España se mantiene como la duodécima potencia económica del planeta pero los jóvenes vivirán peor que sus padres y, si por un capricho del azar, los habitantes de la aldea global se deciden masivamente por otros destinos turísticos, nuestro país podría entrar, por la puerta grande, en el Tercer Mundo. No hace falta ser un […]
España se mantiene como la duodécima potencia económica del planeta pero los jóvenes vivirán peor que sus padres y, si por un capricho del azar, los habitantes de la aldea global se deciden masivamente por otros destinos turísticos, nuestro país podría entrar, por la puerta grande, en el Tercer Mundo.
No hace falta ser un Premio Nobel de Economía para saber que la Ley de Oro de los mercaderes es producir a costes bajos (o pagar salarios mínimos o ínfimos) y vender a precios máximos para asegurarse, a costa de estrujar al prójimo, beneficios millonarios y criminales. Subrayo esto último porque en esa cadena hay millones de víctimas que son explotadas sin piedad. En muchas ocasiones mueren en accidentes laborales, silenciados en algunos países, que podrían evitarse invirtiendo un puñado de dólares.
Cuando el Gobierno de un país democrático (no sé si hay alguno en la Galaxia) obliga al empresario (me refiero al gordo, no al pequeño que trabaja para sobrevivir) a firmar contratos indefinidos, a pagar sueldos dignos, a terminar con la brecha salarial entre hombres y mujeres (éstas, por lo general, más baratas), sólo hay que enrocarse y marcharse con los bártulos a otro país «donde la carne humana está a precio de saldo». Es decir, el mercader deja de producir en casa, ya que «los malditos rojos» -esos que creen que todos somos iguales- no se han enterado de cómo funciona el mundo.
Es el momento de buscar socios, «muchas veces sin escrúpulos», en India, Bangladés, Pakistán, Birmania, en la China de «los nadies» (expresión acuñada por Eduardo Galeano), etc., ya que allí, gracias a la deslocalización y a la globalización, hay «mano de obra» (personas) que, con un sueldo cainista, vejatorio, hace el mismo trabajo que los españoles y españolas. Y, además, no protestan, y si lo hacen, les despiden, les pegan, o les hacen cosas mucho peores, sobre todo si son mujeres, menores o el nuevo prototipo de esclavo al que inoculan desde la infancia su «condición animal».
En España se escucha ahora, más que nunca, el rugir masivo de mujeres bandera que toman las calles al grito de «igualdad, libertad, fraternidad», al igual que hicieron nuestros vecinos y vecinas en la Revolución Francesa, esa que tumbó coronas, decapitó a «los negreros» y estuvo a punto de cambiar el mundo, de traer a casa la utopía, ese sueño que nos ayuda, como nos recordaba el escritor uruguayo, a seguir caminando.
Con lo anterior, con «los pequeños logros» recientes (que cada uno los matice según sus conocimientos y experiencia) podemos caer en el error de que «estamos a punto de logarlo» y de que «el miedo está cambiando de bando», como dice la canción. Tenemos a nuestro favor grandes victorias, pero pírricas. Lo grande está por hacer, hemos llenado de agua, por unos instantes, el agujero de arena que cavaron en la orilla del mar.
Si no empezamos una lucha sin tregua, coordinada, pacífica y total, destinada a un cambio radical, tanto en la legislación nacional como en los patrones de la economía internacional (inmensa red con araña incluida) caeremos en la aporía de Aquiles y la tortuga, y aunque pensemos por unos instantes que avanzamos, «el de los pies ligeros siempre nos dejará atrás».
Aquí nos viene al pelo un video muy didáctico de Julio Anguita, el Califa Rojo que fue alcalde de Córdoba (1979-1986). Este señor es uno de los pocos políticos españoles que no utilizó sus cargos para «enriquecerse o cambiar de estatus social», lo que nos recuerda en muchos aspectos al ex presidente de Uruguay José (Pepe) Múgica. Tras dejar «el emirato» regresó, con toda normalidad, a su trabajo de maestro, lo que contrasta con numerosos profesionales de la política que entran por «puertas giratorias» y salen reconvertidos en importantes consejeros de macroempresas, con sueldos de infarto, tipo el ex socialista Felipe González, archienemigo de Venezuela y amiguísimo del sobrevalorado escritor Vargas LLosa. Pinchar aquí en El Informe Petras para escuchar al Califa y el diagnóstico sincero y escalofriante de ese documento.
La economía española, debido a la miopía y avaricia de nuestros dirigentes, se ha basado en dos pilares que nos han dado «una alegría momentánea», pero que en su vientre llevan el germen de la destrucción del tejido social y, con ello, (lo que avisará el quebrado sonido de los cuernos), el empobrecimiento del país. Estos dos pilares son: el turismo y «el boom del ladrillo».
El turismo, como dijo una vez Pablo Iglesias, ha convertido a los españoles y españolas en los camareros y camareras de Europa (el líder de Podemos se retractó más tarde de esas palabras porque sentaron mal a la gente), y el «boom del ladrillo», como bien es sabido, provocó altísimos niveles de abandono escolar y contribuyó a construir «la falsa creencia» de que el obrero podía «ganar más que el ingeniero» y «vivir como un rey». Pero lo que pasó, en realidad, lo explica muy bien la Biblia: «El primogénito vendió lo más valioso que tenía (su futuro) por un plato de lentejas». Y el trabajador perdió la conciencia de clase social.
A lo anterior debo añadir que nuestros planes de estudios están anquilosados, anticuados y, encima, en algunos predios, bajo la losa de la Iglesia. Hemos entrado con mal pie en el siglo XXI. Otros países aprendieron la lección, tras varias crisis económicas, y actualizaron sus escuelas y universidades (Corea del Sur, China, Noruega, Alemania, etc.,) Eso, unido a ingentes inversiones en investigación y desarrollo, sirvió para preparar a su juventud para que tuvieran «un trabajo digno» en el mutante, especulativo y movedizo mercado laboral.
Si no luchamos en serio por cambiar los modelos y moldes que imperan a comienzos de esta Era de la informática, robotización, nanotecnología, y trabajos y empresas virtuales dirigidas por fantasmas, acabará formándose la tormenta perfecta. No sería extraño, p. ej. que cambiaran las modas o tendencias globales y que, de repente, la gente deje de ir a España y haga turismo en el Caribe, el Pacífico y otros lugares; y que el cíclico «boom del ladrillo», nos estalle como una bomba atómica dejando ruinas por doquier.
Actualmente somos la duodécima potencia económica del mundo, pero los expertos vienen avisando desde hace muncho tiempo de que, si no nos ponemos las pilas, puede que en dos o tres décadas, ocupemos el número cincuenta del ranking mundial, es decir: bajaremos 32 puestos y entraremos, por la puerta grande, en el Tercer Mundo.
En América Latina tienen que lidiar con gigantes mayores que en Europa, debido a las pesadas cargas que dejaron las potencias coloniales y el lastre de una burguesía que sueña con una Edad de Oro, tipo vieja y rancia aristocracia española. A esa casta, sin duda le encantan profetas como Donald Trump, personaje que pinta de colores, el fascismo.
A los suramericanos tal vez les sirva de inspiración la parábola de Julio Anguita, pues ese continente de «la discordia» se enfrenta a un enemigo enorme que tiene una fuerza descomunal. Sus pueblos tienen que desarrollar los músculos, entrenarse a fondo, fabricar la mejor honda posible y afinar la puntería. Sólo así impactará el guijarro en la frente de Goliat, y el pequeño David podrá disfrutar de su reinado.
Insisto en que el cambio debe ser global, si no la Tierra quedará separada por el Muro del Fascismo Capitalismo: a un lado, islas para ricos y al otro, submundos para pobres, «nadies» y «seres fallidos». No vale que una nación pequeña lo intente sola, se necesita la ruptura de muchas fronteras, no sólo físicas sino también mentales, para dar el salto comunal.
El Occidente europeo y el mundo anglosajón se creen muy superiores al resto de las regiones del planeta y, por eso, miran a los demás desde el Olimpo. Ha llegado la hora de que el ciudadano universal diga ¡basta! a tanta soberbia y, reclame y conquiste su derecho a vivir en condiciones de igualdad con sus semejantes. ¡Quedan tantas revoluciones por hacer! ¡Tantas cadenas por romper! ¡Tantas torres por derribar!
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