En el ejercicio de sus funciones, es decir en lo que se refiere a sus actuaciones en el marco legal conforme al procedimiento establecido, la burocracia responde ante sí misma. El ciudadano nada tiene que decir, sólo opinar, y en ocasiones no le queda ni esa opción. Por ejemplo, la sufrida frase respetamos las resoluciones […]
En el ejercicio de sus funciones, es decir en lo que se refiere a sus actuaciones en el marco legal conforme al procedimiento establecido, la burocracia responde ante sí misma. El ciudadano nada tiene que decir, sólo opinar, y en ocasiones no le queda ni esa opción. Por ejemplo, la sufrida frase respetamos las resoluciones judiciales aunque no las compartamos -termino incluso empleado por la burocracia política-, pudiera ser un reflejo del papel de la ciudadanía en el funcionamiento de la maquinaria estatal. Este es prácticamente nulo, porque la burocracia decide y el ciudadano obedece. No obstante, se la reserva un lugar en primera fila en los procesos electorales. Por un lado esta postura cercana a lo servil pone en evidencia la incapacidad ciudadana para hacer valer otras interpretaciones de los hechos y de la ley, apoyadas en principios, no prioritariamente de legalidad sino de justicia. De otro, refleja la sumisión de la ciudadanía a la voluntad de la burocracia, que no ha sido, cuanto menos, elegida. Desde este punto de referencia cabe hacer la observación del lugar que debería ocupar el ciudadano en un sistema que, aunque dominado por la burocracia surgida del propio Estado como instrumento del orden, se declara de Derecho.
Dos puntos previos a considerar. Si el soporte del Estado es la sociedad o conjunto de humanos que ha decidido vivir organizados, aquel no es más que un instrumento al servicio de todos, sin embargo desde la visión burócrata se invierte la relación, todos están sometidos a su voluntad, porque se deriva de la legalidad que desarrolla el funcionamiento del Estado. Pasando a la realidad del momento, resulta que quien paga el funcionamiento del aparato estatal son todos, sin verse asistidos de la totalidad de los derechos naturales que en un mundo regido por el dinero como vehículo de funcionamiento del sistema capitalista les corresponde, ya que no intervienen ni fiscalizan si ese dinero que da empleo a la burocracia atiende realmente a los intereses generales.
El Estado de Derecho dota a sus ciudadanos de una serie de derechos y garantías que les afectan positivamente, aunque en las constituciones respectivas resulten ser un elemento ornamental que las hace ganar prestigio y consideración doctrinal, pero su verdadero valor reside en que lleguen a ser una realidad práctica. Aunque la parafernalia constitucional está ahí, el ciudadano común lo que efectivamente valora es la operatividad de tales derechos en el terreno real. Ese mismo Estado de Derecho, más allá del aspecto de la versión dedicada a la ciudadanía, permanece atento al ejercicio del poder, inclinándose por mantener un equilibrio de funciones, estableciendo una especie de contrapesos para que las distintas actividades del Estado no se desequilibren y aparezca cualquiera de ella como dominante de las otras. Mas al igual que sucede con los derechos de los individuos, una cosa es la teoría y otra la práctica. En el marco de esos contrapesos las responsabilidades por la actuación de los distintos poderes están recogidas, aunque su aplicación vaya por otro camino, no estrictamente en función de la legalidad, sino a tenor de las circunstancias del momento. La responsabilidad es una exigencia natural de quien ejerce el poder sobre el que resulta dominado. Sin embargo, en el tema de las responsabilidades de los ejercientes del poder, un punto que llama la atención en el terreno de la praxis es la irresponsabilidad ante los ciudadanos de la burocracia técnica o lo que se viene en llamar organización para la administración del Estado.
Si en el caso de la burocracia política o clase de los políticos profesionales la responsabilidad ante los ciudadanos se reconduce a eso que se ha venido en llamar responsabilidad política, fijada en el terreno de las contiendas electorales, en el caso de la burocracia técnica el asunto no discurre por la misma vía. Primero, porque sus miembros a menudo no son elegidos y, segundo, porque aquí, en virtud del principio de jerarquía que la caracteriza, las posibles responsabilidades, generalmente reconducidas a plano de las llamadas responsabilidades disciplinarias, las determinan los superiores en el escalafón -pudiendo tener voz los tribunales-. En este punto, los ciudadanos poco pueden decir, salvo lamentarse de las actuaciones a sus ojos injustas, que son fuente de innumerables denuncias, quejas, querellas, demandas que en lo político, salvo contadas excepciones, caen en lo que se llama saco roto. La pregunta que ronda en el ambiente de la ciudadanía es si es posible hablar de responsabilidad real de la burocracia en el marco de cualquier Estado de Derecho. Decir que no hay responsabilidad alguna sería exagerar, porque la hay. La cuestión es determinar quien establece las responsabilidades, ¿el ciudadano o la propia burocracia?. Tomando como referencia cualquier Estado avanzado occidental, resulta que el primero, debe mendigar justicia, por falta de poder para exigirla, y tiene que hacerlo ante la misma burocracia de conjunto que ha vulnerado sus derechos, aunque se trate de un instrumento de decisión diferente.
Los tribunales, como parte integrante de la burocracia técnica estatal, dilucidan las consecuencias del ilícito penal y de la contravención de las normas civiles y administrativas, entre otras, en las actuaciones burocráticas, cuando se trata de asuntos que pudieran calificarse en el plano de la legalidad. Por tanto, en último término no se puede hablar de irresponsabilidad administrativa. La cuestión es que aunque se aspire a cumplir con la inmediatez, la propia dinámica de la burocracia impone lentitud, con lo que las soluciones por esta vía a menudo se suelen perder en el tiempo, la reparación al ofendido pocas veces es completa y la responsabilidad personal suele diluirse buscando al más indefenso en el organigrama estatal. El ilícito administrativo, si afecta al principio jerárquico, se airea y se reprime, pero si afecta solamente al ciudadano individual, se silencia y oculta. Ya sea porque el que dirige sólo conoce lo que le interesa o porque el subordinado obedece órdenes superiores frente a las que se sitúan una barrera insuperable. Cuando la responsabilidad personal está en parte protegida por la actuación al amparo estatal, lo económico suele recaer en la maquinaria y supone hacerlo con el correspondiente perjuicio para los contribuyentes. En el ámbito de la justicia rogada, si se toca la cuestión económica, el ciudadano se retrae en detrimento de sus derechos, ya sea por las tasas presentes y ausentes -instrumento que de forma abierta o encubierta se utiliza como elemento disuasorio- que lo gravan o por los privilegios del que nada tiene que perder -beneficio de justicia gratuita para una parte y de pago para el contrario-.
Sin embargo, aun sin contar con la efectividad que caracteriza a los tribunales, es posible someterse a la consideración de la propia interesada para que recapacite sobre sus errores de funcionamiento. A efectos de tomar conocimiento y de simple estadística, se encuentran los servicios de reclamaciones y quejas, encasillados en formularios de página web, para tratar de aportar imagen de actualidad, cuyas respuestas, si es que las hay -porque a menudo se pierden en la vaguedad o en la irracionalidad que propicia en algunos aspectos el mundo virtual-, pocas veces conectan con la realidad. En ocasiones, se asume la negligencia, nunca la culpa y se reconsidera el asunto. Pero resulta tarea inútil reclamar responsabilidades directas al empleado responsable de los mismos porque está protegido por el fuero disciplinario, el ciudadano no es nadie para pedir que actúe sobre él la Administración, porque es potestad del jefe. Lo que responde al principio práctico de que sólo el superior jerárquico está legitimado en base a la discrecionalidad del mando para deducir responsabilidades al subordinado. Cuando el ciudadano exige responsabilidades personales ha de acudir a los tribunales, porque el procedimiento disciplinario está para proteger el orden jerárquico, pero no a la ciudadanía de los abusos burocráticos.
Queda un órgano imparcial, al que se asigna el papel de defensor del ciudadano, figura prolífica en denominaciones en las Administraciones avanzadas, cuyas funciones suelen ser testimoniales en virtud del mismo mandato constitucional que la establece, amparado en esa tendencia por buscar un equilibrio de poderes, como vehículo de control del legislativo sobre el ejecutivo. Sus funciones de mero trámite, acompañadas del típico papeleo que ha venido caracterizando el sistema empleado por la clase burocrática, está orientado a servir de recordatorio a los empleados de la Administración sobre la obligatoriedad de cumplir con la legalidad, así como para confeccionar estadísticas que toman el pulso al funcionamiento de los servicios públicos. Acudiendo a esta vía, en la práctica el ciudadano pocas veces viene a resolver su situación, como no sea porque la Administración reconozca sus propios errores.
Ya de manera extraoficial, al amparo de los intereses de los distintos medios de comunicación, queda a disposición del ciudadano una forma atípica de exigir responsabilidad -que no responsabilidades- a los burócratas, se trata de acudir al testimonio de la opinión pública. No es más que difundir en un proceso mediático versiones particulares de la justicia, dando vueltas en torno a una situación, aportando opiniones diversas, en un espectáculo visual poco eficaz. No obstante, con el despertar de la conciencia ciudadana, a veces el ejerciente del poder se siente aludido.
Es evidente que se hecha en falta en las sociedades del Derecho un procedimiento sencillo para que el ciudadano exija responsabilidades directas por el funcionamiento irregular de la burocracia y de los burócratas, tramitado al margen de la burocracia, en el que se dedica conforme a de la razón ciudadana. No concilia con ella el sistema vigente, porque se actúa inevitablemente conforme al interés de grupo, cuerpo o clase, sin que el ciudadano-siervo pueda ejercer su autoridad ficticia en calidad de ciudadano. Hay que añadir que la disciplina es un orden dirigido a respetar la jerarquía, que no necesariamente coincide con los intereses generales, a los que teóricamente debe atenderse conforme a la función asignada constitucionalmente. El argumento de contrario siempre se remite a los tribunales como solución aséptica, sin embargo son parte interesada en un orden de burocracia técnica y se ven afectados por los mismos problemas de fondo. El sentido de jerarquía y disciplina se encuentra ligado a la función jurisdiccional tratando de inclinar la balanza por su simple peso del lado de sus propias prerrogativas como burocracia frente a las demandas abiertas de la ciudadanía.
El poder en su definición moderna dentro del marco de los Estados de Derecho ha querido jugar con la racionalidad sin comprometerse, dejando intactas las prerrogativas de la burocracia, como vía para una mejor defensa de sus intereses frente a la ciudadanía, encomendando específicamente a la burocracia técnica el mantenimiento de la relaciones conforme al procedimiento. Construyendo así instrumentos de depuración de responsabilidades dentro de su propio seno, en su círculo cerrado. No obstante, dejando algunas anécdotas para acusar la presencia del ciudadano en el funcionamiento de la Administración por vía directa, caso del jurado popular. De manera indirecta, como simple representado, a través del legislativo pueden citarse las comisiones de investigación de las cámaras representativas, simplemente para que el poder tome contacto con la realidad. En el primer caso su presencia es testimonial porque el ciudadano no juzga, simplemente vota, es el juez el que juzga y, más tarde, quien revisa -confirma o modifica- es otro juez superior -en definitiva el papel asignado al ciudadano es de poca relevancia práctica-. Las comisiones parlamentarias son una buena reflexión para sacar a la luz las vergüenzas de los relacionados de alguna manera con el ejercicio del poder, cuya misión es escaparse de la evidencia con todos los subterfugios a su alcance -aquí sólo se trata de dar publicidad a un asunto de cara a la opinión pública-.
Todo esto suena a desfase del sistema. Ya que la obsolescencia no sólo afecta al Estado sino a la propia democracia. En contra del sesgo dado a la democracia representativa, la idea de democracia no es solamente elegir, sino gobernar. Con lo que si la ciudadanía e incluso las masas, no ocupan un lugar en la estructura y desarrollan su función en el marco de un Estado moderno, superando el modelo burgués, el desarrollo político de las sociedades avanzadas sigue anclado en el pasado, pese a los avances tecnológicos. Parece que el Estado de Derecho no puede eludir el peso de sus diseñadores, los burgueses que se movían entre sus intereses comerciales y sus intereses políticos, que dio como resultado un Estado puesto al servicio del capitalismo, en el que los ciudadanos juegan el papel de figurantes del sistema, porque las decisiones las toman otros. Con la rotura de su patrones originarios, la burocracia ha ocupado su lugar, se ha entregado a la tarea de custodiar el viejo Estado burgués y lo hace como si fuera de su exclusiva propiedad. De tal manera que el ciudadano ya no es figurante, simplemente siervo del Estado y por ende de sus gestores. La necesidad de modernizar el Estado, recuperar el equilibrio de poderes y poner en la escena real la presencia del ciudadano en las instituciones del Estado son una exigencia derivada del avance de tiempos. En este punto las responsabilidades ya no pueden platearse en el seno de la burocracia sino ante la voluntad general, creando instituciones al efecto en las que decida directamente la voluntad general.
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