consumen lo poco que queda. Los Yukpas no siembran, porque son cazadores y recolectores. En las tierras de su Resguardo ya no hay animales, ni agua, y la vegetación es escasa. Mi abuelo me decía: “si los Yukpas no hacen una transición a la agricultura, desaparecerán como cultura”. Mi abuelo tiene razón, ellos pueden adaptarse, pero algunos antropólogos se rehúsan al cambio.
Por los años 70 llegaron al Perijá los cultivos de marihuana. Quien no la sembraba, tenía mulas que la transportaba. Y así fueron llegando grupos de familias a sembrar y comercializar la marihuana, y se instalaron por sectores para controlar el territorio. Eran grupos armados de familias como los Pineda, Los Ladrillos, Los Arrebatos y Los Locos, entre otros. Quien no la sembraba, tenía un comisariato donde vendía los víveres. El que poseía mulas, tenía que bajar la mercancía, pero si decía que no las alquilaba, se las llevaban a la fuerza. Muchas veces, para no pagar el trabajo de los campesinos, los mataban.
Mi mamá cuenta que era muy normal –¡cómo se normaliza la guerra!-, caminar y escuchar, asesinar a alguien dentro del monte, y seguir caminando como si nada. Era normal escuchar el gemido de una persona cuando lo estaban asesinando y seguir de largo. Mi mamá me cuenta, que una vez estaban matando a un señor que tenía una aseguranza y los tiros no le entraban, entonces lo mataron a machetazos. Y fueron estos los sonidos de la guerra que nos tocó vivir.
En los años 80, comenzaron a sentirse los olores de la guerra, cuando a mi mamá le tocó recoger a mi papá en la estación de Maquencal, después de 10 horas de estar tirado ahí. Mi mamá me dijo: “ese olor que se siente, a eso huele la guerra”. Eso fue un día de marzo de 1987, cuando entró la guerrilla. Nadie sabía qué era eso, venía vestida de policía, pero se sabía que no eran los combos. Y entró matando gente, mató el sábado, el domingo y el lunes. Mi papá subía el martes y mamá sospechaba que algo le podía pasar.
Mi papá era el líder de la vereda, ella presintió que lo podían matar y le envió una carta a la estación de Maquencal, avisándole el peligro, pero mi papá no alcanzó a llegar, porque lo mataron más abajo. La carta decía que se devolviera, porque había gente extraña, que a ella le daba miedo. Yo tenía 2 años. Mi mamá, dice que cuando ella vio llegar solo al arriero de la finca, que era la persona que llevaba las mulas cargadas de café, presintió lo que había pasado. El compadre de mi padre que lo vio tirado ahí, del susto salió corriendo y dejó botado el sombrero. A mi mamá le tocó ir sola a recoger a mi papá y subirlo a la mula para poder enterrarlo. Ahí ella sintió los olores de la guerra.
En la vereda hubo presencia incipiente del eln, ellos solo pasaban. Los que sí estuvieron por aquí, fue el Frente 41 de las farc. Ellos trataron de organizar las comunidades, llamaban a las reuniones y a uno le tocaba asistir. Si alguien la hacía, la pagaba. Cuando la gente no quería arreglar los caminos, obligaban. Ellos eran la autoridad. Una vez un campesino no quiso ir a una reunión y de castigo lo pusieron a trabajar toda la semana en los caminos. Nos tocó convivir con ellos, por eso, nos han señalado y estigmatizado.
Mas tarde, los campesinos del Perijá sentimos la guerra cuando llegaron los paramilitares, porque aunque nos había tocado vivir distintas violencias, los campesinos no habíamos experimentado tanto miedo, como cuando aparecieron en 1996 los paramilitares y ahí comenzamos a vivir el sentir de la guerra, por la forma cómo mataban a la gente. Y la gente salió corriendo por miedo. Sentir ese miedo, nos llevó a que hoy saboreemos la miseria de la guerra, que fue el sabor que nos dejó la guerra, porque mientras estuvo la guerrilla, hubo producción, pero llegaron los paramilitares y todo se acabó.
Todos los campesinos que bajábamos de la Serranía éramos guerrilleros para los paramilitares. Ellos tenían un retén en Puerto Empanada y nos quitaban las compras y si llevábamos botas nuevas, nos las trozaban. Aquí hubo varias masacres. Primero mataron al señor que vendía carne y después a varios conductores que subían a traer las cosechas o a llevar las remesas. Y así fue que los campesinos quedamos confinados. Las pepas de café se caían, porque no había quien subiera a recoger la cosecha. Vivíamos con miedo, porque en cualquier momento se presentaban enfrentamientos. Cuando pasaba el helicóptero rafagueando nos generaba mucho temor, entonces nos metíamos debajo de la cama. Así se vivía y muchos se fueron.
Después llegó el cuento de la paz. Nos pusimos contentos. Dijimos ahora si nos van a escuchar, ahora si nos van a reconocer a nosotros que hemos vivido todas las guerras. Pero los que no han vivido la guerra, dijeron “no”. La gente de la ciudad fue mezquina con nosotros los campesinos, porque las ciudades decidieron por nosotros, cuando fuimos los del campo los que vivimos la guerra. El “sí” a la paz ganó donde estábamos las víctimas y perdió donde la gente vivió la guerra por radio y televisión.
Yo que viví la guerra, no siento rencor. No siento rencor porque mi mamá tuvo que recoger a mi padre, muerto por mano de la guerrilla, pero el de la ciudad, asumió mi rencor y rechazó el fin de la guerra. Los campesinos nunca entenderemos, porqué las ciudades decidieron por nosotros. El ciudadano de allá cree saber, y se creyó con autoridad de decirle “no” al fin del conflicto. Eso “no” lo entenderemos nunca.
Y cuando pensamos que llegaría la paz, llegó la guerra por el territorio. Y se nos vinieron más problemas, porque los guerrilleros de las Farc que dejaron las armas, en su proceso de reincorporación escogieron un lugar cerca de nuestra vereda e iban a crear su pueblito, y nosotros contentos, porque nos íbamos a beneficiar de los tan cuestionados acuerdos de paz. Tendríamos tierra; los que la tienen, podían legalizarla; llegarían escuelas y puestos de salud, y mejorarían las vías, pero al pueblo Yukpa, que ha estado abandonado por los gobiernos, y con los que hemos compartido territorio y siempre hemos sido amigos, alguien les calentó el oído y se formó la de Troya, porque se opusieron a que los guerrilleros rehicieran su vida en la legalidad en la vereda. Entonces, en razón de que este era su territorio ancestral, se tomaron la gobernación y amenazaron con no dejar hacer el Festival Vallenato.
Llegaron los abogados y los exguerrilleros tuvieron que irse para otra vereda, y nuestros proyectos quedaron parados, porque llevábamos adelantado el proceso para conformar una Zona de Reserva Campesina, que es una figura legal, y que la han satanizado, los que no quieren que los campesinos tengamos nuestro pedazo de tierra legal. Esta figura no permite la concentración de la tierra. Los campesinos podemos adelantar proyectos productivos y cuidar el ambiente, pero con la sentencia del pueblo Yukpa, todo se paró. Y además, un político muy conocido, declaró en una emisora, para que todos los campesinos escucharan y se llenaran de miedo, “que los líderes que estaban en el proceso de Zona de Reserva Campesina, tenían vínculos con la guerrilla y que lo que estaban haciendo era para apoderarse del territorio”. Nos quedamos en el limbo, esperando.
Ahora vivimos la guerra por el territorio. El pueblo Yukpa, pide más tierra. El parque regional natural que fue declarado sin preguntarnos, pide más tierra. Además, el territorio donde estamos fue declarado en 1959, Zona de Reserva Forestal de los Motilones [1], esta es una figura que buscaba la protección de los suelos, las aguas y la vida silvestre, por eso en los escritorios de Bogotá, dice que esta tierra es baldía. Aquí no aparecemos los campesinos, que estamos desde finales de los años 40, porque no tenemos escritura, o son pocos los que la tienen. En el Censo Agropecuario no aparecemos, solo aparecen los indígenas, porque la mayoría de los campesinos estamos afilados a la EPS indígena.
Los campesinos del Perijá estamos en el aire. Nos desconocen como integrantes del territorio. Como no tenemos los predios formalizados no podemos hacer créditos. Igualmente, no hay un censo de estas tierras que organice el territorio y le de claridad. Hemos luchado para que la zona que habitamos, sea sustraída de la zona de Reserva Forestal, se realice un levantamiento catastral para saber quiénes estamos en el territorio, y así poder tener escritura de la tierrita, que nuestros abuelos colonizaron, además existir legalmente en el territorio, pero con la Sentencia del Pueblo Yukpa [2] que ordena la “ampliación, saneamiento y delimitación de su territorio ancestral”, todo quedó parado. Aquí estamos en la espera.
A muchos se les olvida que los campesinos producimos, que le aportamos a la economía del departamento. El café no se siembra en el aire, el café se siembra en la tierra, en esta tierra que aparece baldía y que es zona de protección ambiental. Aquí hemos visto nacer y morir a los nuestros y aquí queremos seguir. Palmo a palmo hemos construido nuestros sueños, hicimos la carretera, ahora tenemos un trapiche colectivo y queremos sacar panela, porque la que se consume en el Cesar la traen de los santanderes. También, queremos seguir con la siembra de lulo, mora, caña y café.
Desde hace muchos años en estas llanuras, cerros, valles y depresiones, que es el Perijá, hemos convivido varias culturas, aquí cabemos todos, campesinos e indígenas. Somos una mezcla de varias expresiones culturales que se vivencian en la variedad de alimentación, en la forma de hablar, en cómo arreglamos la casa, en la música que escuchamos, en la forma de relacionarnos y en nuestro vínculo con la tierra. Pero muchos dicen, ahí no deben vivir campesinos.
Nosotros los campesinos que vivimos en carne propia todas las guerras, solo queremos que nos permitan vivir, reconstruir nuestra cultura y seguir en el territorio sin más guerras. El campesinado del Perijá, quiere ser reconocido como sujeto de reparación colectiva, pero nos han negado este derecho, no sabemos por qué, si aquí hemos estado siempre, capoteado todas las guerras y poniendo el pecho con nuestro trabajo. Por ahí dicen, que en estas tierras hay carbón, son los rumores, y que es por eso, que nos quieren sacar del Perijá.
Notas
[1]Ley 2ª. de 1959, “Sobre economía forestal de la Nación y conservación de recursos naturales renovables”.
[2]Corte Constitucional, Sentencia T-713 de 2017.
Catalina Cabrales Durán, Colectivo Ceiba de la Memoria
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