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Obscenidades

Fuentes: Rebelión

El «PÚBLICO» del lunes, 17 de marzo de 2.008, publica un artículo de Amparo Estrada en el que se nos da cuenta de que la canciller Angela Merkel calificó de obscenas las indemnizaciones a responsables empresariales que habían fracasado en sus respectivas gestiones. La noticia da mucho que pensar. Las indemnizaciones a buenos gestores ¿nunca […]

El «PÚBLICO» del lunes, 17 de marzo de 2.008, publica un artículo de Amparo Estrada en el que se nos da cuenta de que la canciller Angela Merkel calificó de obscenas las indemnizaciones a responsables empresariales que habían fracasado en sus respectivas gestiones. La noticia da mucho que pensar. Las indemnizaciones a buenos gestores ¿nunca son obscenas?; ¿quién fija el criterio para calificar la gestión?; si se obtienen pingües ganancias, ¿la gestión ha sido siempre buena?; etc., etc.

Pero, además, da que pensar en ámbitos más amplios de aplicación del concepto de obscenidad. El diccionario de la R.A.E. nos dice que obsceno es lo impúdico, torpe, ofensivo al pudor. Normalmente el concepto se aplica al mundo de lo sexual; sin embargo, el pudor es una virtud exigible en muchos otros campos de la actividad humana, hasta el punto de que caben actos impúdicos en materia económica, social, política, jurídica y hasta religiosa; el empleo del adjetivo que hace Merkel no es ni mucho menos inadecuado.

De hecho, todos somos más o menos impúdicos. Nos sentimos inclinados muchas veces a ostentar poder económico y a pensar en la envidia que suscitamos. Un cochazo, un viaje, un golpe de fortuna… y nos dejamos llevar por una especie de hybris de superioridad. De ello resulta que muchas pequeñas obscenidades, que deberían provocar únicamente una condescendiente sonrisa, funcionan indirectamente como resorte legitimador de grandes obscenidades llamadas naturalmente a suscitar vehementes indignaciones. Ocurre así como a nivel sociológico ocurre con la clase media en nuestras clasistas sociedades; esta clase media, en su mezquindad moral, no es normalmente consciente de su función de escudo de la clase prepotente y dominante contra la presión inevitable que ejercen desde abajo las clases inferiores y, muy especialmente, la «famélica legión».

Y ya, puesto a poner ejemplos de grandes obscenidades, voy a mencionar unos cuantos.

Jean Ziegler, en su obra «Los nuevos amos del mundo», nos cuenta que el patrimonio personal del Bill Gates equivale al de los 106 millones de norteamericanos más pobres. ¿No es eso una enorme obscenidad? ¡106 millones de personas!; ¡dos veces y media la población de España! Y eso que, según la revista Forbes, ya no es el hombre más rico del mundo, ya que al parecer ha sido desbancado del puesto por un mejicano. Por cierto, que la citada revista publicó hace algún tiempo (quizá dos años) que uno de los hombres más ricos del mundo era Fidel Castro; al saberlo, el Comandante se limitó a comentar lo absurdo de la noticia diciendo: «¿y para qué querría yo tanto dinero?; de todos modos, si dicen que lo tengo, sabrán dónde está; que me lo digan, porque yo no lo sé». La finalidad difamatoria de la noticia quedó tan palmariamente al descubierto que la revista, que yo sepa, no insistió en la vil calumnia.

Otro caso de Ziegler: el tiranuelo de un país africano (no recuerdo cuál, ni quién, ni falta que hace para el propósito de este escrito) desvió varios miles de millones de dólares a cuentas en bancos suizos en la forma de depósitos a su disposición. Mas hete aquí que un golpe de Estado triunfante derribó a tiranuelo y acabó con su vida y la de sus allegados, de tal modo que los citados depósitos no pudieron ser reclamados por nadie a título de sucesión mortis causa. El Gobierno derrocante trató de reclamar el dinero alegando que era fruto del saqueo del erario público del país, y, al parecer, pudo rescatar algunos cientos de millones; pero el resto, protegido por el sacrosanto principio del secreto bancario, quedó de facto en poder de los bancos depositarios, creándose así una apropiación sin causa jurídica alguna. ¿Cómo calificar esta realidad sino de obscena?

No hay, sin embargo, que irse tan lejos para encontrar obscenidades así. Aquí, en España, tenemos casos como el de «El Pocero» de Seseña; un yate en el Mediterráneo de más eslora que el del Rey (dejemos en paz a S.M.) y su cínico comentario hacia la actitud honesta del Alcalde -«no seas gilipollas, que así lo único que va a pasar es que me sales más barato»-, ¿puede haber mayor obscenidad?. Pues sí; la obscenidad política de una manifestación de apoyo de los trabajadores de «El Pocero» a su patrón, sin considerarse por nadie que su actividad vampírica, apropiándose de las plusvalías generadas por su trabajo, era la que provocaba su prepotente posición. Eso aun resultaba más obsceno.

Los «Albertos». Autores de una descomunal estafa, según dos sentencias de altos Tribunales. Al declararse extinguida por prescripción del delito su responsabilidad penal, se disponen al parecer a reclamar decenas de millones de euros como si hubieran sido víctimas de un error judicial. Es de esperar que los Tribunales de Justicia diferencien entre responsabilidad penal y responsabilidad civil y se frustre su pretensión; pero también es posible que no sea así y que se genere una gigantesca obscenidad jurídica.

Por último, la Iglesia. El protonazi e inquisidor Ratzinger, hoy Papa Benedicto XVI, parece que ha declarado pecado la acumulación excesiva de riquezas. No conozco, ni me importa, el texto de semejante declaración; pero supongo que para su aplicación penitenciaria será necesario precisar dónde comienza el exceso y si el pecado será exclusivo de las personas físicas o si también será pecaminosa la acumulación a través de personas jurídicas. De no ser así, si la acumulación por personas jurídicas puede ser moralmente ilimitada, me parece evidente que la trampa moral queda montada al mismo tiempo que la jurídica. Y si no, el recuerdo de los inmensos tesoros que la Iglesia tiene en su poder a lo largo y ancho del mundo católico, sólo nos puede llevar, parodiando la vieja sabiduría del «Eclesiatés», a clamar con desconsuelo: «¡obscenidad de obscenidades y todo obscenidad!».