La pandemia causada por el coronavirus ha afectado, en menor o mayor medida, a todos los países del orbe. Ni siquiera las naciones de primer mundo han quedado exentas de los severos problemas que se generaron a raíz de la emergencia sanitaria. En Chile, como en muchos otros casos, las repercusiones fueron más allá del sistema de salud y evidenciaron, de nueva cuenta, la marcada desigualdad económica de la sociedad chilena.
Desde el pasado 15 de mayo se decretó cuarentena total en Santiago y en toda la Región Metropolitana, desde entonces, autoridades del país exhortan a la población, en especial al sector popular, a quedarse en sus hogares. Mientras se mantiene este discurso, miles de personas se han visto obligadas a reducir sus horas de trabajo y muchas más han perdido sus empleos, se han cerrado comercios y se suspendieron obras de construcción, no hay ingreso alguno para las familias. Esta situación ha ocasionado un gran dilema en la población: ¿Contagiarse o morir de hambre?
Con un motivo de lucha sumamente legítimo, el 18 de mayo se manifestaron decenas de habitantes de la comuna El Bosque y zonas suburbanas de la capital chilena, denunciaron escasez de alimentos y falta de apoyo por parte del gobierno después de que se oficializara la cuarentena en la región. Con todo y la emergencia sanitaria, la naturaleza autoritaria y represora del gobierno de Sebastián Piñera salió a relucir de nueva cuenta, carabineros y Fuerzas Especiales acudieron al lugar y dispersaron con extrema violencia a la multitud, disparándoles con cañones de agua y pistolas de goma. Los manifestantes respondieron con piedras y palos, ocho personas fueron detenidas.
El pasado 3 de junio, las autoridades sanitarias extendieron la cuarentena obligatoria en todo Santiago, se han cumplido casi cuatro meses desde el primer caso de Covid-19 confirmado y, desde entonces, el número de personas infectadas y fallecidas aumenta a diario de manera alarmante. La ayuda prometida y otorgada por el presidente parece ser insuficiente, pero, paralelamente, cada día que pasa se multiplica la solidaridad de los vecinos en ciudades, comunas, poblaciones, villas y campamentos a lo largo de todo el país.
Desde el 30 de mayo se ha impulsado el movimiento “Ollas de Chile” en donde, gracias a diversas organizaciones sociales y personas que se han sumado a la causa (mayormente estudiantes y profesores), se instalan comedores comunitarios en las zonas del país más afectadas. “La olla común” era un símbolo de pobreza y solidaridad en el tiempo de Pinochet, y se ha retomado después de más de 40 años, aunque no fueron exclusivas de aquella época.
Al hacer una historia del mundo popular, encontrarnos con la pobreza no es una novedad, así lo afirma la antropóloga Clarisa Hardy en su libro Hambre + dignidad = ollas comunes (1986).La Gran Depresión o Crac del 29 afectó las exportaciones de salitre y cobre, por lo que Chile fue considerado como uno de los países más perjudicados por la crisis financiera. Es entonces cuando, en medio del creciente desempleo y de una migración desbordada hacia la capital, las ollas comunes comienzan a multiplicarse. Además de brindar apoyo a los sectores más vulnerables, las ollas se convirtieron en instrumentos de denuncia y de protesta social.
Con la dictadura militar y la implementación del sistema neoliberal en 1973, la disparidad económica en la nación quedó plenamente demostrada. Es desde entonces que la población vulnerable encuentra en las ollas un medio más estable y permanente para sobrevivir, dejando la intención de protesta en un plano secundario, pero sin perder su carácter fraternal. La olla común es autogestionada e independiente; participan las comunidades que, con una fuerte presencia femenina, transforman el problema del hambre en una oportunidad de sociabilidad, solidaridad y organización colectiva. Así las ollas son un símbolo de unidad, puesto que, en palabras de los organizadores: “solo el pueblo ayuda al pueblo”.
Es inevitable no evocar el multicitado: “El pueblo unido jamás será vencido”. Como habitantes de Latinoamérica, son incontables las ocasiones en que hemos escuchado y coreado esas palabras, las cuales suelen estar presentes en todo movimiento social y en numerosos panfletos, siempre con una intención de lucha y protesta.
Jorge Eliécer Gaitán, político socialista colombiano asesinado en el famoso Bogotazo en 1948, fue el primero que enunció esta frase durante un discurso en 1940. Años después, en 1970, se adoptó por manifestantes de la Unidad Popular (UP) en Chile, durante el gobierno de Salvador Allende. Fue en 1973 cuando la frase alcanzó mayor popularidad, el músico chileno Sergio Ortega Alvarado, quien entonces era Embajador Cultural del gobierno de la UP junto con Víctor Jara, escribió una canción titulada “El pueblo unido”. El grupo de música folclórica “Quilapayún” se encargó de ponerle la música.
La canción fue interpretada por primera vez en un concierto masivo en la Alameda de Santiago, mientras que el primer lanzamiento oficial fue de su versión en vivo, en el álbum titulado “Primer festival internacional de la canción popular”, ambos acontecimientos suscitados tres meses antes del Golpe de Estado de Augusto Pinochet. Ya en el exilio, en Francia, Quilapayún grabó en 1974 la primera versión oficial de estudio de la canción.
En 1989 se vivió el periodo de transición a la democracia, en donde después de 17 años de dictadura se eligió democráticamente al presidente. Fue hasta entonces que los exiliados pudieron regresar al país, entre ellos la banda Quilapayún, quienes organizaron un concierto masivo en Santiago y lo documentaron en el álbum “Quilapayún ¡en Chile!”. Por la temática revolucionaria y por la facilidad de interpretación, podemos encontrar una gran cantidad de versiones de “El pueblo unido”, ya sea en otro idioma o con otro género musical, pero latente en cualquier rincón del mundo.
Con el reciente estallido social en contra del gobierno de Piñera, originado en octubre de 2019, esta canción y el lema han estado muy presentes y con bastante eco en todo el país. No hay duda de que estamos viviendo tiempos bastante complicados, de nueva cuenta el espíritu y el coraje de la población tienen una prueba muy difícil por afrontar, mas no imposible. Y es que los gobernantes, desde su posición privilegiada, en vez de brindar soluciones, como es su obligación, parecen obstaculizar. Por eso, como apuntó Sergio Ortega en aquel lejano 1973, “¡De pie, cantar, el pueblo va a triunfar!”