El martes 13 de noviembre, en el Palacio de La Moneda, se concretó un nuevo paso en la llamada «política de los acuerdos» que mantiene desde hace diecisiete años sometido al país a un virtual cogobierno entre la nueva derecha tecnocratizante agrupada en la Concertación y la vieja derecha plutocrática y facistoide: la suscripción del […]
El martes 13 de noviembre, en el Palacio de La Moneda, se concretó un nuevo paso en la llamada «política de los acuerdos» que mantiene desde hace diecisiete años sometido al país a un virtual cogobierno entre la nueva derecha tecnocratizante agrupada en la Concertación y la vieja derecha plutocrática y facistoide: la suscripción del acuerdo alcanzado entre ambos bloques para introducir algunas reformas menores al sistema educacional actualmente vigente, dejando en pie todo lo esencial del mismo.
En efecto, el tema clave en el debate educativo no es simplemente el de la calidad de la educación, como si estuviésemos ante un problema de carácter exclusivamente técnico, sino el del rol que al sistema educativo le compete desempeñar en una sociedad democrática. Al intentar escamotear esta cuestión, la Concertación actúa, una vez más, completamente a espaldas de la opinión y aspiración mayoritarias de los estudiantes y de toda la población, incluida también la mayoría de los militantes de sus propios partidos.
En lo sustancial el acuerdo mantiene en pie el carácter mercantil de la educación, que es lo que en rigor constituye la esencia de la LOCE, una de las leyes de amarre de Pinochet que, como se recordará, éste firmó a sólo un día de abandonar La Moneda. En la medida en que nos topamos aquí con una de las piezas claves del discurso ideológico en que se apoya el modelo económico ultraliberal imperante en Chile, resulta explicable la persistente reticencia del gran empresariado y la vieja derecha a ponerlo en discusión.
El postulado ideológico sobre el cual se basó la apertura de los servicios de educación, salud y seguridad social a la lógica mercantil fue, como se sabe, el de la llamada «subsidiariedad del Estado», que no es más que la contracara de un individualismo extremo y beligerante. Pero no hay que perder de vista que la razón de fondo de las reformas que condujeron a la implantación del modelo económico actualmente vigente, y que actualmente busca ser preservado, no es ideológica sino bastante más prosaica.
En efecto, el principio que se invoca es fácilmente cuestionable. Si el Estado y sus instituciones llegan a ser a través de su generación democrática la encarnación de la voluntad e interés colectivo de la nación, entonces lo subsidiario no es la acción que éste pueda desplegar sino la de los individuos que sólo orientan sus pasos tras el logro de objetivos e intereses particulares. Estos serán legítimos y aceptables sólo en la medida en que no contradigan, sino por el contrario sintonicen, con el logro y preservación del bien común.
Los cambios operados bajo el régimen de Pinochet no se explican por razones de carácter ideológico, sino por el interés general de los grupos sociales que entonces logran el control total del poder de liberarse de las trabas e imposiciones que significó para ellos el proceso de democratización que experimentó el país durante las décadas precedentes. Se trataba de permitir que la concentración de la riqueza generada de manera espontánea por las leyes del mercado pudiera desenvolverse ahora sin mayores restricciones.
Pero desde el momento que el sistema opera para garantizar una situación de privilegio, basada en la explotación y opresión de la mayoría, la clase dominante no puede dejar de enmascarar el verdadero significado de su acción. Como reza el proverbio, «la hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud». El afán de ocultamiento necesita tornarse, entonces, cada vez más refinado, cada vez más sutil, para que el discurso dominante logre ser aceptado e internalizado por el grueso de la población.
La línea de razonamiento con la que se ha defendido el afán de lucro en la educación lo ilustra claramente. Operando como motivación principal de la actividad económica, y por tanto como criterio de racionalidad de la misma, se lo presenta, sin embargo, disfrazado de inocente remuneración al trabajo. Y como nadie está dispuesto a trabajar gratis, el lucro como sinónimo de remuneración al trabajo aparece como algo no sólo legítimo, sino de sentido común. Sólo que de esta manera lo que se pretende es pasar gato por liebre.
En efecto, cuando las más diversas legislaciones del mundo se han interesado por establecer una clara distinción entre instituciones de carácter comercial e instituciones sin fines de lucro, no están implicando con ello que quienes trabajen en estas últimas deban hacerlo ad honorem, de manera completamente gratuita. Si ese fuera el caso, si quienes laboran en una institución sin fines de lucro debiesen hacerlo sin percibir remuneración alguna, la inmensa mayoría de este tipo de instituciones sencillamente no existiría.
Lo que esa distinción sí implica es que el propósito que justifica y orienta la acción de las primeras es la generación de ganancias, las que son además de libre disposición para ellas, representando sus actividades sólo un medio, completamente instrumental, para el logro de tal fin. En cambio, en el caso de las segundas, lo que justifica y orienta su acción no es la obtención de este tipo de ganancias sino la realización de un fin de beneficio social, objetivo al cual se destinarán, además, los eventuales excedentes.
En consecuencia, el éxito -o el fracaso- de una y de otra están llamados a medirse con varas muy distintas: la generación y maximización de las ganancias en el caso de las primeras, la generación y maximización del beneficio social en el caso de las segundas. Eso es lo que este debate sobre la relación entre lucro y educación han puesto y ponen efectivamente en juego, más aún cuando se trata de una actividad que, como en este caso, se lleva adelante de una manera significativa sobre la base de recursos públicos.
Es en este contexto que cabe considerar también el problema de la calidad de la enseñanza. El afán de lucro trasladado al campo de la educación conlleva la aplicación de la lógica costo-beneficio, lo que a su vez supone la aparición de incentivos que. desde un punto de vista social, resultan ser claramente perversos: se tiende a rebajar los niveles de exigencia académica, y por tanto la calidad de la enseñanza, simplemente con el fin de retener alumnos, puesto que ellos constituyen la fuente de ingresos del negocio.
Pero este problema necesita ser considerado también desde el punto de vista de los fines sociales e individuales de la educación en una sociedad democrática. Si el acceso a la educación, lo mismo que a la salud, es un derecho de las personas que la sociedad tiene el deber de reconocer y cautelar, entonces su suministro no puede ser equiparado al de una oferta mercantil cuyas características de calidad guarden estricta correspondencia con lo que los demandantes estén, individualmente, en condiciones de pagar.
Por lo tanto, un efectivo reconocimiento del acceso a una educación y salud de calidad como derecho de todos está llamado a tener un inevitable efecto redistributivo por la sencilla razón de que los sectores más pobres de la población no están en condiciones de financiar por sí mismos tales servicios. Necesariamente tendrá que financiarse, vía impuestos, a través de un sistema tributario progresivo, lo que supondrá una transferencia efectiva de recursos desde los sectores de mayores hacia los de menores ingresos.
Aparentemente algo de eso ocurre actualmente en Chile, puesto que el Estado subvenciona la educación de los sectores más pobres de la población. Sin embargo, los menguados montos que, en términos relativos, el Estado invierte en la educación pública y particular subvencionada no derivan de los sectores de más altos ingresos, ya que el sistema tributario existente actualmente en Chile los exime de efectuar el aporte que deberían, asegurándoles, por el contrario, un sinnúmero de beneficios.
En definitiva, a diferencia de lo que acontecía antes de 1973, los recursos que actualmente se destinan a las distintas partidas del gasto social son, básicamente, los generados por los impuestos al consumo que pagan los mismos sectores de la población que luego reciben a través de los subsidios del Estado algún beneficio, operándose a lo más alguna redistribución entre el setenta u ochenta por ciento de la población de menores ingresos, que es también la que, proporcionalmente, soporta el mayor peso de los impuestos.
Todo lo anterior va acompañado, sobre todo en el ámbito de la educación superior, de una progresiva eliminación de los contenidos humanísticos de la enseñanza, imprimiéndole a ésta un cada vez más marcado sesgo profesionalizante. Se busca limitar la función del sistema educativo a la formación y adiestramiento del personal técnico calificado que las empresas necesitan, desentendiéndolo de su responsabilidad de formar ciudadanos con una mente abierta y una clara conciencia de sus derechos.
En suma, las políticas en aplicación, o si se prefiere el modelo, generan de manera inexorable una enorme desigualdad social que para justificarse necesita desincentivar el sentido de solidaridad y responsabilidad social e incentivar un marcado e irrestricto individualismo. En algunos de campos de acción específicos en que tales políticas se implementan, como la educación o la salud, llevan a operar con la lógica empresarial costo-beneficio, que degrada la calidad de los servicios para generar y maximizar las ganancias.
Los mecanismos de fiscalización con que desde el Estado se ha pretendido y se pretende continuar enfrentando este problema no logran resolverlo en la misma medida en que se enfrentan a un umbral que, en el marco del modelo económico imperante, aparece como infranqueable: el irrestricto respeto que en este marco se debe al carácter necesariamente lucrativo del negocio. Este es el problema de fondo que actualmente cruza y degrada al sistema educativo en todos sus niveles.
* Jorge Gonzalorena es sociólogo por la Universidad de Chile, historiador económico por la Universidad de Lund, Suecia, y Magíster en Ciencias Sociales por la Universidad de Chile
[1] en la novela El Gatopardo un personaje dice «Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie». Desde entonces, se suele llamar gatopardista al político, que cede o reforma una parte de las estructuras para que nada cambie realmente.