El discurso chovinista, autoritario, racista y belicoso que se ha expandido y consolidado con renovado énfasis tras el fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya, no es otra cosa que la expresión palmaria de los niveles en que nos han situado décadas de conservadurismo neoliberal. Es la impronta basada en el individualismo […]
El discurso chovinista, autoritario, racista y belicoso que se ha expandido y consolidado con renovado énfasis tras el fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya, no es otra cosa que la expresión palmaria de los niveles en que nos han situado décadas de conservadurismo neoliberal. Es la impronta basada en el individualismo y en los triunfos personales, representada de forma exagerada en el consumo y la propiedad privada como galardón y éxito sobre los otros, vistos éstos no sólo como permanentes adversarios sino como eventuales enemigos. El sálvese quien pueda, la ley de la selva y del más fuerte se ha impuesto en el día a día con tal extensión y densidad, que no somos capaces ni de reflexionar ni de vernos. Simplemente, actuamos.
En este proceso, que es de una regresión centenaria en cuanto a nuestros lazos sociales, Chile no sólo se ha petrificado, sino que se apoya en las ideas más extremas y distorsionadas de la ortodoxia capitalista, aquellas que lindan de forma directa y peligrosa con el fascismo. Desde aquí, y es lo que hallamos no solamente en el virtual anonimato de las redes sociales sino en los relatos públicos, estamos a un paso de la xenofobia, del racismo y el odio como rasgos inspiradores de nuestras políticas.
El clima desatado tras el fallo de La Haya, que ha legitimado todo tipo de falacias y abiertas mentiras mutadas en realidades con la ayuda de políticos, del empresariado, los poderes opacos y sus medios de comunicación, ha dejado salir la expresión cultural y social de la política binominal neoliberal. Aquella fusión espuria entre política y negocios ha derivado también en un discurso nacional artificial, introducido gota a gota cual consigna publicitaria. Décadas de propaganda de los beneficios del mercado, del éxito del modelo económico chileno han logrado, con gran efectividad, convertir nuestras miserias sociales y económicas en supuestas virtudes.
Los vicios internos de la política chilena se amplifican en el exterior. Las distorsiones propias de la transición se fusionan con el Estado y sus poderes, en un discurso que traspasa fronteras. Chile y sus gobernantes han impugnado sistemáticamente los foros regionales que apuntan a la integración latinoamericana, a la vez de criticar de manera permanente e intervenir en los procesos políticos democráticos de países como Bolivia o Venezuela. El apoyo desembozado de miembros de la Nueva Mayoría, por no mencionar a la ultraderecha, al golpista venezolano Leopoldo López o las críticas a los procesos internos de la política boliviana son sólo una muestra reciente de esta ideología oficial y transversal.
La política chilena se mueve y toca nuevos extremos. Esta defensa a ultranza del modelo seguido, junto con criticar y menospreciar los procesos sociales latinoamericanos se encierra en un patrón económico y político que ha generado los peores niveles de desigualdad del mundo y condiciones de calidad de vida regresivas. La salud y la educación privatizada o el oneroso y pésimo sistema de transporte urbano son sólo algunos aspectos de un modelo que prioriza el lucro y el falso decorado.
El chovinismo y el racismo se apoyan en un discurso oportunista, falsamente globalizador. Es un relato que surge de las relaciones comerciales de las grandes corporaciones y desprecia las relaciones entre los pueblos. El furibundo apoyo a la soberanía territorial chilena, que por oportunismo de algunos y la ignorancia de muchos no incluye el océano, las aguas, tierras y derechos humanos privatizados, es también un argumento para la certificación incondicional e inconsciente del neoliberalismo.
La política chilena está cooptada y pauteada por las grandes corporaciones. Y lo mismo ocurre con la política exterior, entregada también al intercambio comercial de bienes y servicios, a las exportaciones de recursos naturales controladas por los capitales globales y al dictado de las grandes potencias. En estas condiciones, cualquier relato que apunte a la crítica y transformación de este statu quo es distorsionado o eliminado. El rechazo a la demanda de Bolivia no es simplemente un asunto territorial ni un problema de Estado. Es también, y hoy principalmente, un rechazo a un modelo de desarrollo más democrático e inclusivo. Con este discurso, Chile aumenta su aislacionismo ante Latinoamérica, se consolida como enclave corporativo y cristaliza sus desigualdades. Una lamentable pérdida para todos.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 838, 9 de octubre, 2015