«La Libertad no hace más feliz al Hombre, tan sólo le hace más humano» Manuel Azaña. Son incontables los testimonios que evidencian que el 18 de julio de 1936 el objetivo de los golpistas contra el Gobierno de la IIª República española era exterminar calculadamente al contrario. El general Mola, el día 19 de julio […]
tan sólo le hace más humano»
Manuel Azaña.
Son incontables los testimonios que evidencian que el 18 de julio de 1936 el objetivo de los golpistas contra el Gobierno de la IIª República española era exterminar calculadamente al contrario. El general Mola, el día 19 de julio exige a los suyos que «hay que sembrar el terror (…) eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros». También en la misma línea, el capitán Aguilera, jefe de Prensa de Franco durante la Guerra Civil, dice: «tenemos que matar, matar y matar. Son como animales. Al fin y al cabo ratas y piojos son portadores de la peste. Nuestro programa consiste en exterminar a un tercio de la población masculina. Con eso se limpiaría el país. Además también es conveniente desde el punto de vista económico: no volvería a haber desempleo en España». En la campaña también participaron numerosos jerarcas de la Iglesia Católica, como el obispo de Vic, Joan Perelló, que recomendaba una «profilaxis social» y pedía un «bisturí para sacar la pus de las entrañas de España». El mismo Franco no escondía sus intenciones cuando declaraba a la prensa internacional que estaba «dispuesto exterminar si fuese necesario a toda esa media España que no me es afecta».
Algunas cifras
Las cifras del genocidio franquista son estremecedoras. A finales de 1936 las tropas de Franco ya habían fusilado, bajo órdenes oficiales, a 50.000 personas. Según el ex -fiscal general del Estado, Carlos Jiménez Villarejo, «los presos políticos fallecidos, entre los que se incluía a los fusilados tras un «proceso» y los muertos en las cárceles, desde abril de 1939 hasta el 30 de junio de 1944, fueron 192.684″. Suponía una media de 105 muertos diarios durante esos cinco años (terminada la Guerra Civil las tropas de Franco no tuvieron reparo alguno en fusilar a menores de edad, tómese como ejemplo a las famosas «Trece Rosas» en Madrid).
Otros historiadores, como Paul Preston, apuntan a que fueron 180.000 los ejecutados durante la Guerra Civil y los primeros años de la dictadura. A las ejecuciones acompañaron 250.000 exiliados y 280.000 presos en cárceles (el 10 por ciento de la población activa), 190 campos de concentración que acogieron 350.000 detenidos y 200.000 presos esclavizados a trabajos forzados sin remuneración ni derecho alguno para reconstruir las infraestructuras del Estado. La vida social «normal» también se vivía con cientos de miles de represaliados y expulsados de sus trabajos por no ser afectos a Franco.
La idea del exterminio llegó incluso hasta el punto de que acabada ya la Guerra Civil, a mediados de 1939, Franco se dirigió a los aproximadamente 180.000 exiliados en ese momento, animándoles a volver sin temor alguno si sus conciencias estaban limpias. Fue una trampa más: se les puso a disposición de tribunales militares y tras un «juicio-farsa», muchos fueron ejecutados. A otros muchos exiliados se les aplicó lo que Javier Rodrigo ha dado en llamar «memoricidio»: se les privó de la «nacionalidad española». Murieron en campos nazis de exterminio (Franco estaba puntualmente informado).
A pesar de todo, aún hoy el franquismo no goza de mala prensa en nuestras calles. No faltan voces que afirman que el régimen franquista no fue tan sanguinario, que el exterminio no fue tan grande. Pero cabe preguntarse, si el genocidio franquista es más o menos monstruoso por el número de vidas humanas contabilizadas.
Los franquistas no tuvieron contemplaciones para asesinar impunemente. El entonces coronel Yagüe respondía a los medios de comunicación: «Naturalmente que los hemos fusilado, ¿pensaban que me llevaría conmigo a 4.000 rojos mientras mi columna avanzaba luchando contrarreloj? ¿Debía dejarles a mis espaldas permitiéndoles que hicieran de Badajoz una ciudad roja?». La locura de los franquistas alcanzó el nivel de permitir que oficiales y médicos alemanes realizasen experimentos y prácticas de exterminio (1937 y 1938) en campos de concentración españoles.
La Historia guarda en su seno las aberrantes declaraciones que los militares golpistas hicieron durante el genocidio, animando a sus soldados a violar y asesinar mujeres. El general Queipo de Llano, al acabar la Guerra Civil, en sus discursos emitidos por radio espetaba: «vayan las mujeres de los rojos preparando sus mantones de luto (…), estamos dispuestos a aplicar la ley con firmeza inexorable: ¡Morón, Utrera, Castro de Río, id preparando sepulturas! Yo os autorizo a matar como a un perro a cualquiera que se atreva a ejercer coacción ante vosotros; que si así lo hiciereis quedaréis exentos de toda culpabilidad», «¿qué haré? pues imponer un durísimo castigo para acallar a esos idiotas congéneres de Azaña. Por ello, faculto a todos los ciudadanos a que, cuando se tropiecen con uno de esos sujetos, lo callen de un tiro. O me lo traigan a mí, que yo se lo pegaré», «Nuestros valientes legionarios y Regulares han enseñado a los cobardes de los rojos lo que significa ser hombre. Y de paso, también a sus mujeres. Después de todo, estas comunistas y anarquistas se lo merecen, ¿no han jugado al amor libre? Pues ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricas. No se van a librar por mucho que forcejeen y pataleen».
La represión alcanzó todos los planos y rincones del país. Casi la totalidad de los intelectuales y profesores de Universidad tuvieron que exiliarse o fueron expulsados de sus puestos. Comenzó a reivindicarse lo medieval, los Reyes Católicos, la música sacra, la idea del imperio y se impuso una censura feroz. Se denostó cualquier atisbo o logro consolidado de la misma Ilustración. El propio Franco, proponía «la restauración de la clásica y cristiana unidad de las ciencias, destruida en el siglo XVIII».
Las cárceles
Ramón Serrano Suñer, cuñado de Franco y ministro de la Gobernación en 1939 y 1940, dirigió todo el sistema penitenciario en esos momentos, en los que los fallecimientos en las cárceles por hambre y epidemias, fueron tantas como las ejecuciones. La prisión de Córdoba, por tomar un ejemplo, en 1941 tenía registrados 502 muertos.
Las detenciones ilegales eran mucho más que habituales y en infinidad de casos se encarcelaba sin causas que las justificaran; y lo peor, ni siquiera con una denuncia motivada. Las denuncias se fabricaban en modelos estándar, con posterioridad a la detención, cuando el detenido ya se encontraba en prisión. Se encarceló indiscriminadamente, incluso por pedir mejoras salariales o condiciones laborales mínimas. Tal es así, que la regulación jurídica de la figura de la «detención ilegal», también llamada «Habeas Corpus», no se tipificó hasta 1956. Las detenciones se prolongaban sin límite de tiempo; no existía control judicial de ningún tipo. Los detenidos al ser conducidos a prisión, normalmente eran exhibidos en los sitios públicos más señalados después de haber sufrido incontables palizas. Muchos fueron fusilados sin que siquiera tuvieran un «juicio-farsa». Otros, pasada la guerra, tuvieron un «juicio» que sobreseía la causa por la que se les encarceló, cuando el preso ya había muerto en la cárcel años antes (de hambre, enfermedad o asesinados a palizas).
Entre 1939 y 1943, en el primer y más sanguinario franquismo, según el historiador Antonio Miguel Bernal, el número de presos llegó hasta los 550.000. El trato fue inhumano. Sirven como modelo de ello las palabras que el director de la Cárcel Modelo de Barcelona ofrecía a los presos por megafonía todas las mañanas: «Tenéis que saber que un preso es la diezmillonésima parte de una mierda».
Especialmente crueles fueron las cárceles para mujeres, donde había reclusas con bebés, o niños de muy corta edad: morían de hambre, enfermedad o miseria, sin asistencia médica alguna. Los médicos sólo certificaban la muerte.
Una de las cárceles de mayor número de muertos, en los años 40, fue la de Toledo, con un total de 680. Es importante señalar de paso que esta ciudad no tuvo agua corriente hasta el año 1948, y cuando se consiguió, el franquismo lo vendió propagandísticamente como una «obra directa del Caudillo, que ha resuelto al fin este problema de Toledo que no consiguieron resolver ni íberos, ni romanos ni árabes…». Pero aún con la propaganda franquista contra la realidad, esta era desgraciadamente tozuda: sólo en 1941 hubo 50.000 muertos por infecciones gastrointestinales; la tuberculosis se cobró 26.000 vidas anuales entre 1940 y 1942.
El sistema carcelario llegaba a tremendas crueldades: cuando llegaban las órdenes de ejecución de presos, la relación se leía en voz alta: algunos funcionarios llegaban al éxtasis cuando pronunciaban nombres muy comunes. como Pedro, Juan o José, y tras una pequeña pausa pronunciaban el apellido, para desmoralizar y así mantener la máxima tensión en el auditorio.
La corrupción entre los funcionarios de prisiones era general: vendían por dinero la libertad a los presos, cuando ya sabían que la tenían concedida. Algunos reclusos eran obligados a comprar su vida pagando a funcionarios, para que en su lugar fuera ejecutado algún desgraciado sin familia ni amigos que le pudieran echar en falta. Otros debían reunir hasta 500.000 pesetas (de la época) para ser librados de una ejecución segura. En la cárcel de mujeres de Amorebieta, estas mañas las realizaban las monjas oblatas, como apunta el historiador John Lynch.
Para beber solía repartírseles cada tres días poco más de un vaso de agua por preso, En algún caso, como en Albacete, sólo había un retrete para 1.000 personas. En la cárcel de Ventas (Madrid), se hacinaban miles de mujeres con sus hijos, enfermos de disentería, plagados de piojos. La alimentación, cuando la había, consistía en berzas, nabos o vainas de habas hervidas.
Se ensañaban con los presos: las torturas eran el medio habitual de recabar información o simplemente el instrumento para alimentar el sentimiento fascista. El poeta Marcos Ana, preso político durante la dictadura, refiriéndose a la tortura, dice: «los métodos eran poco refinados, simplemente te apaleaban bárbaramente. Muchos se les quedaban entre las manos. Pero a fin de cuentas, al tercer golpe perdías el sentido y se acababa la tortura». Las prácticas de tortura eran puramente inquisitoriales. Como cita John Lynch, Petra Cuevas, fue interrogada ante el mismísimo Carlos Arias Navarro. «En los dedos, dice ella misma, me enroscaron cables como si fueran anillos y me enchufaban y me volvían a enchufar con las manos empapadas en gasolina, para que la corriente fuera más fuerte. (…) Entonces empezaba a salir sangre de los dedos como un surtidor». Algunas mujeres fueron brutalmente apaleadas hasta dejarlas estériles, después de haber sido violadas. Muchas de las que sobrevivieron perdieron su juventud en las cárceles.
Esclavos para obras del Estado
El hacinamiento se aliviaba utilizando a miles de presos como mano de obra forzada, en régimen de semiesclavitud, para cederlos casi gratuitamente a muchas empresas privadas afectas a Franco. Esas empresas se enriquecieron fácilmente. Los presos esclavos construyeron embalses, canales, carreteras, ferrocarriles, el mausoleo de Franco y José Antonio Primo de Rivera (en el Valle de los Caídos), extrajeron carbón y mercurio…
Los esclavos fueron un magnífico negocio: mano de obra gratis, sin derecho alguno: el mejor sueño del capitalismo. Los grandes terratenientes también se beneficiaron de esta mano de obra, creando importantes obras de regadío o trabajando sus propiedades sin pagar ni una sola peseta. Solamente en Andalucía, gracias al trabajo forzado de los presos se llegaron a transformar 74.000 hectáreas en cultivos de regadío que generaron importantes fortunas. En general, el Estado y casi la totalidad de las infraestructuras se reconstruyeron desde esta filosofía capitalista del trabajo y la economía: opresión del trabajador, convertido en esclavo.
Después inventaron el Sistema de Reducción de Penas por el Trabajo, idea del sacerdote jesuita José Antonio Pérez del Pulgar, el cual no era partidario de ningún tipo de piedad con los vencidos. Unas palabras suyas ilustran sus deseos de venganza: «no puede exigirse a la justicia social que haga tabla rasa de cuanto ha ocurrido». Según las memorias anuales remitidas a Franco por el Patronato para la Reducción de Penas (1939-1970), los beneficios obtenidos por el Estado a costa de los trabajos forzados de sus prisioneros fueron de 130.000 millones de pesetas (unos 780 millones de euros). De esos ingresos, el 75 % del salario de los presos era ingresado por el Patronato en una cuenta del Banco de España a nombre del entonces subsecretario de la Presidencia del gobierno, Luis Carrero Blanco.
Es evidente que el país seguía en guerra después de 1939, aunque las trincheras ya no existieran y los tiros ya sólo vinieran de una de las partes. A pesar de todo, para general bochorno, España continúa plagada de monumentos de exaltación del fascismo y del franquismo, contra la democracia.
Niños, familia y Auxilio Social
En 1943, 12.042 niños fueron apartados de sus padres con el pretexto de protegerles del psiquismo fanático de los «rojos». Como afirmaba el psiquiatra y comandante médico Antonio Vallejo Nájera, el Mengele español, personaje de total confianza de Franco, los «rojos» eran «criminales empedernidos sin posible redención dentro del orden humano», y por ello se hacía necesaria la «segregación total de estos sujetos desde la infancia». Estos niños de los que hablo, una vez que se les cambió el nombre, fueron entregados en adopción a familias de orden, muchas veces para suplir las carencias de hijos por esterilidad.
Es mucha la documentación y los hechos que ponen de manifiesto los robos y la desaparición de hijos de republicanos, entregados en adopción a familias adeptas al franquismo. Todo con la excusa de que había que «reeducar a los hijos de los rojos» alejándoles de la «influencia perniciosa» que los padres creaban en sus hijos, y así poder conseguir el «español genuino» (Vallejo Nájera). Incluso se repatriaron a muchos niños de padres republicanos, sin su consentimiento, que habían sido enviados durante la Guerra Civil al extranjero para protegerles de la guerra. Se les repatriaba para entregarles en adopción.
Muchos niños murieron en las cárceles de hambre, frío o enfermedad, al lado de sus madres, sin asistencia médica alguna. Otros perdieron su infancia en el Auxilio Social, donde fueron maltratados y sometidos a abusos. En tan siniestros lugares de presunta caridad, los niños escuchaban todos los días que estaban por misericordia: eran hijos del demonio, no merecían nada.
La posguerra
La política agraria de posguerra fue calamitosa. Los salarios se redujeron a la mitad (no volvieron a los niveles de 1931 hasta 1956). La economía era intervencionista y autárquica, de pura subsistencia. El desastre estaba causado por la nula inversión en maquinaria, en fertilizantes, en mejoras agrarias. Las principales inversiones eran para el ejército, siempre alerta contra la democracia.
La hambruna de los años 40 se debió al hecho de tener que pagar la deuda militar a Alemania e Italia, contraída durante la Guerra Civil. Ni Alemania ni Italia regalaron nada: la guerra fue puro negocio. Sin embargo, Franco, inepto en todos los campos, culpaba de la desastrosa situación económica a cosas tan peregrinas como la «pertinaz sequía». En cualquier caso, nada más acabar la guerra los franquistas expoliaron los llamados «depósitos marxistas», repartiéndoselo como botín de guerra entre unos pocos. Esos depósitos almacenaban productos agrícolas y alimentos. Aún así se encargaron de estigmatizar a los republicanos, tildándoles como ladrones o pésimos gestores.
La industria se impregnó de un fuerte espíritu castrense: los trabajadores fueron esclavizados, llegando incluso a emplear a menores de 14 años (en la Agricultura se utilizaron a menores de 10 años). Se bloqueó completamente la escala de crecimiento económico, iniciada con la República; y Franco acabó aislando totalmente a España, condenándola a una carestía tercermundista. Esta situación generó grandes bolsas de pobreza y de corrupción por parte de los administradores del régimen. El PIB de 1935 no se alcanzó hasta 1951. En 1940 la renta nacional retrocedió al nivel de 1914. Se paralizó el desarrollo y el retroceso científico y económico volvió a situarse en niveles del siglo XIX.
El sentido franquista de la patria
Los primeros veinte años de dictadura no sirvieron para modernizar el país, ni para sacarlo de la miseria. A los que dicen ser «amantes de la patria», hay que recordarles que no es posible la patria sin identidad, ni tampoco la identidad sin memoria. ¿Puede saber alguien quién es y reconocerse si no recuerda nada de su pasado? Los que ahora se llaman patriotas pertenecían durante el franquismo a los sectores mejor instalados de la dictadura. Los años comprendidos entre 1930 y 1936 fueron muy duros y difíciles. Los autodenominados patriotas, en lugar de colaborar con su país, empeoraron la situación económica con despidos y evasión de capitales a otros países. Buscaban protegerse, provocando a la vez una importante devaluación de la moneda.
Y no parece que hubiera mucho patriotismo cuando el mismo Franco y su cuñado, Serrano Suñer, mantuvieron una entrevista en septiembre de 1940 con el ministro nazi de exteriores, varón Von Ribbentrop: acordaron que todos los españoles republicanos exiliados, los que lograron cruzar la frontera con Francia, fueran exterminados. Las pruebas están en los campos de exterminio de Mathausen, Auswitch, Buchenbald… Aproximadamente 8.700 españoles estuvieron presos en campos de exterminio: murieron más de 5.000. De esta situación era perfecto conocedor Franco y su régimen.
Las condiciones de los refugiados en campos de concentración eran inhumanas: sin comida, sin agua, durmiendo a la intemperie. Especialmente vejatorios fueron los campos franceses, cercados de alambre de espino, en las playas de las marismas del Mediterráneo. Cuando las tropas alemanas ocupan Francia, muchos campos integrados por españoles pasaron a manos nazis.
El sentido patriótico de Franco le llevó a pedir al mariscal Petain la extradición de 3.617 dirigentes republicanos. Franco ordenó fusilar a una parte de los extraditados y a la otra se le condenó a cadena perpetua.
Ni los campos de concentración ni las cárceles fueron instrumentos de reinserción. Se utilizaron para eliminar y exterminar físicamente a los «rojos», calificados de «criminales empedernidos sin posible redención dentro del orden humano». En todos esos «lugares» las muertes por ejecución, los disparos azarosos, el hambre, la enfermedad, la vejación extrema, se convirtieron en algo habitual.
El aislamiento
Sin la ayuda que Franco recibió de Alemania e Italia (aunque también del gobierno de EE.UU, que permitió que sus empresas suministraran combustibles a los sediciosos vía Portugal) ni siquiera hubiera sido posible equipar y desplazar el ejército desde África a la península. Francia e Inglaterra decidieron intervenir contra el gobierno democrático de la República: fabricaron la «no intervención» y la maniataron, dejándola a merced de los golpistas y sus activos aliados. La ayuda que la República recibió de Rusia fue poco más que testimonial, tardía y casi ridícula si la comparamos con la recibida por Franco a crédito. Acabada la guerra civil, Franco debía a Alemania e Italia, sólo en oro, aproximadamente 2.000 millones de pesetas. Esa deuda había que devolverla pronto: Alemania necesitaba medios para la guerra en Europa. Franco, en 1941, hace algún gesto: la creación de la División Azul y el suministro gratuito de Wolframio a Alemania (interrumpido en cuanto el Gobierno USA se lo ordenó a Franco). La División Azul, que llegó a contar con 47.000 soldados, mantuvo a aproximadamente 18.000 soldados en el frente Ruso, aunque fueron relevados.
El 21 de agosto de 1941, los gobiernos de España y Alemania firman un convenio: Alemania recibiría 10.500 trabajadores españoles (viajaron engañados por la propaganda franquista y fueron tratados casi como esclavos). Además, cuando Alemania invade Francia, otros 40.000 republicanos exiliados fueron incorporados a batallones de trabajo. Otros 12.000 más fueron a parar a campos de exterminio. El apoyo de Franco llegó incluso a 1943, cuando firma un delirante protocolo secreto que pretendía impedir el paso a los aliados por España si estos así lo decidieran.
Los gestos de Franco, puesto que no pueden ser tomados de otra manera, provocaron que Estados Unidos y Gran Bretaña rompieran relaciones con España, lo cual implicaba la suspensión de relaciones comerciales y, por tanto, la restricción del suministro de petróleo. Lógicamente, esto debilitó aún más la economía.
El aislamiento empobreció tanto a España, que hasta los bienes de primera necesidad se racionaron. Los precios cayeron, originando el estraperlo y un mercado ilegal, de abusos generalizados contra los pobres (especialmente contra los no adeptos al régimen). En la década de los 40 la economía fue de pura subsistencia. El retroceso económico provocó un grave retroceso sanitario que trajo enfermedades erradicadas a principios de siglo XX, como la sarna o la tuberculosis.
Ilegitimidad del franquismo
En España, las derechas siempre han justificado sus golpes de Estado o intentonas como cuestiones preventivas para salvar la patria, su patria. Y nunca acaba por comprenderse la legalidad del franquismo. Si el objetivo de los franquistas era, como decían, ordenar el caos existente antes de 1936, no se entiende como una vez ganada la guerra no se preparó un camino progresivo a la democracia.
El golpe de Estado fracasó en media España, por la dura resistencia de los sindicatos; pero los golpistas muy posiblemente tampoco esperaran necesariamente su triunfo inmediato: todo pudo obedecer a un plan de exterminio preconcebido, frío y calculado al milímetro, zona a zona, pueblo a pueblo. No es por tanto una casualidad o un descuido el que el «Estado de Guerra» continuase oficialmente en vigor en la legislación franquista hasta 1948.
Se ha acusado sin ningún fundamento, fabricando por tanto una mentira más, que la República fomentó la ilegalidad y el descontrol social, porque hubo muchos grupos incontrolados que buscaban saciar el hambre o resarcirse de las crueldades que recibieron de las clases adineradas. Esos grupos nunca actuaron obedeciendo órdenes superiores: hay incluso telegramas y órdenes expresas que se enviaban desde los gobiernos civiles a las poblaciones pidiendo acatar la legalidad. En cambio, los franquistas, todos los sediciosos, muy disciplinados, nada hacían sin una orden oficial.
Acabada la Guerra, el objetivo era aplicar descaradamente la «justicia al revés», en palabras de Serrano Suñer. Se trataba de que los golpistas rebeldes condenasen por «adhesión a la rebelión» a cualquier republicano. Incluso se condenó a cualquier persona sin filiación política ni significación ideológica de ningún tipo, por no colaborar con los rebeldes para ir contra el gobierno democrático elegido en las urnas por la voluntad popular. Esta actitud cerril e intolerante no era nueva en la línea ideológica del franquismo. Son palabras de José Antonio Primo de Riera, ideólogo de Falange, pronunciadas el 29 de octubre de 1933 en el discurso de la fundación de su partido: «no hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la patria». No es de extrañar, por tanto, que con recomendaciones así la guerra continuase bajo la forma de un violencia cotidiana contra los demócratas: las ejecuciones formaron parte de lo habitual y moralmente convenientes. Los informes que justificaban las ejecuciones eran avalados por el comandante de puesto de la Guardia Civil, por el alcalde, que solía ser el jefe de Falange local. En multitud de casos, la denuncia sobre alguien era posterior a la detención.
Cuando existía un «juicio», las garantías procesales eran nulas. Sirva de ejemplo que el «defensor» era un militar, no un jurista. A veces, se condenaban a grupos enteros, de hasta 60 personas, a la misma pena: pena de muerte, aunque los motivos por los que se les acusasen fuesen diferentes. Los defensores, en una escenificada pantomima, se limitaban a pedir clemencia. Los acusados a veces ni siquiera eran interrogados, no existían testigos, no había relación alguna entre el acusado y su abogado, se les detenía sin explicación alguna. Las denuncias eran modelos estándar, idénticos, para multitud de personas: sólo cambiaban las firmas de los denunciantes y el nombre de los acusados. Y a los denunciantes, en muchos, casos se les obligaba a denunciar. En otras ocasiones no sabían lo que denunciaban, ni a quién. También hubo venganzas o querer demostrar ser adepto al franquismo… o se denunció para ocupar el puesto de trabajo que desempeñaba el denunciado.
Por hechos como los descritos, por tratarse de un régimen impuesto tras un golpe de Estado, el 12 de diciembre de 1946, en la Resolución 39 (1), la ONU excluye oficialmente a España de todos sus organismos e instituciones. Además, recomendaba a todos los países miembros que retirasen inmediatamente sus embajadores acreditados en Madrid. En la Resolución se llama literalmente «fascista» en varias ocasiones al régimen de Franco. La Resolución concluye que dicho régimen fue «establecido gracias a la ayuda de la Alemania nazi y a la Italia fascista de Mussolini» y alude a las acciones que Franco debió emprender para el pago de las ayudas militares, incluyendo la División Azul, la Legión Española de Voluntarios, el Escuadrón Aéreo Salvador, dinero en oro y mano de obra. La resolución es tajante cuando expone que «existen pruebas documentales incontrovertibles que evidencian que Franco fue parte culpable junto a Hitler y Mussolini en la conspiración encaminada a desencadenar la guerra (mundial)». Por ello asevera que «el gobierno fascista de Franco, impuesto por la fuerza al pueblo español con la ayuda de Hitler y Mussolini (…) no representa al pueblo español».
Ante tan contundente declaración, Franco respondió con la peregrina idea de alentar a las masas llamando a una multitudinaria manifestación contra la ONU y en apoyo a su persona y régimen fascista. Los hechos contribuyeron más aún a ahondar en el ya profundo aislamiento que España sufría en el orden internacional: desembocó en un régimen de pretendida autosuficiencia económica. El único país que mantuvo relación comercial fue la Argentina de Perón, político que aprovechó el aislamiento de España para vender trigo a un precio abusivo (trigo que se reenvió, sin desembarcar, desde Portugal a otros puertos de Europa, para pagar la deuda militar contraída por Franco). Franco ocultó los datos y guardó las apariencias mostrando su gran agradecimiento a Perón.
Delación y terror
Desde el inicio de la dictadura, Franco tuvo presente que el régimen no subsistiría sin la imposición social del terror. El mejor instrumento para lograr ese fin era la ejecución de pasivos, desafectos e izquierdistas de cualquier signo.
En julio de 1939, en su viaje a España, el conde Ciano, ministro de Exteriores de Italia, cuñado de Mussolini, en su diario dice: «Todavía hay muchas ejecuciones. Sólo en Madrid entre 200 y 250 diarias, en Barcelona 150, o en Sevilla, una ciudad nunca gobernada por rojos, 80 diarias». Se pretendía exterminar a una parte de la población e imponer entre ella un terror psicológico para que todo el mundo colaborase activamente con el régimen denunciando.
La justificación legal del genocidio franquista se contenía en la Ley de Responsabilidades Políticas, basada en la sospecha generalizada sobre cualquier individuo. Y se acudía a denunciar para vengarse, o como muestra de adhesión al franquismo. El historiador Julián Casanova lo deja muy claro: «la delación suponía tranquilidad, cuando no un premio para el delator». Así lo reconocía, por ejemplo, Ungría, alto mando de la policía franquista cuando afirmaba que «la decisión policial subirá al prestigio de aviso patriótico». La denuncia y la delación se convirtieron en vehículos neuróticos de salvación para muchos. A veces esas delaciones se forzaron incluso contra familiares, bajo la presión de las tortura.
Se creó un modelo aberrante en el que se invertía el principio fundamental del Derecho: la presunción de inocencia, mientras no se demuestre lo contrario. El principio era: «Todo el mundo es sospechoso mientras no se demuestre lo contrario». Tenía como resultado una colaboración irremisible con el régimen. Los derrotados que no acababan en prisión, se enfrentaban a denuncias que llevaban implícitas las penas de inhabilitación en sus carreras y profesiones, el destierro, la pérdida o incautación de bienes, o simplemente el pago de sanciones que les llevaban a la miseria. Las sanciones las aplicaba un juez en función de los informes del jefe local de Falange, el comandante de puesto de la Guardia Civil. Algunas de las denuncias sólo aspiraban a usurpar el puesto de trabajo que dejaría libre el denunciado, que el delator ocuparía como premio a su denuncia. Se creaban oficinas de denuncias en las que en ocasiones se guardaba cola. El estado de sospecha llegaba, como apunta John Lynch, a extremos surrealistas, ya que «incluso los porteros de los inmuebles fueron convertidos en esbirros de la policía, que les obligó a pasar información sobre sospechosos y a denunciar a los que no asistían a misa los domingos».
El aparato represivo
El franquismo fabricó un aparato represivo total. Uno de sus pilares fue el Tribunal de Responsabilidades Políticas, activo hasta 1966, sustentado en la Ley de Responsabilidades Políticas, de efectos retroactivos hasta 1934. La Ley clasificaba a los «rebeldes» izquierdistas en dos grandes grupos: los anteriores a 1936 y los posteriores a ese año. Con esta norma se materializaba legalmente la denominada «Justicia al revés». Para completar todo un gran sistema, en marzo de 1943, los mismos que idearon y llevaron a cabo una rebelión contra el estado democrático, aprobaron la Ley de Rebelión Militar, con fines represivos y disuasorios. De haber aprobado la República una ley parecida en 1936, no hubiera sido posible un golpe militar. Es evidente que el dictador Franco tenía especial interés en reprimir cualquier actitud que se pareciera en algo a su comportamiento sedicioso para llegar al poder.
Cualquier sospechoso era expulsado de su puesto de trabajo, o no se les concedía permiso para abrir un negocio… y no podían presentarse a ningún concurso u oposición pública. Estas medidas represoras se aplicaron contra los maestros de escuela: se les persiguió por ser símbolo de cultura o educación, emblemas de la República. Así, 16.000 maestros fueron sancionados (de ellos 6.000 fueron inhabilitados) únicamente por defender el orden democrático y constitucional. El sistema de selección llegaba al descaro más cínico posible: se reservaban incluso puestos para combatientes de la División Azul (llegaron a ocupar el 80 % de los puestos más básicos de la Función Pública).
La gestión del Gobierno de la República
Posiblemente, el Gobierno de la IIª República priorizó equivocadamente sus reformas. Acometió antes la reforma del espíritu que la del estómago. Es decir, los cambios propuestos y puestos en marcha supusieron un impulso modernizador trascendental, pero en algunos casos fueron muy profundos, demasiado rápidos, como los que afectaron a la iglesia católica; y en otros casos fueron muy prometedores, pero demasiado lentos, como ocurrió en la Agricultura. La economía europea tampoco acompañó en positivo a la mejora de la situación española.
La economía española se encontraba sumida en un periodo de pobreza, de cambios políticos demasiado bruscos: generaron un clima de desconfianza. Los cambios en lo espiritual fueron inesperados. Los de la agricultura fueron muy prometedores pero lentos. Por ello, es posible que el orden contrario en el tiempo hubiera sido más eficaz e inteligente. Aún así, y aunque la Reforma Agraria no acababa de llegar, los pasos que se dieron en esa materia fueron aprovechados por terratenientes: la Ley dejó numerosos resquicios abiertos que sirvieron para la solicitud de importantes subvenciones que favorecieron sustancialmente a las clases altas, incluso más aún que con el gobierno de la CEDA. Provocó el malestar de braceros, labradores y clase trabajadora en general. Hay que sumar la evasión de capitales: provocó una devaluación de la moneda, situándola en niveles desconocidos hasta entonces. Todo este conjunto de actos y conspiraciones contra la República empobreció aún al país, provocando una fractura social preconcebida por las derechas, por las clases altas, con su peculiar y raro sentido patriótico.
Los beneficios que pudo reportar la Reforma Agraria no acabaron de llegar nunca, en gran parte también por la excesiva burocratización y por la inexistencia de créditos blandos destinados a la economía familiar. Además, la violencia se incrementó: fue decisiva también la intencionada brutalidad y la violencia de la policía, a la que el Gobierno no supo controlar.
El gobierno de la República quiso implantar reformas sociales, como las que estaban en marcha en muchos países europeos. Azaña apostó decidida y valientemente por una Educación libre, pública y de libre acceso como derecho fundamental para todos los españoles. Durante su gobierno se abrieron más de 7.000 nuevas escuelas de educación primaria y se habilitaron plazas suficientes de maestros. Con esta apuesta de universalizar la educación pública y gratuita se privó a la Iglesia Católica del monopolio que hasta el momento tenía sobre la Educación. Se nacionalizaron los bienes de la Iglesia católica y en 1933 se les suspendió la subvención estatal, situación ya dada en muchos países europeos, y que en España fue calificada de radical por parte de la derecha. La Iglesia católica, en lugar de plantearse su auto-financiación, como ya ocurría en Francia o Alemania, reaccionó conspirando, situándose al lado de sediciosos y golpistas.
Las leyes modernizadoras de la República fueron un pretexto más de las derechas para alentar a la agitación y a la fractura social, sin olvidar el Bienio Negro, con el gobierno de derechas de Gil Robles, dedicado a generar represión, odio y resentimiento entre las clases obreras. La respuesta a la siembra de odio de las derechas fueron las urnas, en febrero de 1936.
Nada más ganar las elecciones el Frente Popular por abrumadora mayoría con 271 escaños frente a 177 del resto de formaciones, el mismo Franco, entonces jefe del Estado Mayor, nombrado por Gil Robles, trató de que Portela Valladares se mantuviera en el poder para declarar el estado de Guerra. No lo consiguió y entonces intentó reorganizar una rebelión que tampoco se consumó. Desde el primer momento las derechas se negaron a aceptar la legitimidad de los resultados. Por ello, comenzó a justificar abierta y públicamente un golpe de Estado, preparado desde la primera reunión de Fanjul, Mola y Franco el 8 de marzo. En esos momentos, el único objetivo de la derecha era desestabilizar al gobierno, fabricando un clima de agitación social y malestar, instigando al golpe militar.
En síntesis, la derecha de la CEDA ganó las elecciones mientras estaba gobernando la izquierda, y ésta lo aceptó; pero las siguientes elecciones, de febrero de 1936, fueron ganadas por la izquierda con un gobierno de derechas, y la derecha no lo admitió.
Puede decirse que el gobierno de la República no logró sus objetivos por el acoso que sufrió desde el mismo momento de su proclamación: no tuvo tiempo para gobernar; por las revueltas callejeras de los grupos incontrolados; por la falta de control sobre la Policía y Guardia Civil; por contar con una economía cercana a la quiebra; por desarrollar un conjunto de reformas que resultaron dubitativas y que no consiguieron su objetivo: eliminar la miseria de las capas más bajas, sino que más bien hizo que el caciquismo aprovechase los defectos de ciertas leyes para enriquecerse más aún; y porque la derecha se radicalizó, se convirtió en una máquina obstruccionista y propagandística que aprovechó cualquier problema para atizar aún más contra el gobierno.
El papel de la iglesia católica
La iglesia católica española, casi en su totalidad, apoyó abiertamente el golpe de Estado militar de los sediciosos desde el primer momento, con la excepción del País Vasco. En el Ejército se integraron muchísimos capellanes: tomaron parte activa en la represión, la delación y las denuncias que acababan en pelotones de fusilamiento. La connivencia entre los jerarcas de la iglesia católica y el franquismo fue absoluta, fabricando el llamado «nacional-catolicismo», con un lema clarificador: «por el imperio hacia Dios».
La complicidad de la iglesia católica con Franco fue total. Un ejemplo: Franco solía leer las sentencias de muerte después de tomar café, acompañado de su asesor espiritual, el capellán José María Bulart. La complicidad también se hizo patente en los privilegios que Franco ofreció a la iglesia católica, a cambio de enaltecer al régimen fascista desde los púlpitos y altares. Se le aportó dinero, exenciones fiscales, estatutos independientes y el monopolio de la enseñanza primaria y secundaria (El monopolio de la Universidad fue para la Falange). Los privilegios de la iglesia supusieron apartar a 16.000 maestros de sus cargos (muchos fueron ejecutados). Un ejemplo de la «depuración» está en Don Antonio Machado, expulsado del cuerpo de catedráticos de secundaria. La venganza de la iglesia católica se puede constatar en cifras: en 1940 había 119 institutos de secundaria; en 1956 el número era el mismo. No se creó ni un sólo nuevo instituto. Durante ese periodo la natalidad aumentó considerablemente: el incremento de alumnos lo absorbió la iglesia en colegios e institutos privados, donde se imponía el ideario franquista con el lema de «la letra con sangre entra».
Tal y como John Lynch expone, la Iglesia católica ocupó todos los niveles del poder del Estado: «en órganos laborales, sociales, penales y legislativos a través de capellanes, sacerdotes, frailes, curas y monjas en cárceles y hospitales, de consiliarios en el sindicato único, y de obispos elegidos por Franco en las mismas cortes». Ese poder nunca decreció: gracias al franquismo, la iglesia católica española es hoy uno de los principales terratenientes del Estado, la segunda mayor propietaria inmobiliaria que existe en España, tan sólo por detrás del Ministerio de Defensa y por delante de la RENFE. La iglesia católica logró enriquecerse en años de hambruna intensa, años en los que, una vez más, la iglesia católica estuvo junto al poderoso y la opulencia contra los pobres y los marginados.
El Estado anterior a 1936 presentaba una fractura entre ricos y pobres, opresores y oprimidos, en una sociedad en la que el rico alimentó deliberadamente el odio contra el pobre, fabricando un desorden social generalizado para justificar una rebelión militar y arrebatarle el poder a la izquierda. En este contexto, la iglesia católica, junto con los sediciosos, era partidaria de sacrificar vidas (las del bando republicano) sobre la base de un valor mayor: el orden.
La Iglesia Católica fue muy activa en fabricar mentiras y ocultar verdades. El sacerdote Martín Patino, conocido teólogo católico y hombre de confianza del cardenal Tarancón, ha dicho recientemente que el franquismo estuvo «lleno de mentiras, y la Iglesia también comulgó con esas mentiras». La censura era practicada por curas y militares: se quemaron cientos de miles de libros.
El ámbito de acción no sólo llegó a todos los niveles del Estado, sino que también alcanzó las esferas de lo íntimo y lo privado. El entonces cardenal primado de Toledo, Pla y Deniel, se atrevió a fijar la longitud exacta que debían tener ciertas prendas femeninas, como faldas, escotes o las mangas de las camisas. Desde las altas jerarquías también se fomentó la idea de que la mujer debía quedar reducida a dos únicas funciones: la de ama de casa y la reproductora. Y se orquestaron los «Préstamos a la Nupcialidad» que obligaban a las mujeres a dejar sus puestos de trabajo y crear (como indicaba la propaganda) «familias fecundas para extender la raza por el mundo y crear y sostener imperios«. El sentido fascista que Franco tenía de la raza, le llevó a ordenar rodar una «película» con el título de «Raza», donde el dictador expone sus delirios nazis. No en vano, en 1940, Franco muy gustoso e ilusionado ofrece un buen número de arqueólogos a las investigaciones que el general nazi Himmler vino a efectuar en las islas Canarias: creía que las islas eran un resquicio de la perdida Atlántida, donde debían encontrarse restos de hombres puros, perfectos, sin contaminación genética, relacionados con la superior raza aria.
La iglesia católica comulgó complaciente con la esclavitud impuesta por el franquismo a cientos de miles de presos, que no sólo beneficiaron a incontables empresas privadas, con mano de obra abundante y gratuita, sino que también benefició a la propia Iglesia Católica con muchas construcciones de iglesias, conventos y monasterios. La complicidad de la iglesia con el esclavismo era tal que el mismo sistema de «Reducción de Penas por el Trabajo» fue ideado por el sacerdote jesuita José Antonio Pérez del Pulgar, personaje cercano a Franco que llegó a manifestar que no era partidario de ningún tipo de piedad. Suyas fueron las palabras: «no puede exigirse a la justicia social que haga tabla rasa de cuanto ha ocurrido». Buscaba venganza antes que redención, caridad o misericordia.
La actual Conferencia Episcopal Española ha dado suficientes muestras de que no desea ningún tipo de reconciliación, ni tampoco abrir un debate interno en su seno para reconocer el papel que tuvo durante la guerra civil. La Conferencia no ha apoyado las palabras de perdón de su anterior presidente, Ricardo Blázquez. Más bien le ha desautorizado. El portavoz de la conferencia Episcopal le respondía diciéndole que «la iglesia, en la Guerra Civil, fue sujeto paciente y víctima». Sin embargo «nuestra» Conferencia Episcopal nunca criticó, por ejemplo, la visita de Benedicto XVI a Auschwitz-Birkenau. Allí el Papa se preguntó: «¿Por qué, Señor, has permitido esto?».
La iglesia católica española aún no ha hecho examen de conciencia. Para la CEE en algunos casos sí es conveniente recordar, aunque no en otros. Véase la última megabeatificación de «mártires» de la guerra civil. Para la derecha, la memoria tampoco supone un problema si se circunscribe sólo a recordar a los Reyes Católicos, o el pasado imperial de Carlos V, o para arremeter contra los árabes por no haber pedido aún perdón a los españoles por la «ocupación» durante ocho siglos de Al-Ándalus. Pero tanto, la derecha como la iglesia católica coinciden en que otros tipos de memoria no son convenientes, porque creen que se reabren heridas, heridas que nunca han estado cerradas. Hay que hacer justicia a la dignidad de muchos demócratas para cerrarlas.
Para la CEE no es conveniente recordar cómo la iglesia amparó y apoyó un golpe de Estado y una dictadura a cambio de privilegios. Pretenden justificarse en la mentira del ambiente anticlerical existente antes de la guerra. Ese ambiente anticlerical fue consecuencia de su posicionamiento junto a los rebeldes. Así, lo demuestra el que la mayoría de los obispos españoles, excepto dos, firmaran una pastoral dirigida por el arzobispo de Toledo, Gomá, en la que califican la guerra civil como una «Cruzada Religiosa». Su actitud ante las ejecuciones y los asesinatos fue el silencio, la connivencia con los rebeldes. Y el apoyo no fue relativo o de una parte de la Iglesia, se reconoció desde las más altas instancias. El mismo Pío XII, un cripta-nazi, se desentendió de condenar la persecución de los judíos. Y antes, en abril de 1939, cuando ya la guerra terminó y se conocían todas las atrocidades producidas, en una carta pastoral ensalza la figura de Franco por «conducir a España por el seguro camino de su tradicional y católica grandeza». No obstante y para que no quedaran dudas de la buena sintonía entre el Papa y el dictador, Pío XII concede a Franco el gran collar de la Orden Suprema de Cristo a través del nuncio enviado a Madrid y en presencia del arzobispo de Toledo, Pla y Deniel.
Tal y como indica el historiador Julián Casanova, la iglesia española, casi en su totalidad, justificaba la violencia y las ejecuciones llevadas a cabo por los sediciosos, porque esa violencia «no se hace en servicio de la anarquía, sino en beneficio del orden, la patria y la religión», declaraba en agosto de 1936 el obispo de Zaragoza, momento en que aún no se conocía el alcance del anticlericalismo. Incluso se opuso a cualquier tipo de mediación o reconciliación, ya que «transigir con el liberalismo democrático (…) absolutamente marxista, sería traicionar a los mártires» (Noviembre 1938, Leopoldo Eijo Garay, dixit; obispo de la diócesis de Madrid-Alcalá). La derecha de hoy, en plena democracia y 70 años después, habla en los mismos términos para justificar sus radicalismos cuando acusa a los que no piensan como ella de «traicionar a los muertos», en este caso refiriéndose a las víctimas de ETA.
También son innumerables las denuncias en que, con posterioridad a la guerra civil, la iglesia participó. Las denuncias de sus sacerdotes acababan con las víctimas ante pelotones de fusilamiento, víctimas confesadas por sus propios delatores que bendecían los fusilamientos. Era la venganza de los que se decían ministros de Dios. La parte de la iglesia católica que no apoyó la rebelión, como la del País Vasco, fue reprimida con ejecuciones y fusilamiento de sacerdotes por órdenes de Franco (dentro del franquismo también hubo anticlericales, como la del falangista Ramiro Ledesma).
La Iglesia Católica española ha respondido a la Ley de Memoria Histórica con un proceso de beatificación de 498 españoles, declarados «mártires». Es evidente que tal número de beatificaciones es una exageración vaticana, una extravagancia al borde de la ridiculez. De la lista de «mártires» se han excluido aquellos que aun siendo religiosos, no estuvieron en el bando sedicioso.
Tal y como indica el teólogo Juan José Tamayo, si no se ha beatificado a otros religiosos asesinados, como Ignacio Ellacuría, Jon Sobrino o monseñor Oscar Romero, tampoco entraría hoy en esa lista el mismo Jesús, pues posiblemente se le acusara de agitador, anticlerical y rebelde con aspiraciones políticas. Piensa este teólogo que la mega-beatificación responde más a «motivaciones políticas que a actitudes evangélicas», porque no se entiende cómo se han excluido de la lista a los sacerdotes vascos que desaprobaron el golpe de Estado, y que fueron fusilados obedeciendo órdenes de Franco.
Algunas voces minoritarias católicas mantienen su dignidad cuando apoyan sin vacilaciones, como la «Asociación Católica Juan XXIII», la Ley de la Memoria Histórica.
Transición a la democracia
Muerto el dictador, la derecha «acepta» la nueva etapa que lleva a la democracia. Se impone un pacto velado de silencio, a cambio de no torcer de nuevo el camino a la democracia. Ese olvido no fue catárquico, purificador; pero de continuar el silencio sobre el genocidio franquista, se pasaría a consolidar una injusticia indecente. El olvido se ha institucionalizado hasta el punto de que recordar el pasado de «demócratas» como Manuel Fraga, paradójicamente puede ser síntoma de radicalismo.
Después de la transición política se han registrado hechos, impuestos «a la trágala». Queda claro que la izquierda no se ha curado de sus complejos. En 1987, por ejemplo, la antigua «Fiesta de la Raza», del 12 de octubre, aún con el nombre de «Fiesta de la Hispanidad» se sigue celebrando ese día, en lugar del 2 de mayo o el 6 de diciembre como se propuso desde muchas instancias y grupos políticos. Hechos como estos, de aparente poca importancia, evidencian la desconfianza hacia la derecha, incluso hoy. El diagnóstico de la situación se llama inmadurez democrática.
Es hora de decir que el franquismo no fue patriótico. El franquismo fue, como indica M. Richards, «la administración de la victoria». Y la victoria no era posible sin el recuerdo constante, que sirviera al mismo tiempo de exaltación de Franco y de amenaza permanente, para los vencidos.
No podemos pasar 40 años obligados a no olvidar la victoria de los golpistas (más que la victoria franquista, se celebra la derrota de la República), y ahora debamos dar la espalda a cientos de miles de personas perseguidas, represaliadas o asesinadas por defender el orden constitucional y democrático. No podemos admitir que durante la transición se aceptase aquello de «Ahora no procede la reparación de las víctimas», y que en la actualidad pasemos al «Ya es demasiado tarde». De no corregir esta deuda histórica, corremos el riesgo de que el futuro califique la situación de «manoseo de la historia» de muchos hombres, mujeres y niños. Sería condenarles de nuevo en un proceso mucho más vergonzoso: se les quitaría la voz desde la democracia por la que lucharon.
En la transición, el silencio fue el precio que los demócratas debieron pagar para evitar una posible nueva sublevación de las derechas. No es esta una idea disparatada: basta con recordar el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Se aceptaron situaciones vergonzosas, como que el Tribunal de Orden Público siguiese funcionando hasta 1977, hasta seis meses antes de celebrarse las primeras elecciones democráticas después de la guerra civil. En sus 14 años de existencia, el 60 % de las causas instruidas se resolvieron apresuradamente en sus tres últimos años, del 74 al 76. Era un intento desesperado de acelerar todos los procesos de la dictadura pendientes de resolver y abrir otros nuevos antes de la llegada de la democracia, para apartar a determinados izquierdistas y evitar represalias. Hay que desmitificar, por tanto, el espíritu de la transición del que habla la derecha.
La derecha hoy
¿Por qué es tan molesta la Ley de Memoria Histórica para la derecha española? ¿A quién puede molestar una Ley que sólo pretende restituir la dignidad, los nombres y las vidas prohibidas y olvidadas injustamente? ¿Por qué una Ley a la que se tilda de inútil se le hace una oposición tan frontal y activa? ¿Por qué molesta a la derecha, si dicen no ser herederos de la derecha franquista? ¿Por qué está bien recordar selectivamente?, ¿En qué se parece el PP a la derecha europea, cuando ésta no critica en absoluto que se recuerde y se tenga presente el horror del nazismo?
La derecha española no ha ocultado su malestar y sus recelos cuando se califica el franquismo como un régimen fascista, de exterminio. Son un ejemplo desgraciado las palabras del eurodiputado del Partido Popular, Mayor Oreja, cuando refiriéndose al franquismo dijo que no es razonable condenar «un régimen donde hubo mucha gente que lo vivió con extraordinaria placidez». Otros, como Pío Moa, el ex-terrorista del GRAPO, admirado «ideólogo» ultra, proclama orgullosamente «no condenar el franquismo» porque nos libró de gran cantidad de males.
Al Partido Popular no le sonrojan sus sospechosas contradicciones que únicamente ponen de manifiesto su doble moral. Es muy capaz de pedir la ilegalización de partidos políticos, como es el PCTV y últimamente ANV, por no condenar el terrorismo de ETA -fue el PP el que legalizó al PCTV cuando gobernaba- y negarse a condenar el franquismo y sus crímenes. La derecha se autoproclama demócrata, pero se opone a la Ley de Memoria Histórica que tiene como fin reparar la memoria de los demócratas que murieron por defender la Constitución y la Libertad.
Se ha discutido mucho sobre la utilidad y el sentido de la Ley de Memoria Histórica, pero casi nada sobre sus contenidos literales. Y sólo por los contenidos pueden juzgarse la utilidad o el sentido de la Ley, que pretende:
A.- Devolver la nacionalidad española a los descendientes de los exiliados.
B.- Facilitar la consulta de libros o documentos que contengan actas de defunción.
C.- Despolitizar el Valle de los Caídos.
D.- Localizar y dar sepultura a quienes no se encuentran localizados o en sepulturas individuales o familiares.
E.- Reconocer y habilitar a las víctimas en sus derechos y su dignidad.
F.- Declarar la ilegitimidad de los tribunales, jurados (…) constituidos para imponer condenas por motivos ideológicos.
Tiene, además, un objetivo explícito: que «nadie pueda sentirse legitimado , como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad» . Y dice con claridad que «no es tarea del legislador implantar una determinada memoria colectiva. Pero sí es su deber (…) reparar a las víctimas».
El revuelo levantado por la derecha con la aprobación de la Ley, obedece a una estrategia político-electoral y no a convicciones. Si no fuese así, mucho más revuelo debería haber creado la ley 5/79 de 18 de septiembre de 1979, elaborada por el gobierno de Suárez, hace ya 20 años, recién finiquitada la dictadura. En aquella ley se creaban pensiones, asistencia médico-farmacéutica y asistencia social para los familiares de los españoles fallecidos como consecuencia de la Guerra Civil.
Objetivo de la Memoria Histórica
Tal y como indica el historiador Julián Casanova, es radicalmente cierto que hay un claro desequilibrio de la memoria: mientras unos son olvidados en barrancos y cunetas, a otros se les entierra con honores; mientras a unos se les ha satanizado durante 40 años, a otros se les honra y se les beatifica en el Vaticano… para mayor cinismo, los promotores de este último hecho, solicitan simultáneamente que no se «remueva» la Historia; aunque impulsan la mayor beatificación de la historia de la iglesia católica. Y solicitan que la historia no se remueva, pero exigen la permanencia de todos los monumentos y símbolos franquistas, que glorifican el fascismo y el genocidio franquista contra los que lucharon por la libertad y la democracia. Es evidente que no quieren que se remueva el pasado de los verdugos, que no consideran conveniente remover lo que huele a culpa, complicidad y muerte.
La Ley de la Memoria Histórica intenta recuperar, en la medida de lo posible, la dignidad de los nombres de los olvidados, paso necesario para llegar a la reconciliación. Para eso se debe contar y asumir la verdad, las verdades. El paso aún está por darse: sería un tremendo error no darlo (un error no se elimina con otro error para tapar al primero, un clavo no se saca a martillazos).
Es un error creer, si es que alguien lo cree, que la reconciliación sólo se alcanzará con el olvido, el silencio o la indulgencia. La reconciliación se alcanza por la empatía, el reconocimiento y la asunción sin miedo de los roles. Es una verdadera prueba para comprobar, todos juntos, el sabor de la historia; para comprobar si de verdad nuestra democracia es madura y fuerte. Comprobarlo nos permitirá convivir, sin que nadie pretenda ser el guardián de la Historia.
Dice el poeta Marcos Ana en su libro «Decidme cómo es un Árbol» que «la recuperación de la Memoria Histórica, no es para pedir cuentas a nadie por las responsabilidades personales contraídas en el pasado, sino para situar la Historia en su lugar, arrancar del olvido a nuestras víctimas y cancelar de una vez por todas los procesos y condenas incoados por un régimen ilegal, impuesto por las armas frente a la legalidad republicana. Es decir, que se nos devuelva a los demócratas que luchamos por la libertad, y se haga de manera pública e institucional, el respeto y el reconocimiento que merecemos por nuestra lucha y sacrificio».
Es justo, ergo necesario
No hay nada que siendo justo sea innecesario, porque lo que se considera justo lleva implícito el mandato y la necesidad de impartirse. La Ley de Memoria Histórica aplica justicia y razón: la hacen necesaria. Se trata de una justicia para eliminar mentiras y propaganda, extendidas durante dos generaciones (40 años de dictadura) contra la España democrática, que sufrió el intento de exterminio y la represión más criminal.
Pero la justicia tampoco es sinónimo de «equidistancia» o imparcialidad. Y esto, porque a veces el que más y el que memos, todos intentamos aparecer como imparciales si nos vestimos de equidistancia, lo cual no deja de ser una artimaña demagógica para intentar convencer a todo el mundo. Pero en casos como estos, donde la realidad es radical y tozuda, esa demagogia más bien no deja satisfecho a nadie ni tampoco convence del todo a nadie. Y ello porque en hechos tan crudos y, como digo, tan radicales, no caben equidistancias o «medias tintas». Esto es sencillo de entender con esta pregunta: ¿podemos imaginar un Nüremberg equidistante, que diese satisfacción a nazis y aliados, que hiciese decisivo para su veredicto el «lado bueno» de los nazis? La misma pregunta explica y avergüenza.
La venganza puede matar al otro, enemigo o adversario; pero muchas de las veces también auto-destruye. El pasado no puede repararse, pero puede restablecerse… y si puede repararse la memoria de las personas que lucharon por la libertad y la democracia, la memoria de los que sufrieron la brutalidad del franquismo, ¿es venganza el reconocimiento del sufrimiento?
El olvido
Manuel Ortiz Heras dice que «el olvido no es lo contrario de la memoria, sino el antónimo de la verdad». Estaremos condenados a hablar constantemente del pasado si no se narra lo que realmente fue.
Mientras los soldados italianos que murieron apoyando a Franco tienen cementerios, incluso independientes; mientras en 1939 se concedían subvenciones a la Asociación de Familiares de los Mártires de Paracuellos, y los nombres de esos «mártires» figuraban en los rótulos de muchas calles y plazas; los derrotados tuvieron que literalmente esconder sus lutos, sin poder reclamar a sus maridos, esposas, hijos, hermanos o amigos que yacían muertos en barrancos o en fosas comunes.
El filósofo Walter Benjamin, perseguido por el nazismo alemán, indicaba que cuando lo que se busca es el exterminio, el exterminio no acaba con la eliminación física de los enemigos. El exterminio se produce cuando se logra el olvido absoluto de las víctimas. Así, dice que «El enemigo no descansa con la muerte de las víctimas, sino que se aferra para hacerlas invisibles». Uno de los principales estudiosos de Benjamin es el filósofo Reyes Mate, que coincide con Benjamin en que el crimen perfecto pasa por el olvido: «La memoria, dice, ni es añoranza, ni es asunto privado, ni es capaz de proporcionar conocimiento (…) Las víctimas son descatalogadas políticamente para que nadie las lamente. Otras veces, son los herederos de los vencedores los que se encargan de fijar una imagen de ignonimia de la víctima para que las generaciones futuras aplaudan la violencia de los abuelos y lo celebran con un gesto heroico» (El País- Opinión- 3.12.07).
¿Demasiado inoportuna?
En una cultura como la occidental, y especialmente en países como España, en el que es normal honrar a los muertos y a los antepasados, resulta chocante y sospechoso que una gran parte de la derecha española quiera negar cualquier reconocimiento a aquellos que dieron sus vidas defendiendo la libertad y la democracia. Esa porción ideológica pone pretextos peregrinos, nada convincentes. Uno de esos motivos que aducen es que ya no tiene sentido hablar de estas cosas o que ya es demasiado tarde. No es tarde si se trata de reparar a los mismos humillados que aún viven, o a sus mismos hijos y nietos, que desean tener una lápida o nicho al que acudir a llevar flores a sus familiares.
Cualquier psicólogo sabe que nuestro cerebro olvida inconscientemente diferentes traumas. Pero esos traumas acaban por enquistarse en el inconsciente hasta el punto de dirigir nuestras conductas y alterar nuestra voluntad, llegando incluso a enfermedades mentales o trastornos más o menos graves si no se saca a la luz, al nivel de la conciencia, el trauma.
La sociedad española tiene el riesgo de enfermar si no se saca a la luz el trauma de la guerra civil y dictadura franquista. De igual forma que el psicoanálisis es capaz de liberarnos de trastornos psicológicos, cuando se revelan datos, traumas o shocks encerrados en el olvido del inconsciente, que pueden estar dirigiendo o determinando la conducta sin la aprobación consciente del mismo sujeto; del mismo modo puede ocurrir que determinados olvidos, en el inconsciente social, pueden crear en el Estado «enfermedades» sociales que acaban determinando o minando la democracia y el Estado de Derecho. Por ello, debemos liberar al Estado de todo aquello que le hizo olvidar por la fuerza, sacando al nivel de la conciencia colectiva todo aquello que se condenó al olvido.
Dice Andrés Devesa (www.Kaosenlared.es 31-05-06) que «desenmascarar a los enemigos de ayer nos puede ayudar a desenmascarar a los de hoy, a reconocerlos como condición previa para combatirlos». Es decir, cualquier democracia práctica, solidaria y madura, tiene el derecho y el deber de reconocer a sus enemigos del pasado para reconocer a los del presente y los posibles del futuro. Y no puede haber esperanza en el futuro, si cuando éste llegue, no sabemos corregir los errores cometidos en el pasado. El futuro de aquel pasado ya está aquí. El presente sólo tiene un significado pleno, si lo fundamenta un pasado. Es la identidad de la sociedad la que está en juego. Nadie puede decir ser lo que es, si no es capaz de recordar nada de su vida, si no es capaz de recordarse su pasado. No hay identidad sin memoria.
Recordar no es un peligro: el peligro está en los que añoran aquel pasado, solapada o interesadamente. La Ley de la Memoria Histórica pretende despolitizar definitivamente los símbolos del pasado, utilizados para enterrar en el olvido a los vencidos y expulsarles de la historia.
¡Atrévete a saber!
Ignorar lo que realmente ocurrió ¿nos hace más sabios, más ignorantes, más humanos, o más cobardes? ¿Hubiera sido justo, por ejemplo, ocultar y condenar al desconocimiento todos los horrores del nazismo en el supuesto de que ese régimen no hubiera sido derrotado en 1945 y hubiera gobernado 40 años?, ¿El menor número de exterminados por Franco respecto al nazismo o ideologías similares hace mejor al franquismo que al nazismo?
La Ley de la Memoria Histórica condena un régimen que nunca buscó la reconciliación, que buscó la humillación y la vejación de los vencidos. Las derechas españolas, que se autoproclaman democráticas y tolerantes, tienen ahora la oportunidad histórica e irrepetible de acabar con las sospechas que les persiguen por sus posicionamientos; tienen la oportunidad de demostrar sus convicciones democráticas. Porque hoy tiene total vigencia la máxima kantiana de la Ilustración que proclamaba «¡Sapere Aude!» o «Atrévete a saber». La necesidad de saber, conocer y reconocer el pasado nos hace más humanos.