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Octubre de 1917, la revolución que cambió el mundo

Fuentes: Rebelión

Con precedentes históricos como la revoluciones francesas de 1789 y 1871 (de la toma de la Bastilla a la Comuna de París), o las propias insurrecciones rusas de 1905 y febrero de 1917, la revolución de octubre de 1917 en Rusia, que bien pronto cumplirá un siglo, supuso la instauración del primer estado de la […]

Con precedentes históricos como la revoluciones francesas de 1789 y 1871 (de la toma de la Bastilla a la Comuna de París), o las propias insurrecciones rusas de 1905 y febrero de 1917, la revolución de octubre de 1917 en Rusia, que bien pronto cumplirá un siglo, supuso la instauración del primer estado de la historia considerado obrero o socialista, al mismo tiempo que el nacimiento de una nueva gran corriente de la izquierda internacional, el comunismo, como alternativa a la espontaneidad revolucionaria de los anarquistas y al reformismo de la socialdemocracia tradicional. El Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia ( bolchevique ), dirigido por Vladimir I. Lenin, y fundado en 1912 después de la ruptura con el sector minoritario (menchevique) del partido, sería la nueva vanguardia de este movimiento revolucionario. Un movimiento que quería ir mucho más allá del tibio proceso constituyente que, desde la revolución de febrero, dirigían los sectores liberales (kadetes), socialdemócratas moderados (mencheviques) y socialrevolucionarios, coaligados en el gobierno provisional presidido por Aleksandr Kérenski.

La primera insurrección proletaria triunfante de la historia contradijo en cierto modo las iniciales previsiones del marxismo sobre el probable estallido de la revolución en los países más avanzados, unas estimaciones hechas en una fase muy anterior del desarrollo capitalista. Y tuvo lugar precisamente en Rusia, aquel gran conglomerado de naciones donde el capitalismo daba sus primeros pasos. Fueron decisivas la descomposición creciente de la monarquía zarista y de las viejas clases dominantes pre-capitalistas, entre ellas una nobleza casi medieval, la relativa debilidad de la burguesía, el carácter revolucionario de los movimientos campesinos y nacionalistas, la existencia de una clase obrera poco numerosa, pero bien organizada y con un peso social significativo en las principales zonas urbanas, la posibilidad de unir la revolución social con el final en Rusia de una odiada guerra mundial. Pero también la extraordinaria capacidad política de Lenin y de la dirección bolchevique, indispensables para hacer posible aquel triunfo. Ciertamente, el partido bolchevique supo recoger y canalizar el hambre de justicia de los pueblos del antiguo imperio, que fue decisiva para la victoria de la revolución, ante la incapacidad del gobierno provisional de ofrecer los objetivos más deseados por el pueblo: Ni pan, ni paz ni tierras para todos.

La revolución de octubre supuso la institucionalización de los consejos de obreros, campesinos y soldados (los soviets ), con el objetivo prioritario de acabar con la guerra, abolir la propiedad privada de la tierra, nacionalizar la banca, instaurar el control obrero en las empresas, promover la igualdad de la mujer y reconocer los derechos de todos los pueblos del antiguo imperio. En relación a este último tema, se apoyó formalmente el derecho a la autodeterminación, así como la abolición de todo tipo de discriminaciones nacionales. Entre 1917 y 1918 se reconocía la independencia de Finlandia, Estonia, Letonia y Lituania, mientras la Federación Rusa propiamente dicha, más Bielorrusia, Ucrania, y la República Transcaucásica (Armenia, Georgia y Azerbaiyán), cuatro repúblicas formalmente independientes desde octubre de 1917, se agruparon en 1922 en la nueva Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). La revolución también llevó Aleksandra Kolontái a ser la primera mujer de la historia en formar parte de un gobierno estatal, como responsable de asuntos sociales. Sin embargo, como ha sucedido en muchas otras ocasiones de la historia, si las condiciones fueran relativamente favorables para el triunfo de la revolución, no se puede decir lo mismo sobre la construcción del socialismo, en un país con un nivel de desarrollo aún muy bajo, con la economía destruida por la guerra europea y por la posterior guerra civil, un conflicto en el que los enemigos de la revolución de octubre contaron con la ayuda militar de una veintena de países aliados.

El primer gobierno revolucionario, el llamado Consejo de Comisarios del Pueblo (Sovnarkom), presidido por el propio Lenin, se formó con miembros del que pronto sería el nuevo Partido Comunista Ruso (bolchevique) y de un sector del Partido Social-Revolucionario, mientras el Comité Ejecutivo Central de los Soviets de toda Rusia se constituía como órgano teóricamente supremo del poder. Pasada una primera época de economía de guerra, fue necesario iniciar la reconstrucción del país, siguiendo una nueva política económica ( Novaya Ekonomicheskaya Politika , más conocida como la NEP), que preservaba la propiedad privada en algunos ámbitos, favorecía la pequeña y mediana producción agrícola y fomentaba una industrialización planificada. Esta política económica hacía imprescindible contar con un número importante de directivos, gestores y funcionarios del antiguo régimen, la gran mayoría de ellos poco o nada partidarios de la revolución. Por otra parte, las medidas de excepción, seguramente inevitables durante la guerra civil, no dieron paso posteriormente a una verdadera democracia proletaria, tal como el mismo Lenin, que moría prematuramente a los 53 años (1924), defendía en sus textos teóricos. La guerra civil entre el Ejército Rojo y los «ejercitos blancos» se ganó gracias al apoyo de los obreros y de los campesinos, pero lo que en octubre de 1917 era un poder representativo de los soviets se acabó convirtiendo, en buena parte por las circunstancias de la guerra, en un régimen exclusivamente bolchevique.

Mientras tanto, algunas importantes insurrecciones en otros países europeos, que hubieran podido suponer la aparición de nuevos aliados para la nueva Rusia soviética, no consiguieron su objetivo. Fue el caso de la revolución alemana de 1918-1919, durante la cual fueron asesinados los líderes comunistas y miembros de la antigua Liga Espartaquista (Spartakusbund) Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. Lo mismo ocurrió con la breve República de los Consejos de Hungría, también llamada República Soviética Húngara de 1919, liderada por Béla Kun, y donde también formaron parte del gobierno el conocido filósofo marxista Georg Lukács y otros miembros de los partidos comunista y socialdemócrata.

Volviendo a territorio soviético, la progresiva consolidación de Iósif Stalin como nuevo líder del partido entre 1924 y 1926, frente a Lev Trotsky, Grigori Zinóviev, Lev Kámenev, Nikolái Bujarin y otros dirigentes bolcheviques, la fusión creciente entre los aparatos del partido y del estado, o la influencia en aumento de los sectores no representativos de la clase obrera, harían cada vez más inalcanzable cualquier forma de pluralismo democrático. Durante los primeros años de la era de Stalin se puso el acento, de manera casi exclusiva, en el desarrollo de las fuerzas productivas, para lo cual serían aceptables todos los métodos del viejo capitalismo: grandes diferencias salariales, clásicas divisiones del trabajo o dirección única a las empresas, en detrimento de un cada vez más inexistente control obrero. La propiedad privada acabó desapareciendo por completo, incluso entre los campesinos, siendo sustituida por la propiedad estatal en la industria y por la muy cuestionada colectivización forzosa en la agricultura, consolidando plenamente un modelo de socialismo burocrático, no demasiado alejado de algunas experiencias históricas de capitalismo de estado. Una denominación, la de socialismo, ciertamente discutible, ya que ni la nacionalización plena de la economía, ni el mantenimiento en el poder de un partido teóricamente proletario, ni tampoco las disposiciones legales que lo proclamen, pueden definir por sí mismos un sistema de estas características, por eso parece razonable matizar el término y hacer referencia al socialismo burocrático o colectivismo burocrático.

El nuevo estado, lejos de caminar hacia fórmulas de simplificación y de auto-administración popular, se fue separando cada vez más de las clases populares y se jerarquizó progresivamente, alejándose de cualquier forma de democracia. Para justificar esta contradicción, se daría la excusa del asedio imperialista de los primeros años de la revolución (cierto, pero tan sólo una parte de la realidad), y cualquier adversario político terminaría siendo considerado como saboteador en manos de los servicios de espionaje extranjeros. La burocratización y paralización de los soviets, la represión contra sectores externos al partido daría paso, posteriormente, a la utilización del centralismo burocrático y de los métodos represivos para combatir supuestas «desviaciones ideológicas» de miembros o grupos del partido, lo cual llevó, durante los años treinta, a las deportaciones en masa, los procesamientos y las ejecuciones. La crítica y la autocrítica pasaron a ser una caricatura de lo que fueron en la época leninista, mientras que la dictadura del proletariado, que debería haber sido sinónimo de democracia socialista, se convirtió, tal como el propio Stalin la definía, en las directrices del partido, el cumplimiento de estas por las organizaciones de masas, y su puesta en marcha por parte de toda la población (sic).

En política internacional, la defensa del estado soviético constituiría el eje principal de una estrategia que pronto olvidó cualquier forma de internacionalismo en el sentido marxista o leninista del término. Sin menospreciar en absoluto el papel decisivo de la Unión Soviética en la victoria contra el nazismo, en la que perdieron la vida cerca de 25 millones de soldados o civiles soviéticos, la segunda guerra mundial fue el punto de partida del reparto de las zonas de influencia en buena parte de Europa, primero con la Alemania nacional-socialista, después con Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, anexionando a la URSS los países bálticos, y exportando el modelo soviético a Alemania Oriental, Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Rumanía o Bulgaria, sin tener en cuenta ni las condiciones objetivas ni el apoyo de los pueblos directamente afectados, mientras los procesos revolucionarios propiamente dichos eran abandonados a su suerte, como fue el caso de Yugoslavia o de China.

El partido, denominado Partido Comunista de toda la Unión desde 1925, se transformó finalmente en el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) a partir del XIX Congreso de 1952. La muerte de Stalin en 1953, con la llegada al poder de Nikita Jrushchov, trajo grandes esperanzas, que sin embargo se verían en buena parte frustradas. Así, la creación del Pacto de Varsovia (1955) fue la respuesta lógica a la fundación de la OTAN, pero también una manera de legalizar el mantenimiento de las fuerzas armadas soviéticas en los países del este europeo. La celebración del XX Congreso del PCUS, ese mismo año, significó una verdadera conmoción para el movimiento comunista internacional. Sin embargo, las críticas al estalinismo se centraron en los aspectos más evidentes de su política represiva, especialmente en hechos tan graves como las ejecuciones, pero sin profundizar en los orígenes y las causas de su política claramente autoritaria y anti-popular, pues difícilmente podía ser de otra manera sin provocar graves enfrentamientos con una dirección del partido que había sido corresponsable. Lamentablemente, la intervención de las tropas soviéticas en Hungría en 1956 contra la revuelta encabezada por Imre Nagy, demostró como el régimen soviético seguía interpretando el internacionalismo.

Desde el año 1965, con Leonid Brézhnev como nuevo máximo dirigente, la Unión Soviética consolidó su sistema de socialismo o colectivismo burocrático. Las formas jurídicas de propiedad estatal acabaron de perder, si alguna vez lo tuvieron, ningún sentido socialista propiamente dicho. El poder real de los medios de producción pertenecía en la práctica a una élite directora representada por la jerarquía civil y militar (la nomenklatura ), un sector social que no poseía capacidad hereditaria, pero que conseguía transmitir toda una serie de privilegios entre su propio estamento. A pesar de las dificultades crecientes del sistema centralista planificado, con un fuerte estancamiento económico, un débil incremento de la productividad o la apatía creciente por parte de los trabajadores, cada vez más desprotegidos por unos sindicatos oficiales totalmente burocratizados, el sistema conseguía mantener un cierto estatus económico para la nomenklatura e incluso alcanzar grandes avances tecnológicos en el campo militar y aeroespacial, pero todo ello en detrimento del nivel de vida de la población. En el campo internacional, la práctica expansionista se haría aún más evidente con la intervención militar en Checoslovaquia (1968), aplastando aquel proceso democratizador encabezado por Alexander Dubček, que se llamó la Primavera de Praga (Pražské jaro), y más tarde en la práctica ocupación de Afganistán a partir de 1979. Muerto Brézhnev en 1982, Yuri Andrópov inició tímidamente una serie de cambios dirigidos a conseguir la renovación del aparato en vistas a un funcionamiento más eficaz y racional del sistema, con la eliminación de los peores excesos y corrupciones. Pero estas tímidas reformas apenas tuvieron continuidad con Konstantín Chernenko que sucedió Andrópov en 1984, durante el breve periodo que se prolongó su mandato.

Por su parte, la elección de Mijaíl Gorbachov para encabezar el PCUS (1985) y posteriormente para presidir la Unión Soviética (1988), abrió nuevamente profundas esperanzas en importantes sectores populares. Con él se iniciaron reformas económicas que pretendían incrementar la autonomía y el poder decisorio de las empresas, y que se abrirían a la propiedad privada en algunos ámbitos, con la intención de estimular la productividad, el beneficio y el consumo. A nivel político, la renovación o reestructuración ( perestroika ) y la apertura o transparencia ( glásnost ), anunciadas principalmente en el XXVII congreso del PCUS de 1986, significaron un nivel de libertad hasta entonces nunca visto en la URSS, con procesos electorales que llevaron a numerosas personas no miembros del partido al nuevo Congreso de Diputados del Pueblo. En el ámbito internacional se dio apoyo a las reformas democráticas en Polonia o Hungría, a la vez que se retiraban progresivamente las tropas soviéticas en Afganistán y se iniciaban reducciones significativas y a menudo unilaterales de armamento nuclear, un momento de la historia reciente en el que la distensión internacional llegó a niveles sin precedentes.

Sin embargo, Gorbachov no logró poner fin a los privilegios que aún mantenía la burocracia, avanzar lo suficiente hacia un mayor pluralismo político o solucionar de manera pacífica y democrática algunos conflictos nacionales, medidas que hubieran supuesto una verdadera y profunda revolución política, perfectamente compatible con la reforma del sistema hacia un verdadero socialismo democrático. Ciertamente, podemos decir que encabezó un inaplazable proceso de renovación contra la vieja guardia del partido, pero los errores en la gestión de gobierno, especialmente en el ámbito económico, que provocaron una significativa disminución del nivel de vida de la población, así como el boicot a la perestroika por parte de buena parte de la burocracia, agravaron la crisis y propiciaron el incremento de opositores al sistema. En este contexto tuvo lugar el intento de golpe de estado de agosto de 1991 por parte del sector más conservador del partido, en disconformidad con las reformas y con el Nuevo Tratado de la Unión. A pesar de que el golpe, sin víctimas, fracasó completamente, y que Gorbachov volvió formalmente a asumir el poder, este hechos mermaron su legitimidad y la del PCUS, contribuyendo al colapso de la Unión Soviética, en un clima de crisis y de numerosos enfrentamientos. Sin embargo, la perestroika influyó, directa o indirectamente, a veces en sentido positivo y otras en sentido negativo, en todos los países del Este, incluso en los que estaban más alejados de la órbita soviética, como Yugoslavia o Albania.

En una situación de crisis total del gobierno soviético tras el intento de golpe de estado, Borís Yeltsin, presidente de la Federación Rusa, la república más poblada de la URSS, consiguió ganarse el apoyo popular y forzar Gorbachov a dimitir. Tras la disolución de la Unión Soviética en diciembre de 1991, sorprendentemente impulsada desde la propia Rusia y no desde las nacionalidades minoritarias, Yeltsin se comprometió a transformar el país en una economía de libre mercado, pero su política estuvo marcada por la corrupción generalizada y por la criminalización mafiosa y progresiva de la economía. La destacada injerencia de Washington, incluyendo directrices sobre aspectos esenciales de la política económica, fue determinante en este proceso. El papel de los servicios secretos estadounidenses también fue clave para provocar diversos conflictos que minaron el poder de la ya debilitada Rusia, especialmente en Chechenia y otras zonas del Cáucaso. Los constantes enfrentamientos de Yeltsin con el Parlamento culminaron en la crisis constitucional de octubre de 1993, cuando el Congreso de los Diputados cuestionó su autoridad e intentó apartar del cargo, nombrando Aleksandr Rutskói para sustituirlo. En aquella situación de grave conflicto institucional entre el poder ejecutivo y el legislativo, Yeltsin acabo ordenando el asalto y el bombardeo del Parlamento, un «golpe de estado institucional» que provocó centenares de muertos, pero que tuvo una «sorprendente comprensión» por parte de Estados Unidos y sus aliados. La complicidad norteamericana también fue clave para el mantenimiento de Yeltsin durante su última etapa, ante una posible derrota electoral contra el renovado Partido Comunista de la Federación Rusa que, encabezado por Guennadi Ziugánov, llegó a alcanzar más de un 40 % de votos en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 1996 ante el propio Yeltsin quien, a pesar de continuar en el cargo un nuevo mandato, dimitiría a finales de 1999.

Aunque la transición fue pacífica en la mayoría de repúblicas ex-soviéticas y los países aliados de su entorno, con las excepciones de Rumania y Yugoslavia, durante los años noventa los Estados Unidos y la OTAN, a pesar de las promesas de dejar atrás la guerra fría, siguieron ampliando su dispositivo militar hasta bien cerca de las fronteras rusas, empezando por la incorporación de Hungría, Polonia y la República Checa en 1999. Por ello, y aunque la época más reciente ya no pretende ser objeto de este artículo, la llegada de Vladímir Putin a la presidencia de la Federación Rusa en 2000, junto con su principal colaborador Dmitri Medvédev, supuso una clara apuesta por acabar con la enorme subordinación de Rusia a las potencias occidentales, inaugurando una nueva etapa de nuevo nacionalismo ruso, durante el cual será prioritario intentar recuperar el papel de gran potencia mundial, una potencia que hoy día puede compartir a la vez el anticomunismo con la celebración del centenario de la revolución de 1917. Mientras tanto, en buena parte de los nuevos estados independientes de la antigua Unión y de los otros países del Este, especialmente en Ucrania, Georgia, Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, Hungría o la República Checa, se han ido consolidando regímenes claramente anticomunistas, que practican una obsesiva propaganda gubernamental contra aquella etapa, hasta el punto de ilegalizar en muchos casos cualquier organización sospechosa de simpatizar con los antiguos regímenes o simplemente con las ideas marxistas, en un intento de la nueva derecha nacionalista de marginar a todos aquellos que no acepten su visión neoliberal, en algunos casos extremadamente ultraconservadora e incluso cercana al nazismo.

Un siglo después de la revolución de octubre, con sus aciertos y sus errores, no podemos olvidar cómo este gran acontecimiento de la historia consiguió impulsar la lucha contra las injusticias en todo el mundo, hasta obligar a los gobiernos de muchos países capitalistas a desarrollar lo que durante décadas se ha venido llamando el estado del bienestar, hoy tan puesto en entredicho por el neoliberalismo más salvaje. Evidentemente, siempre habrá quien, desde la derecha conservadora o neoliberal intentará acusar a los comunistas, incluso los de los países más alejados de lo que fue la Unión Soviética, de ser herederos de los crímenes del estalinismo u otras barbaridades similares. Pero eso es tan injusto, por ejemplo, como considerar a los demócratas en general responsables de determinados crímenes durante la revolución francesa, aplicando a veces unos criterios éticos y morales actuales que nada tienen que ver con aquella época.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.