En Colombia no se vive, se sobrevive. Nacer en uno de los países más desiguales del mundo, que además es campeón mundial en desplazamiento forzoso interno, es estar condenado al horror. Por si eso fuese poco, los militares, que se supone debían cuidar a la población, son los perpetradores de las masacres más horrendas. El […]
En Colombia no se vive, se sobrevive. Nacer en uno de los países más desiguales del mundo, que además es campeón mundial en desplazamiento forzoso interno, es estar condenado al horror. Por si eso fuese poco, los militares, que se supone debían cuidar a la población, son los perpetradores de las masacres más horrendas.
El martes pasado, gracias a la labor del senador Roy Barreras, se conoció que el Ejército Nacional de Colombia despedazó en un bombardeo a ocho niños y los ocultó como guerrilleros caídos. Los niños solo cometieron el terrible «delito» de vivir en esta patria que no se cansa de matar a los suyos. Nacieron y la violencia los recibió. La guerrilla los reclutó, el Estado los hizo enemigos y los descuartizó con bombas. Malditos sean los militares que dejaron caer esa bomba. Malditos porque, como lo señaló Simón Bolívar: «Maldito sea el soldado que apunta su arma contra su pueblo».
Estos niños pertenecían a las familias más jodidas de la nación. Esos niños tienen nombre y su memoria debe conocerse, para reafirmar que esa primera frase del Himno del Ejército Nacional de Colombia ya no se cumple. «Gloria al soldado y que su fama corra», reza el Himno, pero lo menos que tienen estos perpetradores del terror es justamente la gloria. Los soldados colombianos que matan niños colombianos solo merecen que su fama repugnante corra por todo el país, que se sepa que fueron las armas del Estado las que despedazaron a ocho niñas y niños de nuestra patria.
El dolor fue sentido por la Colombia solidaria, no por la indolente que votó para hacer trizas la paz y auspició el regreso de las ejecuciones extrajudiciales mal llamadas «falsos positivos», que ahora, en su macabra nueva versión, se ejecutan con bombas. Hay que hacer aquí un alto y reflexionar, pues si mi voto sirvió para elegir a Iván Duque como presidente, mi voto ayudó a que Guillermo Botero llegara al Ministerio de Defensa y mi voto ayudó para que el ministro saliente encubriera una masacre; es decir, mi voto por Duque ayudó a perpetrar y encubrir un bombardeo contra ocho niños.
Frente a las acusaciones y el peso probatorio que presentó el senador Barreras, Guillermo Botero salió a defenderse y superó todos los niveles de mezquindad. Representante de la maquiavélica línea del uribismo, habló de robo de celulares, dijo que «vamos por buen camino» e intentó asociar a los niños desmembrados con armamento perteneciente a ese minúsculo grupo de disidentes exFarc. De inmediato, recordé aquella históricamente dolorosa frase de Álvaro Uribe al referirse a los jóvenes de Soacha masacrados por su afán guerrerista de contar cadáveres como fórmula para ganar la guerra. Uribe dijo en 2008: «Los jóvenes desaparecidos de Soacha fueron dados de baja en combate, no fueron a recoger café, iban con propósitos delincuenciales».
Y esta intención comunicativa fue la misma de los dos ministros que hablaron el martes en el Congreso, el directamente implicado, Guillermo Botero, y la ministra del Interior, Nancy Patricia Gutiérrez Castañeda. Los dos están bien educados en el arte de la manipulación a través del discurso, los dos son abogados, él de la Universidad de los Andes y ella de la Universidad del Rosario, por lo que queda claro que el problema aquí no es de educación, porque ambos se graduaron de instituciones prestigiosas, pero obtener un título universitario no me hace necesariamente solidario con el dolor de las víctimas. La solidaridad con el más golpeado extrañamente se aprende en las aulas.
Por lo anterior, ambos intentaron desviar la atención. La ministra, teniendo el tema de la masacre de los ocho niños aun con la herida sangrante en el clamor nacional, habló sandeces sobre misiles de Maduro y Diosdado Cabello apuntando a Colombia. Definitivamente nos toman por imbéciles y lo peor de todo es que ellos están ahí por nuestros votos. Y son ellos los que intentan asociar a los niños desmembrados por un bombazo del Ejército Nacional de Colombia con armas, presentarlos como subversivos, justificar los hechos y lavar su imagen ante la opinión pública y la comunidad internacional.
Esa usanza es vieja, ministra y exministro, la usaron todas las dictaduras en este cono sur del continente. La usaron en Chile, en Argentina, en Paraguay, en Bolivia, en Perú y en Uruguay. Ahí, si querían justificar un infanticidio perpetrado por los propios soldados de esas patrias, categorizaban a los niños, ¡a los niños!, como peligrosos extremistas o terroristas. Un niño colombiano, miserables, no es un terrorista, es un niño que ya tiene una carga muy pesada por nacer en esta patria. Pero no pasarán sus imaginarios ruines, no se lo permitiremos, sé que hay una gran parte de Colombia, la que eligió a Duque, que no comprende que esos niños, antes que cualquier adjetivo, son víctimas de un Estado que jamás reconoció su existencia y que los masacró. Sé que el trabajo es arduo para que se comprenda que ningún niño nace guerrillero, paramilitar, policía o soldado; es el abandono del Estado y la violencia la que los obliga a gatear dentro del fuego cruzado, a soltar el chupo y agarrar el fusil.
Así que no nos convencerán; cada día somos más los que no les comemos sus cuentos embusteros; ustedes llevan sangre de niños inocentes en sus palabras y los soldados llevan esa sangre en sus propias manos. Confío en que el pueblo colombiano levante su puño de protesta al sentir el dolor ajeno como propio; me niego a creer que somos mayoritariamente indolentes. Me niego a creer que nos deben bombardear la familia y despedazar a nuestros propios hijos para ahí sí manifestarnos frente al terror que propaga el Ejército Nacional de Colombia.
Ministros y soldados: cada vez leemos más y pronto despertaremos y ratificaremos ese despertar en las urnas, pero mientras eso pasa, les dejo esta lectura breve de Eduardo Galeano, para que se enteren que sus palabras mezquinas ya no convencen a nadie, pues la lectura nos tiene vacunados contra sus plagas discursivas:
«La peligrosa
En noviembre de 1976, la dictadura militar argentina acribilló la casa de Clara Anahí Mariani y asesinó a sus padres.
De ella, nunca más se supo, aunque desde entonces figura en la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, en la sección reservada a los delincuentes subversivos.
Su ficha dice:
Extremista.
Ella tenía tres meses de edad cuando fue catalogada así».
@faroukcaballero
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