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Hemeroteca. Recordando lo que Said escribía sobre el recién fallecido Nobel de Literatura

Naquib Mahfouz, el 11 de septiembre y la crueldad de la memoria

Fuentes: Counterpunch

Naguib Mahfouz murió el pasado 30 de agosto de 2006. Fue uno de los mayores escritores del mundo. Esto es lo que el difunto Edward Said escribió sobre él en su página web en diciembre de 2001. AC / JSC. Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos

Antes de que ganara el Premio Nobel en 1988, Naguib Mahfouz era bien conocido fuera del mundo árabe por estudiantes de árabe u orientalistas como el autor de pintorescas historias sobre la clase media baja de El Cairo. En 1980 intenté que un editor neoyorquino, que entonces buscaba libros del «tercer mundo» para publicarlos, se interesara por hacer traducciones de calidad de algunas de las obras del gran escritor, pero tras reflexionar brevemente la idea fue rechazada. Cuando le pregunté el porqué me contestó (sin ironía perceptible) que el árabe era una lengua controvertida.

Y unos pocos años después tuve una amble y, desde mi punto de vista, alentadora correspondencia sobre él con Jacqueline Onassis, que estaba intentando decidir si contratarlo o no; ella se convirtió entonces en la responsable de que Mahfouz entrara en Doubleday, [la editorial] en la que está ahora, si bien todavía en versiones bastante irregulares que pasan sin pena ni gloria. Los derechos de sus traducciones al inglés los tiene la Universidad Americana en Cairo Press, así que el pobre Mahfouz, que parece que los vendió sin esperar que algún día se convertiría en un autor mundialmente famoso, no tiene nada que decir en lo que obviamente ha sido una empresa unilateral y muy comercial sin demasiada coherencia artística o lingüística .

De hecho, para los lectores árabes Mahfouz tiene una voz inconfundible que despliega un notable dominio del lenguaje a pesar de no llamar la atención sobre sí mismo. En las líneas que siguen trataré de sugerir que tiene una visión de su país decididamente católica y, en un sentido, autoritaria, y como un emperador inspeccionando su reino, se siente capaz de sintetizar, juzgar y dar forma a su larga historia y compleja postura, así como a sus propios nativos, como uno de los más viejos, fascinantes y codiciados premios del mundo para conquistadores como Alejandro, César y Napoleón.

Además, Mahfouz posee los medios literarios e intelectuales de expresarlo de una manera completamente personal (poderosa, directa, sutil). Como sus personajes (que siempre son descritos enseguida, en cuanto aparecen ), Mahfouz va directo hacia ti, te sumerge en un denso flujo narrativo, entonces te deja nadar en él al tiempo que dirige con extraordinaria habilidad las corrientes, remolinos y olas de las vidas de sus personajes, la vida de Egipto bajo primeros ministros como Saad Zaghlul y Mustafa El-Nahhas, y decenas de otros detalles de partidos políticos, historias familiares y similares. Realismo, sí, pero también algo más: una visión que aspira a una especie de visión que englobe todo, no muy diferente de la de Dante en su hermanamiento de la actualidad de la tierra con lo eterno, pero sin el cristianismo .

Nacido en 1911, entre 1939 y 1944 Mahfouz publicó tres novelas sobre el antiguo Egipto, aún sin traducir, mientras trabajaba como funcionario del ministerio de Awqaf (Legados Religiosos). También tradujo el libro de Baikie Antiguo Egipto antes de emprender sus crónicas de El Cairo moderno en Khan Al-Khalili, publicado en 1945. Este periodo culminó en 1956 y 1957 con la aparición de su magnífica Trilogía de El Cairo. En efecto, las novelas que conforman la trilogía fueron un resumen de la vida moderna egipcia durante la primera mitad del siglo XX .

La trilogía es la historia del patriarca, El- Sayed Ahmed Abdel-Gawwad, y su familia durante tres generaciones. Al tiempo que proporciona una enorme cantidad de detalles sociales y políticos, también es un estudio de las relaciones íntimas entre hombre y mujeres, así como el relato de la búsqueda de la fe del hijo menor de Abdel-Gawwad, Kamal, tras su temprana y escorzada adhesión al Islam.

Después de un periodo de silencio que coincidió con los cinco años que siguieron a la revolución egipcia de 1952, las obras en prosa empezaron a fluir ininterrumpidamente de Mahfouz -novelas, relatos cortos, artículos de periódico, memorias, ensayos y guiones. Tras sus primeros intentos de mostrar el mundo antiguo, Mahfouz se ha convertido en un escritor extraordinariamente prolífico, en un escritor íntimamente unido a la historia de su época; sin embargo, se vio obligado a explorar de nuevo el antiguo Egipto porque su historia le permitía encontrar en él aspectos de su propio tiempo reflejados y expresados para corresponder a los bastante complejos propósitos del suyo.

Creo que así ocurre en Dweller in Truth (1985) traducido al inglés en 1998 como Akhenaten, obra que a su sencilla manera forma parte de la especial preocupación de Mahfouz por el poder, por el conflicto entre los religiosos ortodoxos y la verdad completamente personal, y por el contrapunto entre las perspectivas extrañamente compatibles aunque altamente contradictorias que derivan de una figura a menudo inescrutable y misteriosa.

Desde que fue reconocido como una celebridad mundial, Mahfouz ha sido caracterizado o bien como un relista social a la manera de Balzac, Galsworthy y Zola , o bien como un fabulista salido directamente de Las mil y una noches (como lo considera J M Coetzee en su decepcionante caracterización de Mahfouz). Se acerca más a la verdad el verlo, tal como ha sugerido el novelista libanés Elias Khoury, como un escritor que proporciona en sus novelas una especie de historia de la forma de la novela, desde la ficción histórica a la novela de amor, las sagas y la novela picaresca, seguido de trabajo en modos realista, modernista, naturalista, simbolista y absurdo.

Además, a pesar de sus formas transparentes, Mahfouz es sobrecogedoramente sofisticado, no solo como estilista árabe sino como un asiduo estudioso de los procesos sociales y la epistemología -esto es, la manera como la gente conoce sus experiencias – sin parangón en esta parte del mundo y probablemente en ninguna otra en este aspecto. La novelas realistas en las que descansa su fama, lejos de ser únicamente un diligente espejo sociológico del Egipto moderno, son también audaces intentos de revelar la extremadamente concreta manera en que en realidad se utiliza el poder. Este poder puede derivar de lo divino, como en su parábola Awlad Haritna (Los hijos de Gebelaawi) de 1959, en la que el gran propietario Gebelaawi es una figura similar a un dios que ha desterrado a sus hijos del jardín del Edén o del trono, la familia y el propio patriarcado; o de asociaciones civiles como partidos políticos, universidades, la burocracia del gobierno, etc. Esto no quiere decir que las novelas de Mahfouz estén guiadas por u organizadas en torno a principios abstractos: no lo están, de otro modo su trabajo habría resultado mucho menos impactante e interesante para sus incontables lectores árabes y también para su ahora extensa audiencia internacional.

El objetivo de Mahfouz es, creo, plasmar tan completamente ideas en sus personajes y en sus acciones que no hay exposición teórica alguna. Pero lo que de hecho siempre le ha fascinado es el modo como lo Absoluto -que, por supuesto, para un musulmán es Dios en tanto que el poder supremo- se vuelve simultáneamente material e irrecuperable, como cuando el decreto de destierro de Gebelaawi contra sus hijos los arroja al exilio en el mismo momento en que él se retira, fuera de su alcance para siempre, a su fortaleza (su casa, que ellos siempre pueden ver desde su territorio). Lo que se siente y se vive se hace manifiesto y concreto, pero no pueden ser captados fácilmente mientras son revelados concienzuda y minuciosamente en la extraordinaria prosa de Mahfouz.

Malhamat Al-Harafish (1977), La epopeya de Harafish, amplía y profundiza este tema de Los hijos de Gebelaawi. Su sutil uso del lenguaje le permite traducir aquel Absoluto en historia, personaje, acontecimiento, secuencia temporal y lugar mientras que, al mismo tiempo, porque es el primer principio de las cosas, mantiene misteriosamente su tenaz, original, atormentante actitud distante. En Akhenaten, el dios sol cambia para siempre al joven, prematuramente monoteísta rey, pero nunca se revela él mismo, ya que el propio Akhenaten solo es visto desde lejos, descrito en los numerosos relatos de sus enemigos, sus amigos y su esposa, que cuentan su historia pero no pueden resolver el misterio.

No obstante, Mahfouz también tiene un lado ferozmente antimístico, pero está salpicado de un esquivo gran poder que parece muy turbador para él. Tengamos en cuenta, por ejemplo, que la historia de Akhenaten requiere no menos de catorce narradores y aún así no logra resolver las opuestas interpretaciones de su reino. Cada una de las obras de Mahfouz que conozco contiene esta personificación, central pero distante, del poder; la más memorable es la patriarcal figura dominante de El-Sayed Ahmed Abdel-Gawwad en la Trilogía de El Cairo, cuya autoritaria presencia se cierne sobre la acción a lo largo de toda la trilogía.

En la trilogía su paulatinamente decreciente prestigio no se produce simplemente en segundo plano, sino que también se transforma y devalúa a través de elementos tan mundanos como el matrimonio de Abdel-Gawwad, su comportamiento licencioso, sus hijos y sus cambiantes implicaciones políticas. Las cuestiones mundanas parecen desconcertar a Mahfouz, y quizá constreñirle y fascinarle al mismo tiempo, particularmente en su relato de cómo el decadente legado de El-Sayed Abdel-Gawwad, cuya familia es el actual tema de Mahfouz, al final todavía consigue mantener unidas las tres generaciones a través de la revolución de 1919, la era liberal Saad Zaglul, la ocupación británica y el reinado de Fouad durante el periodo de entreguerras.

El resultado es que al llegar al final de una de las novelas de Mahfouz uno paradójicamente experimenta pesar por lo que les ha ocurrido a sus personajes en su largo progreso descendente y también una apenas formulada esperanza de que volviendo al principio de la historia uno puede ser capaz de recuperar la fuerza pura de aquellas personas. En un fragmento titulado «Un mensaje» perteneciente a su obra Ecos de una autobiografía (1994) hay una pauta de cómo captar este proceso: «La crueldad de la memoria se manifiesta en recordar lo que se disipa en la mala memoria». Mahfouz es un irredento pero extremadamente sentencioso y preciso registrador del paso del tiempo.

Así pues, Mahfouz es todo menos un humilde contador de historias que frecuenta los cafés de El Cairo y básicamente trabaja recluido tranquilamente en su oscuro rincón. La obstinación y orgullo con los que ha mantenido el rigor de su trabajo durante medio siglo, con su negativa a hacer concesiones a la debilidad habitual están en el mismo centro de lo que hace como escritor. Su país, el propio Egipto, es lo que más le permite mantener su asombrosamente continuo punto de vista del modo como la eternidad y el tiempo están tan íntimamente entrelazados. Como lugar geográfico y como historia, para Mahfouz Egipto no tiene parangón en ninguna otra parte del mundo. Antiguo más allá de la historia, geográficamente diferente debido al Nilo y su fértil valle, el Egipto de Mahfouz es una inmensa acumulación de historia, que se extiende miles de años en el tiempo, y a pesar de la sorprendente variedad de sus dirigentes, regímenes, religiones y razas, sin embargo retiene su propia identidad coherente. Además, Egipto ha mantenido una posición única entre las naciones. Objeto de atención de conquistadores, aventureros, pintores, escritores, científicos y turistas, el país es diferente de los demás por la posición que ha mantenido en la historia de la humanidad y la visión casi-atemporal que ha ofrecido.

El haber tomado la historia no sólo en serio sino también literalmente es el logro central del trabajo de Mahfouz y, como con Tolstoi o Solzhenitsyn, uno capta la dimensión de su personalidad literaria por la auténtica audacia e incluso excesiva arrogancia de su alcance. Articular amplias franjes de la historia de Egipto en nombre de esta historia y sentirse capaz de presentar a sus ciudadanos a examen como sus representantes: este tipo de ambición se ve raramente en los escritores contemporáneos..

El Egipto de Mahfouz es un Egipto repleto, sorprendentemente vívido por la precisión y humor con los que lo retrata, de un modo que no se realiza completamente con grandes héroes ni es capaz de hacerlo sin algún sueño de total armonía del tipo del que Akhenaten tan desesperadamente se esfuerza por mantener pero no puede preservar. Sin un poderoso centro controlador Egipto puede disolverse fácilmente en anarquía o en una absurda y gratuita tiranía basada o bien en el dogma religioso o en una dictadura personal.

Mahfouz tiene ahora noventa años, está casi ciego y después de ser atacado físicamente por un fanático religioso en 1994, dice ser un recluso. Lo que es tanto extraordinario como conmovedor de él es cómo, dada la amplitud de su visión y de su trabajo, parece conservar todavía su decimonónica creencia liberal en una sociedad humana y decente para Egipto a pesar de que las pruebas que mantiene dragando en la vida contemporánea y la historia, y escribiendo acerca de ellas siguen refutando esa creencia. La ironía es que él, más que ningún otro, ha dramatizado en su trabajo el casi cósmico antagonismo que ve a Egipto, por un lado, sumido en majestuosos absolutos y, por el otro, en el persistente desgaste de esos absolutos por parte del pueblo, de la historia, de la sociedad. Él nunca reconcilia realmente estos contrarios. Sin embargo como ciudadano, Mahfouz ve civismo y la continuidad de una personalidad egipcia transnacional, persistente en su trabajo, quizá como superviviente de los debilitantes procesos del conflicto y de una degeneración histórica que él, más que nadie que yo haya leído, ha descrito tan poderosamente.