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Ni putas, ni princesas

Fuentes: Gara

Estos últimos días se está tratando con frecuencia el tema de la prostitución cuya regularización es ya inminente tanto en Euskal Herria como en otras partes del Estado español. Quisiera plantear un análisis muy diferenciado del que habla en favor de la regularización y que desemboca en una postura abolicionista, en ocasiones, mal entendida o […]

Estos últimos días se está tratando con frecuencia el tema de la prostitución cuya regularización es ya inminente tanto en Euskal Herria como en otras partes del Estado español. Quisiera plantear un análisis muy diferenciado del que habla en favor de la regularización y que desemboca en una postura abolicionista, en ocasiones, mal entendida o (interesadamente) mal planteada.

En primer lugar, me sorprende que la prostitución se analice como un hecho social aislado, que nada tiene que ver con los casos de violencia sexista que no dejan de multiplicarse, con el modelo de sexualidad imperante que nos venden a través de los medios de comunicación, con el capitalismo feroz en el que todo es susceptible de comercializarse y con la desigualdad, la opresión y la violencia que aún sufrimos las mujeres en esta sociedad. Aún no entiendo cómo se pueden pasar por alto todos estos factores al analizar una actividad tan paradigmática de la situación actual del colectivo de mujeres en esta sociedad. Es preocupante que se apele a la libertad sexual defendiendo una actividad en la que la mujer ejerce su sexualidad exclusivamente en función del hombre que es quien compra y quien decide.

Desde sus inicios, el feminismo ha identificado las relaciones de poder derivadas de la cultura masculina dominante que operan en todas las esferas de la vida y también en el plano sexual. Cuesta creer que la práctica sexual en la prostitución, condicionada por las demandas y la posición de poder absoluto del hombre, tengan algo que ver con la libertad sexual de la mujer que se prostituye. El análisis feminista queda muy lejos de la victimización o de la estigmatización, del moralismo y de los juicios de valor acerca de las mujeres que deciden ejercer la prostitución. Sin embargo, no es necesario hacer apología de la prostitución para criticar todas estas convenciones y prejuicios morales. Es más, queda claro que todo ello forma parte de un mismo esquema.

El matrimonio (un solo amo/comprador) y la prostitución (varios amos/compradores) son dos caras de la misma moneda. La puta y la esposa son figuras concebidas para sustentar un sistema basado en la desigualdad entre hombres y mujeres. No existen personas indignas, pero desgraciadamente en este sistema socioeconómico, sí existen las situaciones o actividades indignas que permiten la explotación económica de las personas. El caso no es tan diferente al de una trabajadora o un trabajador que firma un contrato precario. No vamos a cuestionar nunca qué le ha llevado a someterse a unas condiciones laborales degradantes, pero desde una postura anticapitalista, debemos cuestionar este sistema que se alimenta y promueve la explotación de las personas sin ningún tipo de límite. Y también debemos luchar para cambiarlo.

Me sorprende que en este debate se mencione tan pocas veces a los verdaderos beneficiarios de la prostitución organizada de mujeres, que abarca desde los proxenetas a la gran industria del sexo, que genera enormes beneficios a las empresas, dirigidas por hombres. ¿Por qué cuando se habla de prostitución se centra el debate en la «libertad sexual» y la «libre elección» y se omite la responsabilidad de las entidades y de los hombres que salen beneficiados de esta clase de explotación económica? El hecho de que todo se compre o se venda en esta sociedad, de que todas y todos tengamos que ganarnos la vida malvendiendo nuestra fuerza de trabajo o nuestro cuerpo, no justifica el asumirlo como una realidad inamovible contra la que nada se puede hacer.

Aunque siempre fundamentándonos en objetivos políticos concretos, para luchar es imprescindible creer en lo imposible. La prostitución siempre ha existido y siempre existirá, pero algunas de nosotras no estamos dispuestas a aceptar esta realidad que nos impone el sistema patriarcal. Resulta curioso ver a los partidos de izquierdas edulcorados como PSOE o IU defender la prostitución junto con otros partidos, igual de reformistas, como PNV, que son «progres», ecologistas o feministas, según lo requieran las circunstancias. A nivel personal, parece que lo políticamente correcto es defender la legalización para poder autodefinirse como persona «sexualmente liberada» y de izquierdas. Además, algunos intelectuales han creído necesario emprender una cruzada para salvar a las pros- titutas de las abolicionistas. En este tema, ¿dónde quedan las voces disidentes que propongan cambios radicales para atajar de raíz la desigualdad y la violencia contra las mujeres?

Los derechos de las prostitutas no están reñidos con una lucha legítima encaminada a criminalizar a los compra- dores de servicios sexuales y a todos aquellos que se benefician de la explotación económica y sexual de las mujeres. No somos ni putas, ni princesas, sino supervivientes en un sistema cada vez más inhumano que se ha sabido dotar de un discurso humano y reformista para acallar cualquier lucha en favor de algo mejor. –