El autor nos reflexiona desde un análisis feminista sobre la relación entre el acto de consentimiento y la cultura machista y patriarcal.
Es posible que muchos hombres «tengan dificultades» para ver la diferencia entre violencia sexual y relación sexual, pues para ellos sólo cuenta su voluntad, pero una sociedad democrática necesita establecer los límites de manera nítida para evitar las interpretaciones personales y las justificaciones sociales que existen alrededor de estas conductas criminales, las cuales siempre tienden a responsabilizar a las víctimas, como hemos visto durante el juicio y tras la sentencia de «la manada» en diversos foros, redes sociales, y hasta por parte de un profesor de la Universidad de Santiago de Compostela.
Por eso sorprende la reacción de grandes juristas al mostrar su desconcierto ante la propuesta de reducir el margen de interpretación de los hechos en los casos de violencia sexual, sobre todo si se tiene en cuenta que dicha valoración se hace desde una subjetividad impuesta por una cultura machista llena de mitos y estereotipos que minimizan el significado, gravedad y consecuencias de la violencia sexual. En lugar de desconcierto podrían unirse a la necesidad de avanzar en ese sentido para evitar que unos hechos como los que se dieron por probados en la sentencia de «la manada» sean considerados como «abusos sexuales», o que drogar a una mujer para luego mantener relaciones sexuales con ella también se considere como algo menor y, por tanto, como «abuso», y no como agresión sexual.
Y resulta sorprendente ese revuelo generado sobre la necesidad de conseguir el consentimiento y evitar que «la duda beneficie al agresor», cuando en otros ámbitos sí se vela para que conste el consentimiento, e incluso que se haga por escrito. Un ejemplo lo tenemos en la sanidad.
Un paciente tiene un problema de salud que requiere una intervención quirúrgica, se le informa en ese sentido y se le comunica que tiene que operarse. El paciente acepta el tratamiento, pasa una serie de revisiones, acude la fecha prevista a realizarse las pruebas del preoperatorio, y el día fijado se presenta en el hospital en ayunas, tal y como se le pidió, para someterse a la operación. El enfermo es trasladado a planta, se le da una habitación, allí se cambia y se viste con una pequeña bata para facilitar la exposición del campo quirúrgico, y poco después es trasladado en una camilla al quirófano. Al llegar saluda al equipo médico-sanitario y tras un breve intercambio de comentarios sobre la actualidad del día y su estado de salud, es anestesiado para iniciar la intervención.
Todo el proceso está lleno de decisiones voluntarias y conscientes que confirman la voluntad y el «pacto consentido» entre el equipo médico y el paciente para someterse a la operación, pero si no consta el consentimiento por escrito, desde el punto de vista jurídico el acto no es válido y el equipo médico incurre en un delito. No bastan las suposiciones ni las deducciones a pesar de que todo va en beneficio del paciente, el consentimiento ha de ser objetivo.
Salvando todas las distancias, y sin que la propuesta sobre la nueva regulación de la violencia sexual exija un consentimiento por escrito ni nada parecido, como pronto han comentado algunas voces para ridiculizar el planteamiento y desviar la atención sobre el problema de fondo, lo único que se plantea es evitar que sea el agresor quien decida «cuál es la voluntad de la víctima», pues lo curioso, y lo terrible, de todo este debate es que se sustenta sobre dos ideas básicas:
- La primera es que las mujeres denuncian falsamente a los hombres en violencia de género, bien sea dentro de la relación de pareja o como parte de las relaciones sexuales.
- La segunda, que los hombres siempre mantienen un buen criterio y que sus decisiones son racionales y coherentes con la situación que viven.
Nadie pone en duda la decisión del hombre a pesar de que el 99% de las violaciones son cometidas por hombres (US Bureau of Justice Statistics, 1999), y en cambio sí se duda de la intención que puedan tener las mujeres y se habla de denuncias falsas, aunque en realidad sólo se denuncia un 15-20% de los casos (Walby y Allen, 2004)
La respuesta que tenemos ahora es inadecuada, y entre otras cosas se demuestra en la desconfianza de las mujeres en el sistema reflejada en ese bajo número de denuncias, y en lo «confiados» que se muestran los agresores con ese mismo sistema cuando se comprueba que sólo se condena al 1% (British Crime Report, 2008), y cuando vemos cómo las violaciones en grupo han aumentado a raíz del caso de «la manada», incluso con un grupo autodenominándose «la nueva manada».
La OMS define la violencia como «el uso deliberado de la fuerza física o el poder, ya sea en grado de amenaza o efectivo, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones». Por lo tanto, la violencia sexual también es el resultado del uso del poder para llevar a cabo la conducta, no sólo el empleo de la fuerza física y la intimidación explícita. Entender que la violencia va más allá del uso de la fuerza física es algo que no se duda en otros contextos, como el juez Llarena ha hecho para justificar el delito de rebelión al recoger que hubo «demostración de fuerza y disposición a usarla».
Cuando interesa todo está muy claro. Por lo tanto «no es no» y, en consecuencia, «no es tampoco» mientras no sea sí.
Así de fácil, así de sencillo… No creo que los hombres, tan listos y racionales como para pedir en el Europarlamento por boca del eurodiputado polaco, Janusz Korwin Mikke, cobrar más que las mujeres por su mayor inteligencia, tengan dificultad para entenderlo.
Fuente: https://miguelorenteautopsia.wordpress.com/2018/07/11/no-es-tampoco/