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No quería escribir pero se me aparecieron mil mariposas amaranto a 47 años del Golpe

Fuentes: Rebelión

Pensé no escribir nada por primera vez en 47 años Por rabia, por soledad, por este país de mierda que tiene la maldita costumbre de repetir la historia de muerte en escarcha, de tiempo en tiempo.

Hasta que en la madrugada  nuevamente escuché las últimas palabras de Allende y se me alborotó la garganta de miles de mariposas amaranto. De esas que agarran fusiles sin importar de dónde, ni porte ni balas. Ni nada. Porque no había nada que perder, lo estábamos perdiendo todo, hermano. Y lo peor de todo es que lo sabíamos. Siempre lo supimos. El golpe andaba por las calles de Valparaíso, se paseaba por las plazas, husmeaba por sus cerros, se solazaba en el mar. Hasta que nos golpeó el golpe, Y aunque a nadie le importe mi historia pues es tan pequeña ante la inmensidad del océano porteño y del colosal coraje de tantos, se las contaré igual porque estas endemoniadas mariposas no me dejan dormir.

Ese martes de septiembre de 1973 salté de la cama, apenas entendiendo lo que pasaba. Ni siquiera recuerdo bien lo que dijo Allende en la mañana. Tan sólo sabía que debía salir y con mi revolver calibre 22 enfrentar a todas las Fuerzas Armadas de Chile. Una locura, un suicidio seguro, pero siendo casi un niño nada importaba: éramos la Primera Línea de entonces. Estábamos dispuestos a todo, sin saber nada. Veía pasar a los camiones  repletos de militares con sus armas en ristre, armados para la guerra. Y los vecinos, a quienes conocía desde chico, aplaudiendo  y yo gritándoles: ¡¿Pero cómo aplauden imbéciles que no se dan cuenta que esto es el fascismo, están locos hijos de puta?¡ Pero no estaban locos, el loco era yo con mi revolver de juguete que en dos segundos hubiese sido acribillado sin piedad por los militares y la Armada que ya tenían copada la ciudad. Mi ciudad, nuestra ciudad.

La misma ciudad donde viví en la casa  de Allende, estudié en el Liceo Eduardo de La Barra, donde estudió Allende, caminé por los lúgubres pasillos del hospital Van Buren donde él trabajó, Lo cual no significó absolutamente nada para él que nunca lo supo ni menos se enteró quien fui yo. Pero da lo mismo porque hoy lo puedo contar aunque nunca nadie me cree. En todo caso, es irrelevante, lo realmente significativo es que el golpe cercenó nuestra vida en dos, partió un sueño hermoso en mil pedazos  y nada volvió a ser jamás igual. Por eso aquellos que dicen que dejemos de quejarnos y miremos al futuro, sólo le decimos dos cosas: Primero, Ustedes no pueden ni siquiera imaginarse vivir en un gobierno popular donde los trabajadores, los pobladores, los mapuche, las mujeres, los estudiantes por primera vez en su vida era protagonistas de su propia vida. Que por fin reían, comían decentemente, leían, iban al cine, al teatro, a conciertos. Que nosotros los jóvenes éramos felices construyendo un Chile digno sin pedir nada a cambio. Sin dinero y puro corazón. No había Centros Comerciales, ni AFPS, ni ISAPRES, ni el agua era privada, la educación era gratis, se acabó el latifundio, se nacionalizó el cobre y se estatizó la banca,  Segundo; ¡Váyanse a la mierda! Nunca, pero nunca olvidaremos a todos los asesinados, desaparecidos, torturados, violadas y violados, exiliados, presos.

¿Es que saben ustedes lo que es ser torturado? ¿Estar, más solo que la soledad? ¿Más oscuro que la oscuridad? Porque sencillamente no cabe más negritud en el minúsculo espacio dentro de la maloliente capucha. Y así, sin aviso alguno  te azota la corriente, esa serpiente que se te mete en las venas, los ojos, la nariz, te destempla los dientes y te sale por la boca convertida en un grito desenfrenado que no puedes evitar, aunque quieras. Es que no puedes hacer nada mientras el cuerpo se convulsiona en una es­piral de crueles sinfonías. Malditas sinfonías inconclusas. Luego las preguntas. Y siempre las mismas respuestas: No tengo idea. Y más corriente que sube en intensidad mientras la serpiente se arrastra inmisericorde por los poros, reven­tando arterias en estallidos naranjas y azules que uno distingue níti­damente aún bajo la capucha. Son estrellas nortinas, relám­pagos sureños, temporales porteños, pero expelidos por la fuerza de otro, porque no es tu garganta la que grita. Es un alarido extraño, hermano, vomitado desde la profundidad de tus entrañas, pero por alguien más.

Por eso, las últimas palabras de Allende fueron un poco como la electricidad: me alborotaron la garganta y no pude dormir porque la lucha continúa. El sueño puede haberse trizado pero octubre demostró que nada se detiene a pesar de los golpes.