Los resultados electorales del 28 de mayo pasado, altamente favorables al candidato de la reelección, Álvaro Uribe Vélez, desató un frenesí triunfalista en las toldas uribistas. Algunos de sus voceros, de esos que le hablan al oído al primer mandatario, pregonaron que los siete millones y medio de votos significaban una especie de carta blanca, […]
Los resultados electorales del 28 de mayo pasado, altamente favorables al candidato de la reelección, Álvaro Uribe Vélez, desató un frenesí triunfalista en las toldas uribistas. Algunos de sus voceros, de esos que le hablan al oído al primer mandatario, pregonaron que los siete millones y medio de votos significaban una especie de carta blanca, para hacer y deshacer en el país. La aplanadora uribista, incluyendo la mayoría absoluta en el Congreso de la República, se puso en marcha para copar todos los principales cargos del Estado, con mayor razón los organismos de control.
Desde luego que la victoria de Uribe Vélez fue apabullante. Antes de la elección existía la sensación que al menos habría la segunda vuelta. Pero el candidato Presidente despachó de una sola vez el asunto. El triunfo fue contundente, no fue cualquier cosa el logro de siete millones y medio de votos, más que los que obtuvo cuatro años antes en la primera elección. El frenesí uribista fue atenuado, sin embargo, por el extraordinario avance de la izquierda, representada en la alta votación del maestro Carlos Gaviria Díaz, candidato del Polo Democrático Alternativo. Nunca una coalición progresista y de izquierda había logrado un resultado tan importante, disparada en las semanas previas a la elección, hasta el punto que algunos analistas concluyeron que si las elecciones hubieran sido tres semanas después, el vencedor sería Gaviria Díaz.
Pero el triunfalismo uribista, sin ninguna reflexión política e ideológica, soslayó el contexto de su victoria. Hizo caso omiso de hechos concretos tales como la gran abstención de casi el 60 por ciento de las personas aptas para votar, lo cual convirtió a Uribe Vélez en un presidente de minorías (fue la mayoría de la minoría); de la creciente corrupción en las alturas del poder, destapada en plena campaña electoral, eclipsada con la ayuda de los grandes medios de comunicación con el cuento del efecto teflón (ningún escándalo afecta la imagen del presidente Uribe Vélez); de la práctica clientelista y corrupta del bipartidismo que se puso al servicio de la campaña reeleccionista, al igual que la maquinaria del Estado (incluyendo la intimidación de la Fuerza Pública) y el proselitismo armado de los paramilitares, muy bien recompensados en Santa Fe de Ralito; y también de la crisis social, neutralizada con demagogia barata en la campaña y con promesas, inclusive populistas, que tanto dice detestar el mandatario.
Otro contexto político
En estas condiciones el contexto político y social de la victoria de Álvaro Uribe Vélez, para el segundo mandato presidencial, fue muy distinto al de cuatro años atrás, cuando su proyecto ultraderechista y guerrerista encontró eco en importantes sectores, después de la ruptura del proceso de paz del Caguán. Había, entonces, una frustración en la salida política y en los diálogos de paz, con evidente influencia ideológica de la publicidad uribista y de la «gran prensa». A la sazón, el candidato Uribe Vélez con menos del 10 por ciento en las encuestas, se trepó a más del 50 por ciento.
El contexto de la victoria electoral uribista en 2006, siendo apabullante y contundente, es otro por sus características, diferente al de cuatro años atrás. El proyecto guerrerista fracasó, porque el Plan Patriota, brazo del Plan Colombia y con fuerte apoyo del imperio gringo, con el objetivo declarado de derrotar a la guerrilla de las FARC en 120 días, no se cumplió. Pasados cuatro años la fuerza guerrillera está intacta, lo cual colocó de nuevo en el primer lugar del interés de los colombianos el tema de la solución política del conflicto y del intercambio humanitario, negados por Uribe Vélez en los primeros cuatro años de su Gobierno. Si bien se recuerda, las últimas encuestas, antes de la elección, al tiempo que favorecían al candidato Presidente, le daban la prioridad a los temas de la paz y del intercambio humanitario, como también a lo social, en un país que pese a la fuerza de Uribe estaba consciente de la falta de inversión social y de la crisis en salud y educación, entre otros. Para no citar el aumento de los niveles de pobreza y del crecimiento económico a favor exclusivo de los ricos.
Algunos analistas del país y del exterior se sorprendieron que en este contexto hubiera ganado Uribe con semejante votación. Fue la consecuencia del ventajismo gubernamental y del fraude, como también de la apatía política de lo colombianos reflejada en la abstención, no toda consciente y política. No hay duda que sigue vigente aquello que decía el padre Camilo Torres: «El que escruta elige», lo cual no proscribe la necesidad de la participación electoral de los colombianos y de arrebatarle espacios en este campo a la clase dominante, aunque deja en claro que sólo una solución política de la crisis colombiana, por la vía de la negociación con la guerrilla y de una apertura democrática con cambios fundamentales en la vida nacional, le darán valor y significado democrático a las elecciones.
El momento político
Pero ¿cuál es el momento político? Se puede decir que el país entró en una nueva etapa de la crisis política. Esto es: la crisis de la política uribista. No sólo de su plan guerrerista, sino también del Plan Colombia, que tiene resistencia en importantes e influyentes círculos de Washington; así como en los escándalos de corrupción, incluyendo los que agitan el interior de la Fuerza Pública. La mayoría uribista en el Congreso de la República tiene dificultades, porque Cambio Radical no está dispuesto a compartir los factores predominantes con el Partido de la U, el Partido Conservador y otros que militan en el uribismo. Uribe Vélez no ha sido capaz de organizar una sola fuerza política, coherente y que represente sus intereses a nivel nacional.
Quizás esta realidad en el segundo período presidencial llevó a Uribe Vélez a bajar el tono de su lenguaje y a lanzar aparentes mensajes de paz e intercambio humanitario, hasta el punto que algunos analistas hablan de «un viraje del segundo gobierno de Uribe Vélez». Aunque es exagerado reconocerlo así, porque en el fondo el presiente continúa creyendo en la salida bélica, se niega al despeje de Pradera y Florida para el intercambio humanitario y considera que una aproximación de diálogo con la guerrilla lesiona su política fracasada de la «seguridad democrática».
Escándalos como el «fuego amigo» en Jamundí, Valle del Cauca; los montajes y autoatentados de la inteligencia de la XIII Brigada; la corrupción en distintas esferas del uribismo, incluyendo la elección del Consejo Superior de la Judicatura y el «caso Martí» de la Fiscalía; así como la inclusión de mafiosos y narcotraficantes en el proceso paramilitar; y la agenda legislativa que incorpora la nefasta reforma tributaria, los nuevos impuestos, la liquidación del ISS y Adpostal, la modificación de las transferencias y la amenaza de privatización de ECOPETROL, entre otras, enlodan el segundo Gobierno y al mandatario, al parecer debilitado y sin contar a su favor con el llamado efecto teflón.
Así las cosas, el viraje político de signo positivo no llegará por la iniciativa gubernamental; tendrá que ser impuesto por la fuerza popular de masas. Es el reto de la gran coalición sindical y popular, así como de la Central Unitaria de los Trabajadores, si de verdad sus directivos tienen interés en liderar las luchas populares y de resistencia en esta etapa del proceso político. El lugar de las masas populares es la calle, lejos de la concertación de clases y de la conciliación con el uribismo.
En este sentido, también es significativo el proceso de unidad de la izquierda, representado en el Polo Democrático Alternativo que marcha hacia el Congreso de noviembre de este año. El PDA debe sobrepasar el límite de la acción parlamentaria y electoral, importante por cierto, y actuar en la organización de las fuerzas democráticas en la lucha social y popular. Es lo que le da la dimensión para ser una organización política de unidad, que actúa en todos los escenarios de la acción de masas. El PDA debe reafirmar su carácter de izquierda, autónomo de los partidos tradicionales y sin el pobre objetivo de buscar componendas a como dé lugar con el tradicionalismo bipartidista para ser una opción de gobierno. El proyecto del PDA debe ser amplio y pluralista, pero a la izquierda, de ruptura con el statu quo y con el poder dominante que favorece el interés del capital, de las transnacionales y de la férula imperialista, que no sólo lo expresa el uribismo sino los que siempre han gobernado a Colombia y a la hora de la verdad, son los responsables de todas su desgracias.
Carlos A. Lozano Guillén es director de Voz