El anuncio de la “Estrategia económica y social para el fortalecimiento de la economía” ha generado un amplio debate en los expertos y la ciudadanía, dentro y fuera de Cuba. El nuevo momento de la política económica aparece en medio de una situación límite, solo comparable a la profunda recesión de principios de la década de los noventa. Para tener una idea de las agudas dificultades que atraviesa la Isla, en el primer trimestre de 2020 las importaciones se hundieron un 45 por ciento respecto al mismo periodo de 2019. Aunque este año concurren situaciones extraordinarias —en primer lugar, la pandemia de la COVID 19— las tensiones financieras externas se vienen manifestando desde mucho antes. Aunque todavía no se llega a las cifras de 1993, las reducciones son suficientemente grandes como para paralizar una parte sustancial del aparato productivo e incidir negativamente sobre el consumo.
Los temas que se han puesto sobre el tapete vienen discutiéndose con asiduidad en el ámbito académico desde fines del siglo pasado. Empresa privada y cooperativas, inversión extranjera, producción de alimentos, fomento exportador, empresa estatal, regulación del mercado o descentralización, difícilmente pueden considerarse novedades en el debate sobre política económica. En muchos casos se trata de obviedades, postergadas u olvidadas una y otra vez, a pesar de que los documentos políticos fundamentales respaldaban opciones claras en muchos de los aspectos que ahora se retoman. Resulta aun más revelador la escasa evolución de las alternativas para “reformar” economías de planificación central tradicional. Desde que China dio inicio a su estrategia en 1978, tanto la Unión Soviética de la “perestroika” como Vietnam aplicaron variaciones de una misma partitura. Las bases de aquellos esfuerzos no se diferencian tanto de lo que se ha hecho en Cuba en las últimas tres décadas, quizá con menos dedicación, y por tanto, con escasos resultados.
El precario estado de las finanzas externas en la Isla confirma el fracaso de una estrategia de inserción internacional basada, entre otros elementos, en una concentración del comercio exterior en países aliados bajo acuerdos políticos de dudosa sostenibilidad en el tiempo. Cualquier alivio temporal de la restricción externa por esa vía, viene acompañado por turbulencias futuras que tienen potencial para hacer encallar cualquier esfuerzo serio de desarrollo. La aparente mejoría de los números en la parte alza del ciclo solo sirve para desviar la atención sobre el problema esencial: la baja competitividad externa. De hecho, las ventajas extraídas de los socios comerciales alejan el abordaje serio de la problemática, y enquistan la ineficiencia de la empresa estatal. En ese escenario no hay esfuerzos serios por cambiar esa realidad. El problema de competitividad se nutre de la profunda desarticulación del sistema productivo doméstico, a cuenta de las mil y una barreras que se han erigido a lo largo de décadas, respondiendo a buenas intenciones, pero con un deficiente análisis económico.
Es esa, la baja competitividad externa, la verdadera causa de la dolarización que ahora se presenta como inevitable, y que incomoda a tantos. La dolarización misma, que no pocos funcionarios se han empeñado en negar o limitar su alcance, está lejos de ser una innovación en la política económica cubana. Tiene antecedentes, y no tan lejanos. ¿Se aprendieron las lecciones correspondientes? Ojalá, aquí van dos, que no se han delineado tan claramente en los avances de la Estrategia.
En primer lugar, la macroeconomía es uno de los ámbitos más complejos y fascinantes del análisis económico. En la base de todos los equilibrios globales, se ubica el sector real, o sea, el sistema productivo. Los instrumentos monetarios, fiscales o financieros no pueden sustituir a las políticas estructurales que van dirigidas a cambiar las reglas de juego que determinan de forma esencial el marco para la toma de decisiones de los agentes: empresas, consumidores, Estado. Durante casi dos décadas Cuba logró alcanzar y sostener equilibrios macroeconómicos aceptables, pero postergó la restructuración de la empresa estatal y la transformación productiva quedó apenas en los inicios. Los desequilibrios se acumularon, aunque no eran visibles. En su momento, un ejemplo claro lo fue la pérdida de convertibilidad del CUC. Una vez que se debilitó la compensación externa, el resultado no podía ser otro que el marasmo actual.
El segundo problema, relacionado con el anterior, es el supuesto que está detrás del convencimiento de que el Estado puede ser un buen redistribuidor y asignador de las divisas que captura de los distintos agentes económicos. Ojalá estén en las antípodas ideológicas, pero luce como una variación tropical del trickle down economics. Esto es, beneficiar a unos pocos en el corto plazo, es el camino para el beneficio de las mayorías en el futuro mediato. El tema es peliagudo, pero es muy arriesgado aceptar que donde se falló antes se puede tener éxito ahora. Si el Estado cubano pretende jugar esa carta otra vez, debe asegurarse que estará empleando instrumentos completamente diferentes. En el pasado —los noventa— la acción se limitó a extraer la renta de los sectores superavitarios en divisas mientras se hacía poco o nada por reformar el sector público. Lo que terminó ocurriendo es que la divisas fueron mal asignadas y probablemente malgastadas, obteniéndose bajos rendimientos a lo largo del tiempo. Las consecuencias de ese desliz están a la vista.
Ciertamente, esta vez aparecen elementos nuevos, aunque permeados por los dogmas del pasado. Un paso positivo relevante es que la dolarización permitirá esta vez (con ciertas limitaciones) que los distintos agentes puedan acceder a la compra de medios de producción. Es una magnífica idea para garantizar que una proporción de esos dólares sea efectivamente invertida y garantice retornos futuros. El “cuello de botella” son las empresas estatales como “mediadoras” en ese esquema. Ni las empresas de comercio exterior ni las que tienen que ver con la actividad mayorista doméstica tienen las capacidades o la estructura de incentivos para cumplir eficientemente con esa función. Si no lo han logrado hasta hoy para un universo de clientes estatales mucho mas reducido y menos exigente, no hay nada que asegure que lo podrán lograr con un universo mucho más amplio y diverso de actores. En el resto del mundo, las empresas que se involucran en el comercio internacional compran servicios de soporte de empresas especializadas para llevar a feliz término esa labor. Como norma, hay competencia por la prestación de esos servicios. Eso es muy diferente a lo que se pretende hacer aquí. Otra vez la empresa estatal operando con un mercado cautivo, y extrayendo rentas para continuar nutriendo su propia ineficiencia.
Por último, vale la pena resaltar dos aspectos del contexto externo que van a marcar los nuevos derroteros del desarrollo de la Isla. El mundo está cambiando, y parece enfilarse otra vez hacia un enfrentamiento agrio entre dos potencias, Estados Unidos y China. La dinámica del comercio mundial se ha invertido durante la década pasada. Los crecimientos han sido magros, y muchos anticipan el fin de la globalización tal y como la conocemos. Las cadenas globales de valor de recortarán, y se volverán más regionales. Una de las consecuencias de estos acontecimientos es que cualquier estrategia de crecimiento basada en las exportaciones es un camino cuesta arriba. No deja de ser interesante que ahora que el mundo se retrae un poco, Cuba planea poner en práctica políticas activas de fomento exportador. Estoy seguro que son necesarias, pero parece claro que, si antes fue difícil, ahora lo será aún más.
En cualquier caso, no es tanto el contexto externo (aunque algunos lo repitan hasta el cansancio) sino la inconsistencia de las políticas domésticas, lo que ha hecho naufragar más de una vez las versiones pretéritas de la “estrategia para el desarrollo cubano”. Somos nosotros frente a nosotros mismos.
Fuente: https://progresosemanal.us/20200730/nosotros-frente-a-nosotros-mismos/