Lo reconozco. Me simpatiza Barack Obama. Aclaro que la persona, no el «Air Force One». La primera vez que supe de él fue charlando con Susan S. Harjo, destacada activista indígena y periodista radial norteamericana, miembro de la Nación Cheyenne, a quien entrevisté largamente en Filadelfia para «Azkintuwe». Corrían los primeros meses del año 2008 […]
Lo reconozco. Me simpatiza Barack Obama. Aclaro que la persona, no el «Air Force One». La primera vez que supe de él fue charlando con Susan S. Harjo, destacada activista indígena y periodista radial norteamericana, miembro de la Nación Cheyenne, a quien entrevisté largamente en Filadelfia para «Azkintuwe». Corrían los primeros meses del año 2008 y el por entonces senador por Illinois arrasaba con Hillary Clinton en las primarias demócratas. Y Susan, para mi sorpresa, no ocultaba su satisfacción. «Obama, por su historia, se asocia a si mismo con la lucha de los nativo americanos en Estados Unidos y propone seguir avanzando en este sentido. Eso las naciones indígenas lo vemos con buenos ojos. Es posible que muchas de sus propuestas prosperen. Esa es mi esperanza», me señalaba.
No niego que su entusiasmo me pareció en aquellos días un ingenuo acto de fe. Y es que lejos de encabezar los sondeos de intención de voto, la opción presidencial de Obama no parecía entonces calentar a tantos. Mucho menos en plena «guerra contra el terrorismo», teniendo como oponente a un héroe de Vietnam y llamándose «Barack Hussein Obama» y no precisamente «John Sidney McCain». Pero contra todos los pronósticos, resulta que ganó. «El milagro lo hizo su historia y lo que esta representa para el pueblo norteamericano», me señaló una emocionada Susan días después de los comicios. Fue entonces cuando sentí que algo demasiado importante se me estaba simplemente escapando.
«Su historia». Aquellas palabras de Susan rondaron en mi cabeza por un buen tiempo. Casi como una provocación. Solo tras leer «La Audacia de la Esperanza», luego «Los Sueños de mi Padre» y, más recientemente, la magnífica biografía sobre Obama del director de The New Yorker, David Remnick («El Puente»), pude comprender a cabalidad su entusiasmo, el mismo que compartía con numerosos líderes sociales del país del norte. Y, hasta cierto punto, comprendí la fascinación que ejerce su persona sobre todos quienes han (hemos) transitado el camino, complejo y contradictorio, del colonialismo, la autoafirmación racial y la búsqueda de una identidad propia.
Comprendí, más allá de las caricaturas con que cierto sector de la izquierda gusta demonizar a los inquilinos de la Casa Blanca, que su figura sintetizaba, ante todo, una historia de lucha colectiva. Ya sea del pueblo afroamericano por sus derechos civiles, de los nativo americanos por el respeto de sus tratados históricos o bien aquella de los sin papeles por el derecho a no ser devueltos a patadas al sur del río Bravo. Desde Martín Luther King a Malcom X. Desde Leonard Peltier al salvadoreño Francisco Rivera. Todo ello y más representaba Obama para Susan. No se trataba en absoluto de un candidato demócrata más. Hijo de madre blanca y padre keniano, encarnaba como pocos todo un capítulo de la historia reciente de los Estados Unidos. Reconozco que por entonces no pude verlo. Porfiar en ello, a estas alturas, no sería otra cosa que estar ciego.
¿Sabrá la «ilustrada» elite chilena, aquella que repletó los salones de La Moneda hace unos días para agasajarlo, de qué diablos les estoy hablando? Tengo mis serias dudas. Si lo supieran, sospecho más de alguno se sonrojaría. O cuando menos daría media vuelta y si te he visto alguna vez negrito, no me acuerdo. Y es que más allá de su investidura presidencial – polémica es cierto, pero no olvidemos que carga tras de si los destinos de todo un Imperio- quien visitó Chile a comienzos de semana es para millones de personas en el mundo un verdadero símbolo. Un símbolo de libertad y de reencuentro. Un símbolo de superación de las odiosas barreras raciales, si bien aun existentes en muchas partes de Estados Unidos, cada día menos promovidas y mucho menos aceptadas. ¿Qué podrá entender de ello en Chile un Hinzpeter, un Luksic, un Pérez Yoma, un Chadwick, un Eyzaguirre, inclusive una «progresista» Carolina Tohá? A estas alturas, sospecho que poco y nada.
Tan solo días antes de la visita de Obama, un migrante ecuatoriano de raza negra que cruzó con luz roja la Alameda fue detenido violentamente por Carabineros. Videos de transeúntes denunciaron indignados un actuar policial a todas luces racista y cavernario. Del selecto listado anterior ninguno dijo ni pío. El pasado martes, cuatro campesinos mapuche fueron condenados por un tribunal sureño a más de 20 años de prisión. Así como lo lee; ¡20 años y de un plumazo! No asesinaron a nadie, tampoco abusaron sexualmente de ningún seminarista, pero -Ley Antiterrorista de por medio- la condena fue secarse con sus huesos en la cárcel. Si alguien no ve racismo en esta sentencia, recomiendo vaya al oculista. Y luego, por favor, léase de pasadita alguno de los libros sobre Obama disponibles en el mercado editorial. Tal vez por fin, en una de esas, quién sabe, comencemos entre todos a entendernos.
* Publicada en The Clinic, Edición del 24 de Marzo de 2011.