Son ciudades que están dentro de la ciudad. No solemos verlas al pasar, o a veces sí porque alguien a quien quisimos pasó por una de ellas y fue su última estación. No son cárceles, aunque a menudo guarden relación. Están existiendo ahora. Lo habitual es pensar que sólo existen cuando una circunstancia las impone. […]
Son ciudades que están dentro de la ciudad. No solemos verlas al pasar, o a veces sí porque alguien a quien quisimos pasó por una de ellas y fue su última estación. No son cárceles, aunque a menudo guarden relación. Están existiendo ahora. Lo habitual es pensar que sólo existen cuando una circunstancia las impone.
Por eso, cada cierto tiempo, aparece un artículo en un periódico recordando la experiencia de alguien que estuvo en una, agradeciendo los servicios recibidos y pidiendo un poco más de presupuesto para mejorarlas. Lo habitual es olvidarlas enseguida como si la existencia fuera otra cosa: como si en esas ciudades se viviera en estado de excepción. Como si la dignidad pudiera suspenderse en ellas precisamente por ser transitorias.
Una vez una mujer hablaba por teléfono en la parada de autobús que había frente a una de esas ciudades. Hablaba con su hijo pequeño que estaba lejos, de vacaciones, y que esa noche iba a cenar en una terraza junto al mar. La mujer le preguntaba con fruición; cuando recibía a su vez una pregunta, decía que estaba cansada porque había tenido mucho trabajo, mucho, dentro de la ciudad.
Su voz era serena, afable, pero emitía al mismo tiempo una disidencia continua con su propia vida, como si no fuera propia, emitía una añoranza tal de esa terraza, ese hijo y el mar que él estaría viendo. Los antiguos lo llamaron enajenación, una expropiación violenta y cotidiana del mar.
Así también ocurre con la mayoría de los trabajos, con las tensiones familiares, con la prisa y los vagones de metro detenidos, con todo lo que no sería la vida sino que estaría al otro lado de lo que sí lo es.
Esas ciudades, llamadas hospitales, no son la excepción. No es algo de lo que haya que acordarse un rato para nunca más volver. Porque se vuelve, porque están dentro de la vida.
La insurrección no habría de consistir en remendar esos lugares de paso, sino en, precisamente, tratarlos como vida diaria, convertir en ordinario lo que se pone entre paréntesis, el cansancio, las vías en las manos, la llamada locura.
Al prestar atención política a esos momentos, al dejar de arrinconarlos como si sólo fueran una espera desolada para otros que vendrán, tal vez algo que no fuese siquiera indignación sino pura sed comenzase a abrir un camino incontenible en las leyes, los derechos de cada paciente, los estatutos de las trabajadoras y los trabajadores.
Fuente: https://www.diagonalperiodico.net/culturas/31346-no-son-parentesis.html