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Opinión común y capitalismo

Fuentes: Rebelión

  Yo soy una chica con suertey estoy divina dela muerte Azúcar Moreno El sistema de valores de la sociedad de mercado es, en esencia, un conjunto de opiniones elaborado bajo el clásico esquema estímulo/respuesta. Un código de conducta universal, escrito con normas decididas por las multinacionales y aplicadas con rigor contable por los gobiernos, […]

 
Yo soy una chica con suerte
y estoy divina dela muerte

Azúcar Moreno

El sistema de valores de la sociedad de mercado es, en esencia, un conjunto de opiniones elaborado bajo el clásico esquema estímulo/respuesta. Un código de conducta universal, escrito con normas decididas por las multinacionales y aplicadas con rigor contable por los gobiernos, donde podemos reconocernos como sujetos -el desarrollo de la subjetividad dependerá del nivel económico- y sentirnos seguros, reconfortados, (falsos) dueños de nuestra propia y formada mirada crítica sobre las cosas sabiendo que el modo de vida -salvo excepciones provocadas por el capital para extender sus mercados y generar conflictos que mantengan la atención del consumidor- no parece amenazado. El terreno de la opinión difundida, cuya repetición sin pausa es necesaria para la correcta integración social, es el espacio de la legalidad, el territorio conquistado.

Se trabaja bajo condiciones impuestas, pensamos lo que quieren que pensemos y sentimos -consumimos sentimientos- según un canon emocional determinado utilizando para ello convenciones y palabras difundidas por los aparatos de propaganda, verdaderos agentes transmisores de lo único posible. Analizadas con objetividad las fuerzas, la (imaginaria) lucha contra el capitalismo espectacular resulta desigual. El aparato de reproducción de símbolos e ideas del modelo es demasiado potente y muy satisfactoria, al menos en apariencia, la recompensa (inmediata) por la fidelidad. Gracias a estos dos reconocibles elementos, se ha logrado que la asunción colectiva, material y psicológica, apenas requiera -en el estado de mercado- fuerza coercitiva para su mantenimiento. A este ejercicio de estilo y represión tendente a garantizar la estabilidad social, un delicado encaje de bolillos que requiere organización, dinero y perseverancia, se le denomina consenso.

El conjunto de opiniones que empleamos para interpretar el mundo -como si fueran únicas y naturales– proviene de la aplicación y posterior interiorización, hasta la neurosis si fuera menester, de un modelo capitalista flexible, adaptable a cualquier textura y perfil que adquiera la crisis -frente a la rigidez del siglo XIX y anteriores- sellado en la conferencia de Bretton Woods (1944). Este cambio radical en la forma de obtención de plusvalías (con el impulso definitivo del capitalismo financiero y su entramado institucional) ha requerido para su despegue del uso de una red mundial de formadores de opinión capaces de suministrar argumentos sin pausa. Estos (legi)timadores (periodistas, economistas, juristas, arquitectos, cineastas, literatos, deportistas, sociólogos o médicos por enumerar sólo algunas categorías fundamentales) forman una de las columnas sobre la que se sustenta buena parte de la justicia moral del sistema de explotación. La otra, no menos importante, es el poder militar, el completo tecnológico-militar, con la guerra abierta y preventiva como recurso final.

Así, siguiendo este criterio, la opinión común distribuida -el conglomerado de información, opinión y gusto formado que comparte una comunidad sin que produzca desagrado o rechazo- alcanza a su máximo esplendor, se hace carne mortal, en las urnas, el instante de la validez. En realidad, el sistema de valores impuesto por el capital y sus sicofantes no es otra cosa que un muestrario práctico de señales mediante el cual los integrantes de la llamada sociedad civil (sic) expresan sus deseos, apetencias creadas de manera artificial, y la forma rápida de satisfacerlas. En el estado de mercado, jerarquizado y cerrado hasta el extremo (Popper y sus secuaces lo denominan sociedad abierta como si los cambios fueran reales y los movimientos interclasistas posibles), cualquier consumidor reconoce autoridad al diagnóstico de un economista, la información ofrecida por un periódico o las aseveraciones (siempre taxativas) un ministro al tiempo que se potencia, hasta extremos inimaginables, la imitación permanente de los poderosos, sus hábitos y puntos de vista políticos o culturales. Poco importa el mensaje, su presencia física -la imagen de marca que destilan- garantiza por sí misma la integridad o el éxito que el sistema de valores consensuado les ha concedido para su representación. Son, y algunos lo saben, recibiendo enormes beneficios por su espontánea contribución, maniquíes en el escaparate de lo deseado.

El enemigo es implacable pero a sus herramientas, de tanto usarlas, se les empiezan a estropear los resortes. Descerrajar las mentiras es el objetivo primero y está al alcance en principio -pese a la fortaleza de la ideología dominante y sus requiebros- de cualquiera. Es suficiente con dudar -aunque sea un poco- de lo que reconocemos como cierto. Basta con afirmar que lo dado no deja de ser un mito. El modelo de opinión y transmisión excluye la diferencia real o la actuación anticapitalista, pero lleva en su interior -como los clásicos sabían- una bomba de relojería. Forzar al sistema de mercado para que muestre su cara más violenta es uno de los caminos que tiene que recorrer cualquier acción revolucionaria.