Decidir si el mundo actual es más o menos violento que el pasado es una discusión inconducente. En definitiva, poder saberlo no nos aporta ninguna solución en lo concreto. Pero de lo que no hay ninguna duda es que la violencia no ha terminado, que sigue siendo una matriz común, demasiado común en las relaciones […]
Decidir si el mundo actual es más o menos violento que el pasado es una discusión inconducente. En definitiva, poder saberlo no nos aporta ninguna solución en lo concreto. Pero de lo que no hay ninguna duda es que la violencia no ha terminado, que sigue siendo una matriz común, demasiado común en las relaciones humanas.
En todo caso, si algo es evidente es que la violencia actual tiene características novedosas. Sin responder a la pregunta respecto a si ahora hay más o menos violencia, lo que está claro es que hay nuevas formas de la misma. Tal como se ha dicho: «la violencia es la partera de la historia», estructura que pareciera dominar los movimientos de los humanos, tanto en el plano individual como en lo social.
Sin pretender ser pesimistas y postular que en la misma esencia humana encontramos el hecho de violencia, ante lo que no habría nada que hacer entonces, podemos entender la misma como una construcción; construcción en todo sentido: como campo simbólico que no viene de la biología (los animales no son violentos al modo humano: no torturan, no discriminan, no gozan en el ejercicio del poder), y construcción como cuestión marcada por la historia. En la antigüedad clásica los luchadores combatían hasta morir; hoy día, los modernos boxeadores están regulados por normas muy estrictas y usan protectores bucales. ¿Somos entonces menos violentos?
Insistimos con la idea: no se trata de saber si lo somos en mayor o menor medida ahora, sino de por qué lo somos, y más aún: qué hacer para terminar con eso.
Es común escuchar decir hoy día en cualquier ciudad del mundo que la seguridad pública va de mal en peor, que años atrás la vida urbana era mucho más tranquila, que antes podía caminarse por la calle con absoluta libertad a cualquier hora de la noche; incluso no falta alguien que evoque con nostalgia algunas décadas pasadas, cuando era común dejar casas y automóviles sin llave sin la más mínima preocupación. Todo lo cual, sin dudas, es cierto: hoy día ha crecido la inseguridad ciudadana. Las peligrosas pandillas juveniles armadas y consumidoras de drogas fuertes eran algo desconocido años atrás. ¿Somos entonces más violentos?
Hoy día ninguna sociedad realiza sacrificios humanos, en tanto ellos fueron algo muy común en muchas civilizaciones de antaño; incluso en ningún lado se da ya la antropofagia, mientras que eso fue común en muchas culturas en épocas pretéritas. ¿Somos menos violentos ahora? ¿Nos hemos ido civilizando cada vez más?
Pero al mismo tiempo ninguna sociedad, ningún imperio ha tenido un poder de destrucción tan grande como el que ha desarrollado la actual superpotencia mundial, Estados Unidos. Nunca en la historia se había dado la guerra con tanta crueldad como en estos últimos años, involucrando a poblaciones civiles desarmadas, incorporando como parte de la lucha la guerra psicológica o las armas de destrucción masiva que pueden borrar ciudades, o incluso países, en unos pocos segundos. ¿Somos más violentos ahora? La discriminación, en cualquiera de sus formas (étnica, de género, de cualquier grupo vulnerable o diferente, etc.), no ha desaparecido, pero ha comenzado a ser seriamente cuestionada, y en forma paulatina da muestras de resquebrajarse: las mujeres tienen iguales derechos que los varones, a nadie se lo tratará de «inferior» por su color de piel, y se empiezan a aceptar los matrimonios homosexuales. ¿Nos estamos haciendo menos violentos ahora entonces? ¿Ha crecido nuestra tolerancia y nuestro respeto por las diferencias?
Pero también son dignas de mencionarse ciertas prácticas «aberrantes» que no hubiéramos imaginado años atrás, hoy día en pleno auge: pornografía y prostitución infantil, turismo sexual, venta de seres humanos para extracción de órganos. Lo cual nos hace pensar que nuestro desarrollo civilizatorio no es tal, y que la violencia crece.
Como vemos con estos pocos ejemplos -que, por cierto, se podrían multiplicar casi al infinito- en la experiencia cotidiana encontramos ambas justificaciones: que la violencia crece, o que disminuye. Crecen las leyes que nos protegen, pero crece al mismo tiempo el frenesí armamentístico; cada vez se prohíbe más taxativamente la tortura a través de convenios internacionales, pero también crece su refinamiento y la forma sutil con que se practica. Nos civilizamos cada vez más, pero los juegos infantiles son cada vez más violentos y despiadados. Y si queremos decirlo con otros ejemplos: crece la abundancia de bienes, pero crece igualmente el hambre. Crece el desarrollo científico, y también crece la manipulación psicológica y comunicacional de la humanidad. Somos más pacíficos que en la antigüedad con sacrificios humanos, pero comparativamente muere cada vez más gente de hambre y por guerras.
Por tanto, decidir por una u otra posición a secas, quizá es erróneo. Lo que queda claro es que la violencia sigue estando presente en la dinámica diaria de la humanidad. La guerra no terminó, y nada hace pensar que vaya a desaparecer en lo inmediato. Ni tampoco se extinguieron las más diversas manifestaciones que caen bajo la denominación de violencia: discriminación, sexismo, abusos de todo tipo, etc., etc.
¿No hay remedio entonces? Sin caer en tontos pacifismos y llamados a poner la segunda mejilla luego de recibir la bofetada en la primera -en nombre del amor se han cometido las peores barbaries, no olvidarlo- quizá lo único realmente novedoso que se puede intentar es desarrollar un nuevo modelo de ser humano. El desafío es grande, pero vale la pena. ¿Socialismo del siglo XXI le diremos? Bueno, no importa el nombre; simplemente: hagámoslo. Un modelo que dé como resultado algo más relacionado con la solidaridad y más alejado de la animalidad. Según Rousseau «el hombre nace bueno y la sociedad lo pervierte». En su antípoda dirá Fidel Castro: «El hombre es un ser lleno de instintos, de egoísmos, nace egoísta, la naturaleza le impone eso; la naturaleza le impone los instintos, la educación impone las virtudes». ¿Somos «buenos» o «malos»? Difícil decidirlo, sin dudas. En todo caso: una mezcla. Y hasta ahora al menos, no quedan dudas que la violencia es nuestra partera. Pero el desa fío de algo nuevo nos llama.