Traducido para Rebelión por Manuel Talens
Llamo «nuestra» a esta guerra contra el terrorismo porque quiero distinguirla de la que están librando Bush, Sharon y Putin. Las suyas tienen en común el hecho de que se basan en el enorme engaño de persuadir a sus respectivas ciudadanías de que es posible ocuparse del terrorismo por medio de la guerra. Estos dirigentes pretenden que se puede terminar con nuestro miedo a ataques terroristas repentinos, mortales y perversos -un miedo nuevo para los estadounidenses- estableciendo un enorme cerco alrededor de los territorios de donde proceden los terroristas (Afganistán, Palestina, Chechenia) o que mantengan alguna conexión con el terrorismo (Irak), así como enviando tanques y aviones para bombardear y aterrorizar a todo aquel que viva dentro de dicho cerco.
Dado que la guerra es la forma más extrema de terrorismo, una guerra contra el terrorismo es en sí misma contradictoria. ¿Es extraño o es normal que ningún personaje político de importancia haya señalado algo tan evidente?
Pero los gobiernos de Estados Unidos, Israel y Rusia han fracasado, incluso dentro de su limitada definición de lo que es el terrorismo. En el momento en que escribo esto, tres años después de los acontecimientos del 11 de septiembre, el número de militares estadounidenses muertos pasa ya de mil, más de ciento cincuenta niños rusos han muerto en el ataque terrorista de una escuela, Afganistán está sumido en el caos y el número de ataques terroristas de importancia se elevó a veintiuno en 2003, de acuerdo con datos oficiales del Ministerio de Asuntos Exteriores de EE.UU. El sumamente creíble Instituto Internacional de Estudios Estratégicos, con sede en Londres, ha divulgado que «más de 18 000 terroristas potenciales andan sueltos y su reclutamiento se acelera debido a Irak».
Con un fracaso tan obvio y con el presidente Bush en plena contradicción semántica (el 30 de agosto dijo: «No creo que se pueda ganar esta guerra» y, al día siguiente, «No lo duden, vamos a ganarla»), parece asombroso que las encuestas muestren que una mayoría de estadounidenses sigan convencidos de que el presidente ha hecho «un buen trabajo» en la guerra contra el terrorismo.
Se me ocurren dos razones para ello:
En primer lugar, ni la prensa ni la televisión han representado el papel de críticos fustigadores que hubieran debido en una sociedad cuya doctrina democrática fundamental (véase la Declaración de Independencia) dice que no se debe confiar a ciegas en el gobierno. Los medios de comunicación no le han aclarado al público -al menos con claridad meridiana- cuáles han sido las consecuencias humanas de la guerra en Irak.
Me refiero no sólo a las muertes y a las mutilaciones de nuestra juventud, sino a las muertes y a las mutilaciones de los niños iraquíes (en estos momentos estoy leyendo una noticia sobre un bombardeo estadounidense en la ciudad de Faluya que ha provocado la muerte de cuatro niños, mientras que los militares de EE.UU. afirman que forma parte de «ataques selectivos» sobre «un edificio utilizado con frecuencia por terroristas»). Creo que la compasión natural de los estadounidenses se despertaría si de verdad entendieran que estamos aterrorizando a los demás con nuestra «guerra contra el terror».
Una segunda razón para que haya tantas personas que aceptan el liderazgo de Bush es que el partido de la oposición no ha hecho valer ningún argumento contrario. John Kerry no ha desmentido la definición de terrorismo que ofrece Bush. No ha puesto el dedo en la llaga. Ha hecho un amago y ha escurrido el bulto al decir que Bush emprendió «la guerra incorrecta en el lugar incorrecto y en el momento incorrecto». ¿Existen las guerras correctas en lugares correctos y en los momentos correctos? Kerry no ha hablado con claridad, con audacia, de una manera que apele al sentido común de los estadounidenses, de los cuales al menos la mitad están contra la guerra y muchos más a la espera de las sabias palabras de un auténtico líder. No ha contradicho la premisa fundamental del régimen de Bush, a saber, que la violencia masiva de la guerra es la respuesta adecuada contra el ataque terrorista que tuvo lugar el 11 de septiembre de 2001.
Empecemos por reconocer que los actos terroristas -el asesinato de inocentes para alcanzar el objetivo deseado- son algo moralmente inaceptable, que cualquier persona preocupada por los derechos humanos debe rechazar. Los ataques del 11 de septiembre, los kamikazes palestinos en Israel o la toma de rehenes por parte de los nacionalistas chechenos se sitúan fuera de los límites de cualquier principio ético.
Esto es algo que se debe recalcar, porque en cuanto alguien sugiere que vale la pena considerar otras maneras de replicar, aparte de la venganza violenta, se lo acusa de simpatía hacia los terroristas, lo cual es una manera absurda de terminar una discusión sin estudiar alternativas inteligentes a la política actual.
Surge entonces la pregunta: ¿Cuál es la manera apropiada de responder a actos tan horribles? Hasta ahora, la respuesta de Bush, Sharon y Putin, es la fuerza militar. Tenemos ya bastantes pruebas de que eso no acaba con el terrorismo, sino que incluso puede incrementarlo y, al mismo tiempo, provoca la muerte de cientos o miles de inocentes que viven en el entorno de los supuestos terroristas.
¿Cómo es posible que las ciudadanías de Rusia, Israel o Estados Unidos apoyen respuestas tan obviamente ineficaces o contraproducentes? No es difícil de explicar. Se debe al miedo, a un miedo profundo y paralizador, a un pánico tan intenso que deforma las facultades racionales, de tal manera que la gente acepta una política que sólo tiene una cosa en su favor: permite que uno perciba que se está haciendo algo. En ausencia de alternativa, en presencia de un vacío de la política, el llenado de ese vacío con un acto decisivo se vuelve aceptable.
Y cuando el partido de la oposición y su candidato a presidente no tienen nada que ofrecer para llenar dicho vacío, el público siente que no le queda más opción que aceptar lo que se está haciendo. Es algo gratificante desde el punto de vista emocional, incluso si el pensamiento racional sugiere que no funciona ni funcionará.
Si John Kerry no puede ofrecerle al pueblo estadounidense una alternativa a la guerra, son entonces los ciudadanos quienes tienen la responsabilidad de presentar tal alternativa haciendo uso de todos recursos que estén a su alcance.
Sí, podemos intentar protegernos por todos los medios contra ataques futuros, tratando de asegurar aeropuertos, puertos, ferrocarriles u otros centros de transporte. Sí, podemos intentar capturar a los terroristas conocidos. Pero ninguna de tales acciones acabará con el terrorismo, que se origina en el hecho de que millones de personas en el Oriente Próximo y en otros lugares están encolerizadas por la política estadounidense y es entre esos millones donde surgen quienes llevarán su cólera a extremos fanáticos.
Un anónimo analista en terrorismo, cercano a la CIA, ha dicho sin rodeos en un libro que la política estadounidense -el apoyo a Sharon, la fabricación de las guerras de Afganistán e Irak- «está completando la radicalización del mundo islámico».
A no ser que reexaminemos nuestra política -nuestro despliegue de soldados en cien países (preciso es recordar aquí que el acuartelamiento de soldados extranjeros era una de las quejas de los revolucionarios estadounidenses), nuestro apoyo a la ocupación de tierras palestinas, nuestra insistencia en el control del petróleo del Oriente Próximo-, viviremos siempre llenos de miedo. Si anunciáramos que vamos a reconsiderar esa política, y lo cumpliésemos, podríamos empezar a secar el enorme depósito de odio en que se incuban los terroristas.
Sea quien sea el próximo presidente, al pueblo estadounidense le tocará exigirle que inicie una audaz reconsideración del papel que nuestro país debería representar en el mundo. Ésa sería la única solución posible para un futuro de miedo interminable y acuciante, «nuestra» guerra contra el terrorismo.
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Howard Zinn, autor de A People’s History of the United States, es columnista en The Progressive.
The Progressive, noviembre de 2004.