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Notas para Eva Braun

Fuentes: El Viejo Topo

Para Haroldo Maglia, escritor,(y uno de los principales sospechosos). Hace unas semanas, recibí por correo electrónico una nota de la que no entendí nada. La leí, claro: primero, apresuradamente, después, con atención, y mi primer impulso fue eliminarla de inmediato. Ya he dicho que no entendía nada. Sin embargo, por un azar, el mensaje quedó […]

Para Haroldo Maglia, escritor,
(y uno de los principales sospechosos).
Hace unas semanas, recibí por correo electrónico una nota de la que no entendí nada. La leí, claro: primero, apresuradamente, después, con atención, y mi primer impulso fue eliminarla de inmediato. Ya he dicho que no entendía nada. Sin embargo, por un azar, el mensaje quedó depositado en esa bandeja del programa de correo electrónico que se llama «elementos eliminados», lugar al que, como todo el mundo sabe, hay que dirigirse para eliminar los mensajes definitivamente. Bien. Días después, haciendo limpieza de correos electrónicos que no quería conservar, reparé en esa nota. Y lo que más me llamó la atención, porque no lo recordaba, era el nombre del remitente: una tal Marie Arnoux. Sin duda, en el fárrago de ese correo mercantil que nos llega -con razón, denominado basura– el nombre me había pasado desapercibido.

Volví a leer, ahora con atención, lo que la supuesta madame Arnoux me había enviado. Un galimatías. Yo seguía sin entender nada, más allá de unas convencionales referencias a algunos escritores y algunos músicos. Estaba seguro de que era una broma, aunque no por ello dejé de escribirle una nota, enseguida, a la señora Arnoux, sin ninguna esperanza. Al día siguiente, como era de esperar, encontré devuelto mi correo: mail delivery etcétera. ¿Qué tendría que ver madame Arnoux, el personaje de La educación sentimental, que, supuestamente, me escribía por encima de los siglos, con aquellos párrafos inconexos que, al parecer, hacían referencia a otros textos que yo desconocía? Tampoco supe interpretar por qué, al final de las líneas que me había enviado la falsaria madame Arnoux, había una indicación: «Notas enviadas a Eva Braun«, así, en bastardilla. ¿Qué tendría que ver la amante de Hitler con este asunto? Era todo una broma, sin duda: los desocupados llenan su tiempo con enigmas y acertijos. O fútbol y crucigramas.

Es cierto que, a veces, no se sabe qué pensar de todo lo que nos llega a través de esa realidad virtual de la que ya no podemos prescindir: no hace mucho, me sobresalté (aunque estaba avisado) viendo una página de Internet, hecha en Venezuela, en la que me calificaban de asesino, y, también recientemente, según he sabido, en un concurrido diario personal de un periodista catalán (ahora, le llaman a eso blog y es una de las modas de los últimos tiempos en Internet), un asistente del coro afirmaba que yo soy un sujeto «próximo a todos los radicalismos y amante de todas las violencias», lo que no está nada mal como elogio ante la policía. Encima, un sagaz y puntilloso lector me envió la semana pasada un correo electrónico en el que mantenía que soy un cómplice de las «fechorías y asesinatos» (así decía) de la Pasionaria, Azaña y Buenaventura Durruti. Debe ser un hombre (o mujer, vaya a saber) leído. En fin, que la vida se complica, como saben. Pero volvamos a lo nuestro.

El texto que me llegó desde el ordenador de la supuesta madame Arnoux es el siguiente. Aclaro que he puesto unos leves comentarios y que lo vierto en bastardilla. Como es lógico, sólo me responsabilizo de lo que yo he escrito entre paréntesis. Juzguen ustedes:

<<B. Si a usted (¿a quién?) se le complica el día, puede recurrir, por ejemplo, a Bob Scobey, un músico mexicano que grabó con la Frisco Band. Escuche Big Butter and Egg Man, sin ir más lejos. Es cierto que se intuye, detrás, el acento de la gran depresión, y, tal vez, alguna incertidumbre, pero vale la pena. No es fácil encontrarlo, pero se lo recomiendo. (Así que Bob Scobey y la Frisco Band, pensé. ¿La gran depresión? ¿De Bob Scobey o la que llenó de millones de pobres hambrientos las ciudades de los Estados Unidos?)

L. Si le interesan las alucinaciones, no deje de consultar los Cuentos de un bebedor de éter, de Jean Lorrain. En uno de ellos, Lorrain no duda en constatar que «nunca había sentido tan profundamente la hostilidad de ciertas casas». (De nuevo, el remitente escribe a alguien que no podemos saber quién es.) (Además, Lorrain: aquel extraño frecuentador de juergas y salones en el París finisecular, que había estado a punto de ser cura, que después fue militar y, finalmente, periodista, escritor, amigo de los Goncourt y de Maupassant -que también consumía éter, como Lorrain-, duelista con Marcel Proust -razón del duelo: Lorrain, también homosexual, ¡había acusado veladamente a Proust de «invertido», como decían entonces, en las páginas de un diario!-, y alcahuete y difamador burlón de las noches parisinas, muerto apenas cincuentón. Por añadidura, Lorrain fue escritor de un libro de título equívoco, al menos hoy: Polvo de París. Lo que me lleva a recordar aquel «serrín de Madrid» de los últimos días de la guerra civil española.)

O. No sé por qué, pero su texto (¿qué texto?, ¿mantienen correspondencia?, ¿pero, quiénes?) me ha hecho pensar en Odette. Odette de Crécy, el personaje de Proust que se convierte en mujer de Swann. Intrigante, embustera, capaz de desenvolverse con soltura en la pacata sociedad burguesa que había nacido del aplastamiento de la Comuna. Odette, que envejece sin gloria, aunque esconda en su sonrisa el perfume de los días pasados. (Aquí, ante la referencia a Proust, no pude dejar de reparar en la casualidad: yo andaba trajinando algunas de sus obras, y algunas fotografías del boulevard Haussmann y del boulevard Malesherbes, con la intención de perpetrar algún texto.)

N. En el silencio, algunos encontraban un refugio transitorio; otros, una insoportable condena, encadenada a una visión de la existencia que perseguía la tragedia, el rigor inútil de una cultura occidental que apenas respiraba. El fascista Drieu, que se suicidó en 1945, tajante, nos dejó su opinión grabada a fuego. «Toda nuestra filosofía occidental, de los presocráticos a Nietzsche, es sólo una ridícula contorsión a la vista de la inenarrable pureza, de la inenarrable profundidad india.» Pedante, solitario, fascista, Drieu La Rochelle apenas nos legaba una fatiga. No sé qué opina usted.

D. Es inevitable. Imaginarla postrada, como Margarita Gautier, tal vez escuchando La Traviata, pensando, fugazmente, en aquella señorita Marie Duplessis, tan amante de los tocadores más decadentes de París, y, aún, sospechando, como la pobre Margarita, que no debe saberse el significado de nuestra ausencia, no puede usted imaginar el atribulado deseo que nos exige la normalidad.

Basta. (Disculpe). Y repóngase. (¿Se está dirigiendo a una enferma, tal vez a una inválida? ¿Eva Braun en sus días finales? Observen, por otra parte, que la insistencia con París no puede ser casual: Lorrain, Proust, y ahora Dumas).

S. Nietzsche, ese hijo de severos luteranos, escribió, en una carta dirigida a su hermana, unas (tal vez, no sé) juiciosas palabras: «Tres cosas me sirven de consuelo, ¡raros consuelos! Mi Schopenhauer, la música de Schumann y, finalmente, mis paseos solitarios.» Nosotros podríamos añadir algo: también, la atracción por quien, en el umbral de una puerta anónima o en la aparente inocencia de un encuentro casual, es capaz de despertarnos de súbito, como si ya supiera que esperamos un ansiado telegrama, una caricia, cuidadosamente envuelta en las palabras que queremos escuchar. Qué más puedo decirle. (Inevitablemente, viendo ese cortejo que le hace a la enferma, vino a mi mente la conocida frase de Marx -de qué Marx, no importa-: «No piense mal de mí, señorita, mi interés por usted es puramente sexual.» El remitente debe ser uno de esos individuos que agobian con florituras a las mujeres. Muy veterano, además).

T. Que no le ocurra a usted como a la Schroder, en Memorias de una cantante alemana, con perdón, donde esa señorita es visitada con sigilo.
O como le sucede a María Bolkonskaia, con permiso de Iván Sergueievich.
De cualquier forma, abríguese. Ya sabe que siempre acecha una melancolía extraña cuando se está lejos de casa. Virtud, y perversidad, serenidad, y, a veces, excitación. Siempre, flaqueza. Ya sabe.
(Esa María Bolkonskaia debe ser, si no me equivoco, la Natacha de Turguenev. Y la cantante se llamaba, en realidad, Wilhelmine Schroeder-Devrient, por lo que el remitente comete una leve falta ortográfica. He consultado el libro que escribió y he leído con sorpresa que un atildado prologuista afirma con desenvoltura que «tuvo el placer de darle por el culo». A la cantante alemana, se entiende. No me pregunten más, por favor.) 

E. No le oculto que usted me confunde. A veces. Ese frenesí que todos padecemos. Esa palabra conocida que, de repente, se esfuma, cuando más la necesitábamos, porque aunque esté escrita en ese libro que contiene todos los sucesos pasados, presentes y futuros, en ocasiones, la perdemos. Porque el libro no es nuestro. De manera que usted me confunde. Por eso, le dejo un sencillo enigma. Para confundirla.

Me explicaré: SMAISMRMILMEPOETAALEUMIBUNENUGTTAURIAS. Esa extraña palabra es un anagrama de Galileo, que significa ALTISSIMUM PLANETAM TERGEMINUM OBSERVAVI, o, dicho en vulgar: «He observado el planeta más alto en triple forma». Galileo hablaba, ya lo ha adivinado, de Saturno, pero Kepler creyó descifrar el enigma de Galileo traduciéndolo por SALVE UMBISTINEUM GEMINATUM MARTIA PROLES, o, lo que es lo mismo: «Salve, furiosos gemelos, prole de Marte». Debido a esa traducción del anagrama, Kepler creyó que Galileo había descubierto dos lunas de Marte. Kepler se equivocaba sobre el descubrimiento que atribuía a Galileo, pero, maravilla de maravillas, acertó: Marte tiene dos lunas. Aunque eso sólo lo supimos a finales del siglo XIX, cuando Kepler hacía doscientos cincuenta años que había muerto. Equivocarse, acertando. (¡Quiere confundirla! Mucho me temo que lo consigue. ¿No les suena, además, esa música a ese raro matemático Frabetti?)

I. Nos acercamos al final. Dice Chesterton que «hay mucha falacia e insensatez en la manera común de hablar de las conversaciones confidenciales, por no decir nada de la estúpida noción norteamericana de una charla de corazón a corazón.» No creo que hayamos tenido una conversación confidencial (en fin, ya me disculpará), sobre todo si nos atenemos a los gestos de molestia, a veces, que otros contertulios mostraban. Ya sabe, la tribu. Pero no es elegante hacer reproches. También han contribuido a esta casi despedida su (atractiva, desde luego) indolencia, su forzada indiferencia (no éramos muchos para hacerlo), así como, por mi parte, algunos desahogos que me permito, y cierta inclinación a la metonimia, así como la insistencia en llenarse la boca de pleonasmos, que he procurado evitarle. Nada nuevo.

Guarde su corazón, como querían los griegos (y el estómago, ay).

Con toda consideración. (Estoy completamente perdido: creía haber encontrado una pista parisina, y, entonces, aparece una referencia rusa, después, otra italiana, y, finalmente, una británica, me dejan confundido).

N. No quería volver a escribir, pero es inexcusable: ya sabe usted por qué. Le había escrito, en una fecha incierta, hablándole de Drieu La Rochelle. Tengo que decirle que mis compañeras (digo bien, mis compañeras), fueron algo extrañas y, en ocasiones, casi antiguas, como aquella B que le recomendaba a Bob Scobey y la Frisco Band, o algo elitistas (otra, diría pedantes) como aquella D que le citaba La Traviata, por no hablar de la evidente duplicación que usted observó en otra jornada. Recuerde (aunque deba disculparme, seguro que usted lo tiene en cuenta) que Flaubert anotó, en su diccionario de lugares comunes, que el candor es siempre adorable.

De hecho, creo que sabía perfectamente que llegaría este momento. Le dejo ese sencillo enigma, y le deseo lo mejor. Adiós.

Notas enviadas a Eva Braun>>

Hasta aquí, la nota que recibí, como les he dicho. Convendrán ustedes conmigo que más parece un delirio, o una atrabiliaria historia de amor no correspondido -o de sexo, está bien, está bien- entre un chiflado y una confusa destinataria (confusa porque no me negarán que escribirle a Eva Braun en el año 2004 es, como mínimo, equívoco), que unas notas inteligibles. Aunque, es bien cierto, esas líneas podrían ser perfectamente razonables para quien poseyese los códigos necesarios para entender el mensaje. A lo mejor, esa es la razón por la que envió el latinajo de Galileo. De lo que no había ninguna duda, era de que esa antipática madame Arnoux me lo había mandado a mí, o bien por error, o bien para distraerse unos días con esos enredos de vaudeville que algunos trenzan.

Después, comentando el asunto con terceros, he sabido que Eva Braun, además de ser la notoria habitante del bunker nazi en los últimos días del III Reich, es el pseudónimo de una periodista española. Mis fuentes no han sabido decirme exactamente en qué periódico o televisión trabaja, aunque me han informado de que es una mujer de algo más de treinta años, y que, al parecer, mantiene uno de esos diarios electrónicos que han proliferado en los últimos tiempos, en fin, esos blogs. Qué pesadilla. Pese a todo, reconozco que algunos de esos dietarios son muy meritorios: por ejemplo, el que mantiene un periodista norteamericano que está ahora mismo en Iraq, desde donde informa de las matanzas que causan las tropas de ocupación estadounidenses, noticias que nuestra domesticada prensa no nos facilita. Conviene que no me disperse más de la cuenta, pero no me negarán ustedes que intentar ligar (hacerle la corte, decían antes, no sé si el corte, a juzgar por la última nota con la que se despide el susodicho chiflado) con una mujer que se hace llamar Eva Braun, es propio de alguien que no debe estar en sus cabales.

Pero no me pierdan el hilo. Llegados a este punto, tengo que hacerles una aclaración, para que comprendan mi nerviosismo. Hace unos años, cuando Internet estaba en sus inicios, mantuve correspondencia electrónica con un sujeto que, al parecer, se llama -o simula llamarse- Blondstein. El tipo tenía sus valores, hasta el punto de que las curiosas notas que me enviaba, con petición incluida de algunas colaboraciones periodísticas sobre asuntos que le interesaban, me llevaron a especular sobre su personalidad y, finalmente, a escribir una novela, titulada -no podía ser de otra forma- El caso Blondstein, que aparecerá próximamente. Retengan el nombre. Temo, por otra parte, que yo pueda ser objeto de alguna broma extraña porque las sorprendentes apariciones de ese Blondstein me han llevado a sospechar de algunas personas con quien me relaciono.

De manera que estuve unos días dándole vueltas al asunto del correo de madame Arnoux, distraídamente, porque no acertaba a encontrarle sentido. Se mezclaban personas reales, como Bob Scobey, Jean Lorrain, Proust, Drieu La Rochelle, Nietzsche, Marie Duplessis, Wilhelmine Schroeder-Devrient, Turguenev, Schopenhauer, Schumann, Galileo, Kepler, Chesterton , Flaubert, con personajes literarios como Odette de Crécy, Swann, Margarita Gautier, María Bolkonskaia: todo el texto parecía obra de un bromista, como decían antes, o de un pelmazo, como diríamos ahora. Yo creía, mientras estudiaba los textos del cortejante de Eva Braun, que las letras que aparecen al inicio de cada una de las notas eran iniciales de nombres o apellidos: Berta, Lorena, Omar o Enrique, qué sé yo. Ni modo. Finalmente, las letras encajaron. Parece mentira, pero el enigma era transparente, y, además, en la última nota, firmada por N, se sugería el procedimiento: ordenadas, de la B hasta la N, todas las notas firmadas, aparentemente, por diferentes personas con su inicial, formaban la palabra Blondstein. Blondstein. Así que me encontraba con ese individuo, otra vez.

No sé si es un aviso o una persistente maldición que me persigue, pero estoy esperando a que el libro –El caso Blondstein, ya saben- se encuentre en los comercios del ramo para ver cuáles serán los siguientes pasos de ese hombre. He guardado el correo de madame Arnoux, por si alguno de ustedes quiere consultarlo. No les oculto mi inquietud.