Llegaron a la 1 de la tarde del 4 de mayo de 1998. Entraron en volquetas, camiones y camionetas lujosas. Iban acompañados de los que se decían legales. Eran casi 200 hombres, «pero en un caserío tan pequeño como Puerto Alvira parecían mil», cuenta Carmen*, una campesina de la zona. Le disparaban al que se […]
Llegaron a la 1 de la tarde del 4 de mayo de 1998. Entraron en volquetas, camiones y camionetas lujosas. Iban acompañados de los que se decían legales. Eran casi 200 hombres, «pero en un caserío tan pequeño como Puerto Alvira parecían mil», cuenta Carmen*, una campesina de la zona. Le disparaban al que se les atravesara por el camino y al que quedara medio vivo le pasaban las llantas de las volquetas por la cabeza para rematarlo. Algunos estaban de botas y camuflado; otros estaban de civil, pero encapuchados. Entraron gritando, dando órdenes, escupiéndole en la cara y disparándole a los pies al que se atreviera a mirarlos a los ojos. Sacaron a la gente de sus casas. La llevaron a la pista de aterrizaje de las avionetas y a la cancha de fútbol. Allí la organizaron en filas. Hicieron formar hasta a los bebés. Sacaron una lista. «Las siguientes personas, un paso al frente». Gritaron los nombres y los apellidos de 29 campesinos. A esos 29 los amarraron. A unos los degollaron y a los demás los llevaron al pie del puerto, donde estaban los surtidores de gasolina. Le dispararon a uno de los tanques. La gasolina se derramó sobre las víctimas, que estaban heridas pero vivas. Les prendieron fuego. Sus cuerpos ardieron toda la tarde. «Los finados quedaron pequeñitos de lo chamuscados y oliendo a un olor que a uno no se le borra jamás», dice Carmen, quien sobrevivió y lo vio todo. «Lo que los paramilitares hicieron en Mapiripán en cinco días, aquí, en Puerto Alvira, lo hicieron en cinco horas», cuenta.
La ruta del terror
La masacre de Puerto Alvira, un caserío ubicado en el suroriente de Meta, a orillas del río Guaviare, fue una de las matanzas que paramilitares perpetraron en un recorrido del terror que inició diez meses atrás en el casco urbano de Mapiripán y que se extendió por varias veredas, inspecciones y caseríos.
«Las comunidades de estos pueblos soportaron todas las crueldades posibles. Fueron prácticamente exterminadas. En algunos lugares no quedaron sino las ruinas de las casas incendiadas, pero sus historias de dolor quedaron eclipsadas por la masacre de Mapiripán de julio de 1997, que solo fue un capítulo de la política de exterminio que vivimos en el sur de Meta», dice Juan, defensor de derechos humanos.
En una travesía de varios días, un equipo de la Comisión de la Verdad recorrió las trochas y las sabanas que a finales de los noventa se convirtieron en rutas de dolor y muerte y que, desde entonces, han sido escenario de masacres, torturas, asesinatos selectivos, despojos de tierras, desplazamientos y desapariciones forzadas.
La Comisión estuvo en Mapiripán y en otros cuatro caseríos de la zona, donde escuchó los relatos de algunos de los pobladores que decidieron regresar a sus casas después de años de destierro. Aún parecen pueblos fantasmas: casas abandonadas, techos pudriéndose, escuelas y centros de salud en ruinas, paredes perforadas por balas, calles y patios destruidos por bombas y cilindros, locales ahogados en maleza. Y en esa desolación, 10 o 20 familias que volvieron, sin ninguna garantía, para reclamar las tierras que les quitaron cuando los obligaron a irse.
No somos ‘efectos colaterales’
«Al país le contaron por televisión que vinieron a matarnos por guerrilleros, por raspachines y por cocaleros; le dijeron que merecíamos morir, que éramos una plaga. Así justificaron la muerte de mucha gente inocente. Lo que a nadie le han contado es que ni una pizca del horror que vivimos fue chiripa; que cada tortura y cada masacre tenían un propósito concreto: sacarnos de nuestras tierras para dárselas a otros», dice Francisco, un líder comunal de la región.
«Si de algo sirve desenterrar la verdad -anota Francisco- es para que la gente entienda que en este conflicto nada ha sido casualidad y que ni un solo campesino torturado, desaparecido o asesinado fue un «efecto colateral», anota el líder.
No fueron casualidad los asesinatos de 50 campesinos en el matadero municipal de Mapiripán, donde los torturaron, los castraron y los degollaron para luego botarlos al río Guaviare. Tampoco lo fue la primera matanza de la inspección de La Cooperativa, que fue simultánea a la de Mapiripán. «No les bastó con matarlos. También los despedazaron y les dieron de comer a los perros los cuerpos desmembrados de sus víctimas», dice una sobreviviente de ese caserío.
- No fueron ‘efectos colaterales’ las personas que murieron en la masacre de Puerto Siare -las botaron en canecas y en lonas con arena para incinerarlas-, ni lo fueron los campesinos sobrevivientes a los que los obligaron a cargar los cadáveres de sus propios vecinos para botarlos, con el estómago lleno de piedras, en el río Meta.
No fueron casualidad las masacres de Tillavá, del Mielón, del Pororio, de Guacamayas y del Rincón del Indio, a donde los masacradores llegaban, mataban, se iban y volvían para seguir matando. No quemaron todas las casas del Anzuelo porque sí, ni cerraron por azar las trochas que conectaban todas las veredas con el centro poblado de Mapiripán. «Andar por cualquier camino era una pena de muerte. Hubo una época en la que ningún civil podía entrar al casco urbano y las remesas solo llegaban, por río, desde Venezuela», cuenta un campesino de la región.
No fue casualidad que hayan tomado el control casi absoluto del Danubio, Santa Helena, San Antonio, El Alto del Águila, Merecure y otras veredas para fundar grandes haciendas. «O me firma la escritura de la finca o lo mato», «me dice dónde está el enemigo o lo pico a pedazos», «se largan a otra parte o se van para la fosa», les decían.
Lo lograron. Aterrorizaron a las comunidades. Los que no murieron, huyeron. Vaciaron veredas y caseríos. Despojaron fincas campesinas enteras. Se quedaron con buena parte de las tierras de los indígenas y, al final, a esas tierras les aparecieron nuevos dueños.
Tenemos muchas preguntas
«Veinte años después del horror -dice Francisco-, estas tierras, vaciadas de comunidades, están forradas en palma. Hace poco llegaron unos señores a explorarlas. Dicen que todo el tiempo vivimos encima de miles de pozos de petróleo y que no nos dimos cuenta. En los periódicos anuncian que esta tierra es apta para grandes industrias, que en buena parte de Mapiripán se ‘consolidará’ el futuro agroindustrial y petrolero de Colombia».
«Vivir de suposiciones cansa -señala Francisco-. Los sobrevivientes solo queremos la verdad y tenemos muchas preguntas: ¿Qué tiene ver lo que nos pasó hace 20 años con lo que nos pasa ahora? ¿A quién le reclamamos las tierras que nos quitaron? ¿Para consolidar qué cosas nos querían tan lejos, tan asustados, tan desaparecidos, tan muertos?»
Fuente original: https://prensarural.org/spip/spip.php?article24318