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Nosotros y el sectarismo

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La gente grita en las cafeterías, elige periódicos en los que ya sabe qué es lo que se va a encontrar, se rodea de correligionarios entre sus amigos y compañeros de trabajo… hablamos de la «crispación política». La moderación intelectual se ha revelado como un valor en franco retroceso. Pocos son hoy quienes piensan en […]

La gente grita en las cafeterías, elige periódicos en los que ya sabe qué es lo que se va a encontrar, se rodea de correligionarios entre sus amigos y compañeros de trabajo… hablamos de la «crispación política». La moderación intelectual se ha revelado como un valor en franco retroceso. Pocos son hoy quienes piensan en disentir, todo es brutal y único, visceral y absoluto. El sectarismo es un peligro que todos deberíamos tomar muy en serio.

Dice el diccionario de la Academia, que sectarismo es el celo propio de un sectario, y que tal adjetivo bien puede emplearse para designar a los secuaces, fanáticos e intransigentes de un partido o de una idea. O lo que es lo mismo: sectarismo es el apego irracional por las ideas de otro. Algo que debería preocuparnos.

Más allá de definiciones abstractas, el sectarismo es un problema real y tangible, al que todos sin excepción deberíamos hacer frente, en primer lugar, aceptando que su existencia no es patrimonio exclusivo de los demás; y segundo, sensibilizándonos sobre el alcance y capacidad de daño que el fenómeno de la obstinación puede llegar a provocar.

Bien es cierto que en tiempos de confusión, conviene tener algunas ideas claras, ideas esenciales, como el respeto a la vida, a la cultura, a la diversidad… pero también es un hecho que existe una diferencia muy importante entre la gozar de cierta seguridad ideológica y ser un individuo de «ideas fijas». Como en todo, la clave está en el equilibrio, en aprender a valorar una serie de matices que no siempre es fácil conocer de antemano. En resumidas cuentas, hablamos de tolerancia y empatía, hablamos de valores como la concordia y la fraternidad.

Lo malo, es que por lo general, la gente asocia estas bonitas palabras con el discurso vacío que muchas veces habremos escuchado en boca de sujetos que ni siquiera se creen su propia verborrea. La típica perorata sobre no-violencia, que en manos de un ponente deshonesto -de los que manejan conceptos sobre los que ni ellos mismos se han detenido a reflexionar-, más que aportar, lo que consiguen es desmotivar al respetable. Producen esa sensación tan familiar de que «todo es mentira», causando graves daños a las nobles causas que formalmente pretendían defender. Entonces, ¿cómo transmitir el aprecio por la moderación? Quizá el problema resida en la falta de capacidad para emplear un lenguaje más próximo al de la mayor parte de la audiencia. Tal vez sea más fácil explicar el concepto de ‘fraternidad’, si en lugar de utilizar esta expresión, la llamamos «buen rollete».

Lo mismo sucede con otras palabras, como ‘tolerancia’, que la gente tiende a confundir con «ir de perdona vidas». Tolerar no es permitir, tolerar es reconocer que los demás gozan de nuestros mismos derechos. El asunto no se reduce al ‘hacer la vista gorda’ ante el derecho de dos mujeres a formar una familia -o a disfrutarse libremente-; no se trata solo de ‘tolerar’ otros credos, culturas o sentimientos… cuando hablamos de actuar contra el sectarismo, lo que importa es reconocer la existencia del pensamiento libre, la visión crítica, el derecho a disentir, y no solo en los demás. En este, como en tantos otros asuntos, cambiar el mundo empieza por cambiarnos a nosotros mismos.

Atrevámonos a unir honestidad con discernimiento. No es un ejercicio fácil, cuando se hace bien, se convierte en una algo muy privado: apartemos la mentira de nuestro diálogo interior, para acto seguido, cuestionarnos sobre todo. Con equilibrio, sin excesos, con calma y naturalidad, hasta conseguir que la duda intelectual se convierta en un hábito, algo que hagamos de forma inconsciente. Dudar, sin paranoia. Basar nuestras conclusiones en pruebas tangibles o argumentos honestos.

Deberíamos sospechar de toda idea ajena de nuestro propio intelecto, y someterla a los más rigurosos exámenes antes de pasar a considerarla en su conjunto y emitir un juicio que más tarde podría revelarse como equivocado. Debemos acostumbrarnos a no aceptar ningún tipo de imposición intelectual, porque esa es la forma más íntima e irrenunciable de rebeldía.

Aprender a pensar no se antoja un objetivo sencillo, a decir verdad, cambiar la forma de hacerlo es algo que lleva tiempo y para lo que no hay recetas, bueno sí, quizá leer o viajar sean algunos de los mejores caminos. Tampoco pretendo decirle a nadie cómo debe pensar, ni generalizar hasta el extremo de afirmar que «tú piensas mal, aprende a pensar, léete este artículo». No, no es eso. Hay personas a las que su ingenuidad ha convertido en seres embrutecidos. Quizá esta afirmación pueda ser percibida por algunos como una insensatez, o un insulto, pero a la vista de determinadas actitudes que definen la actualidad política de las últimas semanas en Madrid, se impone un ejercicio de introspección: detenernos y pensar un poco sobre cómo lo estaremos haciendo, cuáles son nuestros objetivos tácticos y estratégicos, dónde nos encontramos, a dónde vamos, de la mano de quién, cuánto podemos conseguir, y en qué tiempos podremos hacerlo.

La moderación nos dice que no todo es blanco o negro, que no todo es vida o muerte, bueno o malo, izquierda absoluta o derecha absoluta… que hay matices que debemos aprender a reconocer e interpretar, dando a cada cosa su justa importancia, puesto que al haber más de una idea -y de hecho, más de dos-, no todo es lo mismo, y pocas veces las cosas son tan nítidas como puedan parecer. ¡Ojo! que eso no implica que no existan los conceptos absolutos: existe en odio puro, como existe el blanco absoluto… no pretendo afirmar que absolutamente todo está descafeinado, lo que hago es señalar que casi siempre hay más de dos opciones, que ni debemos demonizar todo aquello se parte ligeramente de lo que creamos que está bien, ni debemos pensar que todo cuanto no es izquierda absoluta es necesariamente derecha absoluta.

Sin más preámbulos, permitidme que abandone el tono académico y descienda a la arena: me gustaría enumerar algunas de las situaciones de conflicto en las que un ciudadano corriente se enfrenta al sectarismo, bien como actor,bien como mero espectador: ¿Es lícito afirmar que todo cuanto guarde relación con ciertas siglas tiene que ser necesariamente malo? En justicia, cual fue la mejor elección: ¿acudir al acto de la Plaza Mayor o asistir a la Marcha a Torrejón? ¿Puede una persona pasar en cuestión de horas de ser un puntal de referencia a convertirse en el maldito endemoniado? ¿Es moralmente aceptable tachar de corrupta a toda la militancia de un partido político? ¿Pueden las bases efectuar críticas a la dirección de un partido? ¿Puede la línea editorial de un medio actuar como un estilete que aparte de su seno a todo aquel que albergue la más leve sombra de discrepancia? ¿Puedo disentir? ¿Dónde se encuentra ‘el centro’? ¿Es posible ser comunista, pero no mucho? ¿Es correcto asociar el nombre de alguien a ciertas ideas políticas, para siempre? ¿Se puede distinguir entre personas y proyectos políticos? ¿Se puede perdonar en política? ¿Puede la disciplina de partido coexistir junto a la plena libertad de expresión? ¿Es posible transigir? ¿Debe primar la lealtad a una persona, sobre nuestra lealtad a nosotros mismos? ¿Hasta qué punto? ¿Es posible desvincular con honestidad la carrera profesional de un profesional de la política, de una valoración objetiva de su idoneidad política para ocupar su cargo a lo largo del tiempo? ¿Hasta qué punto incide el «yo» de todo el mundo sobre la defensa de los intereses de la clase trabajadora? ¿Debemos defender todo lo que defienda nuestro partido? ¿Debemos aprobar Leyes malas o incompletas? ¿Vale todo para financiar un partido? ¿Reforma o ruptura? A diario nos encontramos con múltiples formas de intransigencia política. Hipocresías que se aceptan por inercia. Estamos demasiado acostumbrados a pensar que solo a nosotros nos asiste la razón. Reconozcámoslo: somos un atajo de pequeños totalitaristas -unos más que otros-. Es así, connatural, inherente a la especie. Debe tener algo que ver con la selección natural o el instinto de supervivencia: yo, yo, yo…

En política, por encima del ‘yo’ se encuentra el interés general, el Bien Común. Quienes de verdad estemos convencidos de la necesidad de trabajar para mejorar el mundo, debemos hacer un esfuerzo para apartar lo absoluto de nuestras mentes. Todo es relativo, todo el mundo tiene sus propias razones, perspectivas diferentes, intereses legítimos y múltiples percepciones de la realidad, la vida y la honestidad.

Muchos se apuntan a eso de «tengo unas ideas tan brillantes, soy tan buen político, que les ayudo a estos, y de paso me forro». Otros optan por permanecer en la retaguardia… como las setas que crecen a la sombra de los chopos. Hay quien piensa que todo se limita a elegir bien al principio, y que luego es cuestión de constancia. Los hay de ocasión y los hay de fondo. Muchos, honestos, se van en cuanto se dan cuenta de cómo funciona todo. Otros permanecen, conscientes de su honestidad, pero sabedores ya de cómo está el percal.

En este clima enrarecido por la afluencia de perros, topos, pueblo, gente de paso, exaltados y jugadores profesionales, intentar defender al proletariado se torna una actividad muy peligrosa, en la que muchas veces no se puede avanzar sin pisar cayos, y en el que es fácil caer en el clientelismo, la subordinación ideológica, agarrarse a un sillón, o simplemente ceder y desaparecer.

Todo este rodeo, para explicar algo muy sencillo: normalmente, el sectarismo tiene causas, causas que suelen girar en torno a una mezcla de ambición, miedo, odio e ignorancia.

Y aquí es donde debemos echar mano del pensamiento libre, de nuestra capacidad para pensar sin tener que pedir permiso a nadie, interferencias, ni más presiones que las que nosotros mismos queramos asumir. Identificar el sectarismo es el primer paso para extirparlo. Seamos conscientes de cuales son nuestras posiciones inalterables: veamos cuan brutos somos. Propongo un ejercicio intelectual: invertir cinco segundos en cada una de las siguientes palabras: precariedad, nación, guerra, religión, seguridad, partido, futuro, y terrorismo. Quizá estos ejemplos sean demasiado elevados, bien, descendamos algo más: impago de hipoteca, Castilla, Intifada, preservativo, atraco, PCE, desertización y ETA. Si aprendemos a localizar los signos de intolerancia que pueda haber en nuestra imaginería interna, el siguiente nivel de profundización ya no puede ser inducido: tenemos que ser nosotros mismos quienes hagamos el esfuerzo de reflexión: ¿cuáles son los asuntos en los que no estoy dispuesto a transigir? Y es precisamente ahí donde el análisis y autocrítica cobran su valor. Y por favor, no nos quedemos en lo elegante, hurguemos sin temor, recordemos que pensar es una actividad íntima: ¿Estoy dispuesto a dialogar con ‘X’ persona de la que sé positivamente que milita en otro partido? Más aún: ¿Estoy dispuesto a hacer un esfuerzo para intentar comprender a la persona ‘Y’, que milita en mi propio partido, pero cuyas aspiraciones colisionan con las mías? Y aún más: ¿Puedo estar en desacuerdo con la opinión que yo mismo sostenía hace algún tiempo? ¿Es posible cuestionar incluso lo incuestionable? Solo a través de la autocrítica llegaremos a ser capaces de desarrollar una buena capacidad de empatía. Identificar el odio -no solo en los demás-, reconocer los temores, comprender las ambiciones y confesar lo que se ignora, es el primer paso para reducir el sectarismo. Porque reflexionar sobre el odio, lo hace desaparecer; conocer el miedo permite tomar medidas razonables para reducir los riesgos que tal preocupación pueda representar; sincerarse respecto de a lo que uno aspira es la mejor forma de establecer objetivos pragmáticos, que a la larga trocarán una vida de resignación en muchas pequeñas satisfacciones, y sobre la ignorancia… ocurre como con los cráteres en la superficie de nuestra imaginación, el primer paso es saber cuan grandes son.

La obstinación no es elegante, ni útil… y además está condenada al fracaso. Hemos de aprender a no tener miedo, a dudar de todo, a hacernos preguntas distintas de las acostumbradas, preguntas como: ¿Quién se beneficia de esto? ¿Qué hay detrás de la información? ¿Persigue este asunto un fin noble? ¿Tomaría esta decisión en público?…

El sectarismo pervierte las ideas, nubla la capacidad de discernimiento, compromete nuestra honestidad, devalúa a quienes lo padecen e impide la elaboración de políticas constructivas. Ignorarlo conduce a la hipocresía, permitirlo a la complicidad y sufrirlo, muchas veces al odio irracional.

Como única receta: la razón. En este basto océano de honradez en que se ha convertido la Cosa Pública, los mejores mapas son los libros, el mejor juicio es escuchar, la mejor brújula la reflexión, y por lo demás… desconfiad de los capitanes: sabed que llegado el caso, no es cierto que sean los últimos en abandonar el barco… la mayoría sueña con el almirantazgo y basta ver sus camarotes para reflexionar sobre la Igualdad.

Hay que revalorizar los viejos principios. Debemos abandonar la cultura del pelotazo que se instaló en el mundo de la economía, allá por los 90, y ahora parece haber alcanzado a la clase política en general. Esto no es un circo, ni una empresa de trepas: estamos por los demás, para hacer cuanto esté en nuestra mano para mejorar la vida de los más desfavorecidos. Escasean las personas dispuestas a sacrificarse por el bien de los demás, de buena fe. Y por eso, es muy importante que seamos conscientes de que cada una de esas personas que se movilizan -sea cual sea su papel-, cada persona que acude a manifestaciones, que se informa en medios alternativos, cada estudiante u obrero que lee estas líneas, juega un papel muy importante en la construcción de una sociedad mejor: de nuestra honestidad, capacidad de escuchar y buen juicio dependen el pan, el techo y la Libertad de millones de familias. No podemos permitir que algo tan estúpido como el fanatismo menoscabe nuestros esfuerzos y la esperanza de todos los que nos precedieron.

¡Ah!, pero que nadie crea que esto es tan fácil como decir: «que bien, vamos a ser buenos». No. Actuar con lealtad al proletariado no es una decisión fácil, es más, en los tiempos que corren, ser honesto es un acto de rebelión, una secreta heroicidad.

¿Acaso puede alguien imaginar que durante 24 horas, todos los políticos dejaran de mentir? Imaginad que en las mesas donde se toman las grandes reuniones, se impusiera el respeto a la clase obrera, por encima de la preocupación por las cuotas de poder, el número de ‘liberados’ o la proyección política personal de cada asistente… imaginad estrategias comunes, que toda la izquierda pactara para cumplir con sus representados…

Cuando uno está inmerso en un clima de fanatismo, llevar la contraria a la corriente dominante puede conducir a la exclusión. ¿Quién se atreve a proponer siquiera una reedición del Frente Popular, puntual, unión sin fusión? ¿Quién defiende el unitarismo sin excepciones entre el movimiento republicano, o en el mundo universitario? ¿Quién tiene valor para reclamar la honestidad en el mundo de las grandes centrales sindicales?

Se impone una vuelta a los principios. Releer los clásicos. Defender conceptos como la paz, la igualdad, la austeridad, la fraternidad, el laicismo, el reparto de la riqueza y los medios de producción, la separación de poderes, la libertad, el internacionalismo, la democracia… porque solo así venceremos al individualismo, el racismo, la ambición, la corrupción, la falsedad, el divisionismo, la precariedad, el egoísmo, la fronterización artificial, el imperialismo, la exclusión social, el bipartidismo unívoco, el capitalismo y en resumen: el fascismo. Actuar contra el fanatismo no supone demonizar a los radicales. Defender ideas «de raíz» no es lo mismo que ser un bruto. Debemos ser muy duros en la defensa de nuestros ideales, pero debemos aprender a endurecer esta dureza sumándole el valor de la inteligencia: saber pactar, renunciar a una parte para acercarnos al todo y desde ahí, ir a por más. Al final todo se reduce a saber dar a cada cosa su justa importancia.

Si prejuzgamos como dañino todo lo que provenga de alguien a quien una vez vimos en un acto de Corriente Roja; si despotricamos de un artículo porque su autor es miembro del PCE; si hablamos mal del libro de un socialista -sin haberlo leído-, si aplicamos ciegamente la propiedad transitiva a las relaciones de amistad/enemistad política; si vetamos sistemáticamente a ciertos autores en aquellos medios sobre los que poseamos cierto control; si nos insultamos en los foros -con nombre o sin él-; si nos contraprogramamos a propósito; si nuestro programa o discurso se basan en desacreditar a los camaradas de otra fuerza entonces que luchan casi por lo mismo… entonces, no llegaremos a nada bueno, nuestros enemigos de clase se reirán tras sus ostentosos puros de 25 Euros, y todo seguirá igual para aquellos cuya defensa es nuestro compromiso: los trabajadores de toda clase.

Y todo eso empieza en una simple tertulia de cafetería, en un foro, o en una mera reunión de Agrupación Local, en una asamblea… todo empieza y termina cuando uno quiera.

Es algo tan obvio que quizá resulte ingenuo recordarlo: pero lo cierto es que no podemos enfrentarnos al Mal, a través de sus mismos procedimientos, y mucho menos si caemos -o nos lanzamos a sus brazos-, en todas las trampas que éste nos ponga.

¡Salud y República!