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No precisamente la justicia en la que usted pensaba, Majestad

Fuentes: The Independent

Parece ser que la reina de Inglaterra estaba interesada en que se extraditara a Abu Hamza. Tal vez cambie de opinión cuando se entere de los casos de Khalid al-Fawwaz y Adel Abdul Bary. Traducido para Rebelión por Ricardo García Pérez.

Jamás tomaron el té. La monarca constitucional de dieciséis estados soberanos y el hombre del garfio nunca tomaron el té juntos. Ella nunca le elogió por sus obras de caridad, ni le preguntó si había tenido que viajar muy lejos. Pero la reina de Inglaterra no necesitaba tomar el té con Abu Hamza para saber a qué se dedicaba.

Sabía, por ejemplo, que este hombre que entró en Gran Bretaña con un visado de estudiante, trabajó durante cierto tiempo como gorila de un club de strip-tease y pensó que el Reino Unido era «un paraíso en el que se podía hacer lo que uno quisiera», encontró modos de asegurarse de hacerlo. Sabía que encontró el modo de no pagar el alojamiento que le cobijaba a él o a los ocho hijos que tuvo con dos esposas. Sabía que encontró el modo de no pagar la comida, los juguetes o la ropa. Sabía que tenía una casa muy grande que le pagaban los contribuyentes y que recibía infinidad de tratamientos médicos costeados por los contribuyentes y que tenía un montón de facturas pagadas por los contribuyentes. Y sabía que decía en sus sermones que quería que se murieran los contribuyentes.

Sabía todo esto y no le gustaba. Como la reina se lo ha contado al corresponsal de seguridad de la BBC, quien a su vez se lo refirió al programa «Today», ahora nosotros sabemos que le dijo al Ministro del Interior que aquello no le gustaba. Según cuenta el corresponsal de seguridad que dijo, ¿por qué andaba suelto todavía Hamza? Según afirmaba ella, Hamza llamaba a Gran Bretaña «retrete». La reina decía que no cabía duda de que debía de haber quebrantado unas cuantas leyes.

La reina debió de haberse sentido complacida cuando en el año 2004 fue detenido finalmente por actos de terrorismo. Debió de alegrarse de que se le declarara culpable de seis cargos de «incitación al asesinato», de cuatro cargos de «despertar el odio racial» y de un cargo por poseer «una enciclopedia terrorista», así como de que fuera condenado a siete años de cárcel. Debió de haber pensado que siete años no eran tanto para un hombre que intentaba que otras personas mataran a terceros y que al final el hombre tenía que estar en chirona. Y ahora debe de estar muy satisfecha. Debe de estar muy satisfecha de que después de infinitas batallas con los tribunales europeos y de millones de libras dedicados a costas legales, sea muy probable que Abu Hamza pase el resto de su vida en una prisión estadounidense.

Él no quería. Abu Hamza consumió mucho dinero de los contribuyentes para explicar por qué no quería. Le preocupaba, según decía él o hizo decir a sus abogados, que la cárcel estadounidense no fuera agradable. Le preocupaba que pudiera estar aislado y que no disfrutara de las instalaciones especiales de que disponía en Inglaterra para ayudarse con el garfio.

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos también estaba preocupado. Hace dos años informó a los tribunales británicos de que, debido a la situación de los «derechos humanos» allí, no podía ser enviado a Estados Unidos para hacer frente a las acusaciones de que colaboraba con Al Qaida y había instalado un campo de entrenamiento de terroristas. Decía que no estaba seguro de que allí «recibiera un trato humano». Pero ahora se ha decidido que sí lo va a recibir. Se ha decidido que lo más probable es que sea adecuada la prisión a la que se le envíe si se le condena, a la que se califica de «súpermáx» (no por «soberbia»). Según afirma, las instalaciones y servicios, que comprenden televisión, radio, prensa, libros y llamadas telefónicas, son mejores de lo que suelen serlo en Europa.

Así que se marcha. Dentro de una o dos semanas se marcha. Abu Hamza se marcha para averiguar si Estados Unidos es, además, un «paraíso». Se marcha. La reina de Inglaterra está feliz. La mayoría de nosotros estamos felices. Nos alegra que un hombre atroz deje de incordiarnos a nosotros, a nuestro sistema judicial, a nuestras vidas. Nos alegra que esté lejos de nuestros impuestos y de nuestras mezquitas. Y nos alegra haber plantado cara a un hombre atroz y haberlo hecho bastante bien. Nos aguantamos nuestros principios, como el que nos impide enviar a otras personas a países donde pueden ser condenados a la pena de muerte, o donde se puedan utilizar pruebas extraídas mediante tortura, aun cuando se nos atraganten. Nos aguantamos nuestras leyes y le mandamos a la cárcel y enseguida lo meteremos en un avión. Estamos contentos. Tres hurras.

Pero hay otros cuatro hombres que también serán enviados a Estados Unidos. A Khalid al-Fawwaz y Adel Abdul Bary se les busca por su relación con bombas de Al Qaida. Según afirman los fiscales estadounidenses, colaboraban en la gestión de su sede en Londres en 1998, cuando Al Qaida puso bombas en las embajadas estadounidenses de Kenia y Tanzania. A Babar Ahmad y Syed Talha Ahsan se les busca por su relación con páginas web de yihadistas. Fawwaz fue detenido en 1998. Bary fue detenido en 1999. Ahmad fue detenido en 2004. Ahsan fue detenido en 2006. Los cuatro están detenidos desde entonces a la espera de ser acusados formalmente y juzgados.

Cuando la reina de Inglaterra contempla estos cuatro casos tal vez piensa que no son tan fabulosos. Quizá haya oído, por ejemplo, cómo fue detenido Babar Ahmad. Quizá se haya enterado de que tenía 73 heridas cuando llegó a la comisaría de policía de Paddington Green, y de que la fiscalía de la corona dijo que había «insuficiencia de pruebas» para acusar a los agentes de la policía, pero también de que finalmente fue indemnizado con 60.000 libras esterlinas en el Tribunal Supremo. Tal vez la reina de Inglaterra piense que seis años en prisión eran bastante tiempo para no estar acusado de nada, pero que catorce años sin estar acusado eran casi una broma.

Debió de pensar que era un poco raro que la fiscalía de la corona pareciera no reparar en que había suficientes pruebas para acusar a Babar Ahmad cuando los fiscales estadounidenses sí lo hacían. Debió de haber leído la acusación que se formuló en Connecticut, donde se encontraba uno de los servidores de la página web que supuestamente coordinaban Babar Ahmad y Syed Talha. El escrito de acusación decía que Ahmad había «contribuido a crear, gestionar y mantener» páginas web que pretendían «reclutar muyaidines» y «recaudar fondos para la yihad violenta». La reina de Inglaterra debió de pensar que si alguien estaba implicado en la coordinación de este tipo de páginas web, seguramente no podía ser tan difícil demostrar que lo hacía.

Cuando la reina de Inglaterra vea a cinco musulmanes subirse a un avión tal vez se sienta un tanto confusa. Quizá piense que la fiscalía que actuó en su nombre haya hecho un buen trabajo con Abu Hamza, pero a lo mejor piensa que no ha hecho tan buen trabajo con Fawwaz, Bary, Ahsan y Ahmad. Tal vez comprenda que una de las razones por las que se les ha retenido sin cargos durante tanto tiempo se debía a las batallas legales que han librado contra la extradición. Tal vez acepte que si hubieran preferido no librar esas batallas, habrían sido acusados antes. Pero quizá también quiera recordar al mundo que la cárcel está pensada para las personas a las que se declara culpables, y que el veredicto de culpabilidad se debe basar en pruebas.

Cuando la reina de Inglaterra vea a cinco musulmanes subirse a un avión quizá quiera recordar al sistema judicial de su país que si se quiere juzgar a un criminal, es preciso demostrar que ha quebrantado una ley.


Fuente: http://www.independent.co.uk/voices/not-quite-the-justice-you-might-be-thinkingyour-majesty-8175868.html