Todos los 26 de junio, desde el año 1997, se celebra el día internacional en apoyo a las víctimas de tortura. Aunque no me declaro muy fan de este tipo de conmemoraciones, he de reconocer que, en este caso, es una buena disculpa para recordar que la tortura existe, que no es cosa del pasado y que, pese a su prohibición absoluta, muchas veces se camufla en formas más o menos sutiles reguladas por los estados.
En este caso, me refiero al aislamiento prolongado al que se somete a miles de personas presas en las cárceles de todo el mundo en los regímenes de máxima seguridad. Lo conocemos un poco más por las series norteamericanas de televisión, pero es una realidad presente en muchos de nuestros países. En el Estado español se llama primer grado y FIES; en Italia, Alta Sicurezza y art. 41-bis; en Brasil, Régimen Disciplinario Diferenciado (RDD); en México y Chile, Máxima Seguridad.
Esta forma estricta de cumplir la condena conlleva un intenso régimen de control y vigilancia que supone el encierro en pequeñas celdas individuales sin actividades, con la privación de estímulos y de contacto humano y con pocas horas de salida de la celda (en el mejor de los casos). Esto es, la prisión dentro de la prisión, que decía Gresham Sykes.
Los organismos internacionales de derechos humanos han determinado que el aislamiento prolongado, es decir, pasar 22 horas de encierro solitario en una celda durante más de 15 días consecutivos, tiene unos efectos irreversibles para la salud y debería prohibirse. Es más, supone un trato cruel, inhumano y degradante que puede constituir tortura.
Las consecuencias del aislamiento van desde severas secuelas físicas como pérdida de visión, migrañas, fatiga, problemas gastrointestinales, palpitaciones, dolores de las articulaciones, debilidad y agravamiento de los problemas de salud persistentes, a graves efectos psicológicos agudos como angustia, depresión, cólera, problemas cognitivos, paranoia, automutilación o psicosis y suicidio.
No por nada cuando nacieron las prisiones estadounidenses, a finales del siglo XVIII, el modelo que se aplicaba en el estado de Philadelphia, de aislamiento celular estricto, no duró mucho tiempo. Entre otras cuestiones, porque no reducía la criminalidad y en cambio producía unas efectos gravísimos en las personas reclusas: suicidios, locura y enfermedades. De hecho, en la actualidad, el aislamiento penitenciario es uno de los factores que inciden en las altas tasas de suicidios y autolesiones en las cárceles, por lo que debería abolirse.
Para denunciar esta práctica en las cárceles chilenas y visibilizar esta realidad, el Observatorio de Violencia Institucional en Chile (OVIC) -del que formo parte- acaba de hacer pública una investigación con datos recabados durante el 2021: “El aislamiento prolongado: la ilegalidad del régimen especial en las cárceles chilenas”1.
Una de las primeras cosas que resalta el informe es la dificultad de recabar datos, debido a las trabas y opacidad de la administración penitenciaria. En Chile, además, la práctica penitenciaria no está amparada por ninguna ley, ya que no existe una Ley de Ejecución de Penas, sólo reglamentos y resoluciones administrativas y tampoco existen jueces específicos de vigilancia penitenciaria, lo que deja a la administración penitenciaria con un amplísimo margen de actuación.
Aun así, y pese a esta gran limitación, en este informe se analizan distintos aspectos de la realidad del aislamiento prolongado en las Secciones de Máxima Seguridad del país, como la edad de las personas allí recluidas, la duración del mismo, la calidad procesal, la falta de actividades y la discapacidad psicosocial de las personas sometidas este severo régimen. En todos los aspectos analizados, se vulneran los estándares internacionales en la materia y sitúa al confinamiento solitario como una clara violación a los derechos humanos.
El estudio desvela que había más de 240 personas sufriendo esta estricta situación en el periodo analizado, algunas de las cuales llevaban casi cinco años de rigurosas restricciones. Entre otras limitaciones no existen actividades, muchas veces se quedan días sin ver los rayos del sol o recibir el viento en la cara. En algunos casos se reporta que la luz de celdas está encendida durante las 24 horas del día, presencia de insectos, ausencia de agua, largos períodos de ayuno además de hostigamiento por parte de los gendarmes.
La pesquisa pone de relieve también que un número importante de las personas en aislamiento prolongado tiene alguna patología o discapacidad psicosocial y que no son visitadas diariamente por un médico (como lo requieren lo estándares), lo que provoca que su salud mental se deteriore aún más. Sobre este aspecto, el Relator Especial contra la Tortura de las Naciones Unidas, ha determinado que toda imposición de confinamiento solitario, cualquiera que sea su duración, a personas que sufren enfermedades mentales, constituye un trato cruel, inhumano o degradante.
Finaliza la investigación con el estudio de caso de un recluso chileno de 64 años, sometido a confinamiento solitario desde que entró a la cárcel el 20 de agosto del 2019. Informes del Departamento de Derechos Humanos del Colegio Médico de Chile y del Instituto de Derechos Humanos de Chile, indican que la situación en la que se encuentra son muy consistentes y concordantes con las definiciones internacionales de tortura y tratos crueles, inhumanos y degradantes. Pese a todo ello, él continúa en esa rigurosa situación.
Esperemos que este informe sirva para poner la atención sobre una realidad de las cárceles que pasa desapercibida entre las muchas otras violaciones a los derechos humanos y ayude, de alguna manera, a acabar con la ilegalidad y la tortura que supone este régimen.
1 https://ovic.cl y https://www.facebook.com/chileOVIC
Alicia Alonso Merino es abogada experta en sistema penitenciario, género y derechos humanos. Doctora en Derecho por la Universidad de Buenos Aires (Argentina). Investigadora del Observatorio de Violencia Institucional en Chile (OVIC).
Fuente: https://desinformemonos.org/no-a-la-tortura-por-el-fin-del-aislamiento-penitenciario/