Probablemente ni siquiera en los momentos más agitados de la campaña electoral olvidara nadie en la izquierda que las elecciones no podrían disipar la agobiante pesadilla de estos años, las evidencias sumadas de una profunda crisis social y de la impotencia para superarla revolucionariamente. Los resultados de las elecciones del 15 de junio no alivian […]
Probablemente ni siquiera en los momentos más agitados de la campaña electoral olvidara nadie en la izquierda que las elecciones no podrían disipar la agobiante pesadilla de estos años, las evidencias sumadas de una profunda crisis social y de la impotencia para superarla revolucionariamente. Los resultados de las elecciones del 15 de junio no alivian el bochorno. No es que no sean importantes, ni que carezcan, como se suele decir, de «aspectos positivos». Han sido importantes y «tienen muchos aspectos positivos», principalmente el de clarificar las condiciones de lucha de las fuerzas obreras y socialistas. Pero la subrayada presencia del Ejército como árbitro, el hondo dominio de grandes áreas del ánimo popular por el poder en sí (¿quién habría ganado, si Fraga hubiera sido presidente del gobierno?) y el éxito de la publicidad a la yanqui y germano-occidental (que es irracionalismo ante todo) en la campaña de oposición mejor acogida por el electorado son, entre otros, elementos de la nueva situación que continúan la anterior sin ninguna ruptura decisiva.
Manuel Sacristán (1977)
Las estructuras de poder socioeconómicos construidas durante el franquismo aceptaron la reforma política en la medida en que las consolidaba y, al tiempo, las adaptaba a las de la Europa de la guerra fría. Por consiguiente, no todos los grupos políticos existentes en 1977 pudieron presentar candidatos a las elecciones legislativas, ni en igualdad de condiciones los que en ellas participaron. Aquellos que no transigieron en ser legalizados a cambio de aceptar la restauración de la monarquía sin previo referéndum, continuaron ilegalizados. Sólo en la medida en que los equipos políticos -cooptados o no- demostraban que asumían las condiciones prefijadas, se les permitió acudir a la cita electoral.
Joan E. Garcés (1996), Soberanos e intervenidos. Estrategias globales, americanos y españoles.
1. Dudas en un seminario
Los acuerdos con el gobierno reformista del franquismo de Adolfo Suárez, la teorización1 y apuesta por el eurocomunismo y el abandono del leninismo fueron temas centrales del PCE (y de la izquierda comunista) tras la muerte del general golpista.
La primera página de El País de 20 de octubre de 1989 hacía referencia a unas declaraciones de Bush I, entonces presidente norteamericano, en las que el padre del invasor y aniquilador de Iraq elogiaba la transición y afirmaba que España, gracias a su nueva democracia, estaba emergiendo en Europa y en el resto de la escena mundial. Nuestro país, según Bush I, podía desempeñar un papel único porque podía ofrecer al mundo su propio ejemplo devenido con el tiempo en modelo de historiadores, politólogos y políticos profesionales.
Doce años antes, en verano de 1977, poco después de las primeras elecciones legislativas del postfranquismo, Manuel Sacristán y Antoni Domènech dictaron un curso sobre los «Problemas actuales del marxismo» en la escuela de verano «Rosa Sensat» de la Universidad Autónoma de Barcelona. Las cuatro primeras sesiones fueron impartidas por Sacristán, Domènech estuvo a cargo de las seis restantes. No se conservan grabaciones del curso, pero sí la trascripción autorizada por el propio Sacristán de la tercera y cuarta sesión2.
En el encuentro de la mañana de 15 de julio, Joan Pallisé i Clofent, entonces director de Jovent, revista de las juventudes comunistas de Catalunya, preguntó a Sacristán sobre el eurocomunismo, sobre si esta propuesta política tan en boga entre partidos comunistas de aquel período era un estrategia socialista y, lo fuera o no, si existían otras alternativas. La intervención de Pallisé dio pie a una fuerte discusión «de estilo todo-o-nada» (Sacristán 1985: 196) y al que sería el artículo central de Sacristán sobre el tema: «A propósito del eurocomunismo», publicado inicialmente en Materiales, nº 6, octubre-noviembre de 19773, una de las dos revistas en las que colaboró intensamente durante los años de la transición4.
La cuestión formulada no era una excusa para una alambicada y abstracta discusión teórica. Tenía derivadas directas en la práctica política del PSUC y del PCE, dos organizaciones que, sin ser en aquellos momentos una y la misma entidad, eran, como explicó Gregorio López Raimundo5, gajos hermanados de una misma naranja. La apuesta, condicionada sin duda, del PSUC-PCE por una democracia representativa muy demediada, la forma de Estado que la tradición llamaba entonces «democracia formal, burguesa», la renuncia desde tierras imperiales del secretario general al leninismo y a formulaciones clásicas de la tradición como «dictadura del proletariado», su aceptación -por comprensión, se decía, no ilusoria ni «izquierdista» de las capacidades reales en la correlación de fuerzas existentes- del marco político ofrecido por el sector «evolucionista» del régimen, su apoyo a los Pactos de la Moncloa, su activa y directa participación en la génesis del marco constitucional6, y con ello su aceptación de una Monarquía borbónica de antecedentes históricos nada envidiables, el voto favorable a decisiones parlamentarias de la época sobre seguridad y terrorismo, el prudente estilo practicado por dirigentes del partido en su presentación en sociedad, el manifestado deslumbramiento ante símbolos y muestras de algunas instancias y estancias del poder, el tono apagado y ocultado del alma y estrategia anticapitalistas,… todo ello fueron intervenciones políticas, tomas de posición o formas de hacer vinculadas directamente a la renovación, actualización y modernización del programa, de la organización, del estilo y del mismo ideario del Partido Comunista. Se llegó a afirmar, para justificar firma y apoyo -algunos dirigentes del PCE y CC.OO., cuyos nombres no quiero citar, se pronunciaron de este modo en sus intervenciones públicas- que los Pactos de la Moncloa no sólo eran aceptables o incluso necesarios para la estabilidad del país, para evitar el riesgo nada virtual de regreso al pasado, para cortar las alas hirientes de la derecha fascista movilizada, para frenar la inflación y evitar la «argentización» de la economía española, sino que los acuerdos de Palacio entre las grandes fuerzas políticas parlamentarias y los «agentes sociales» correctamente analizados, sin anteojeras dogmáticas y añejamente ortodoxas, significaban nada más ni nada menos que un novedoso y original sendero de aproximación al socialismo. Puede parecernos hoy simple ensoñación o burda tergiversación histórica pero la veracidad machadiana, anunciada por Agamenón en las primeras líneas del Juan de Mairena y mirada con razonables sospechas clasistas por su porquero, acompaña este relato.
La estrategia eurocomunista tenía, pues, numerosas aristas que incidían en la política concreta, en los asuntos públicos cotidianos7. No era en ningún modo una alejada discusión académica, con ascendencia althusseriana8 en algunos de sus presupuestos, sobre vías alternativas de lucha y avance socialistas.
No estimaba Sacristán que la situación política española fuera muy distinta de la manifestada por la dirección del partido. No pensó, como efectivamente sucedió en otros casos, que estuviéramos cercanos a una situación pre o directamente revolucionaria. La revolución española, se decía, decíamos algunos, estaba llamando insistentemente a nuestras puertas aunque, por desgracia -o aún peor, por traición- las «direcciones reformistas» se negaban a oír la llamada. No fue esa su opinión, en absoluto. Él mismo declaró en 1976 (López Arnal y De la Fuente, eds 1996: 72) que le parecía obligado partir de un reconocimiento pesimista de la situación, que por lo menos en una primera fase las clases dominantes españolas iban a jugar como les viniera en gana y que, siendo realistas, y el realismo fue siempre para él una principalísima virtud política, lo máximo que la oposición de izquierdas podía hacer en aquellos momentos iniciales era «echarle arena en los cojinetes». El general Franco había fallecido, después de su visto bueno a los cinco fusilamientos de 27 de septiembre de 1975, de muerte natural en la cama. El fascismo español no había sido derrotado por la «crítica de las armas» sino sólo vaciado ideológicamente, y parcialmente por lo demás, por el «arma de la crítica».
Los planteamientos eurocomunistas, tenían sus raíces. En una intervención en una mesa redonda celebrada poco después del fallecimiento de Sartre9, Sacristán recordaba que el autor de El Ser y la Nada fechó el surgimiento de su idea de esperanza en los años de la inmediata postguerra a la segunda gran contienda europea10, en la misma época en que Lukács construía su teoría del paso pacífico, democrático y liberal a la sociedad emancipada, al comunismo en léxico lukácsiano. Aunque las ilusiones, como casi todo, se disolvieron rápidamente en el aire ante la altísima temperatura de la guerra fría, Sacristán apuntó en su intervención que el antecedente más inmediato dentro de la tradición marxista de tesis eurocomunistas estaba en el pensamiento político del Lukács de aquel período, no en las interesantes reflexiones, por él comentadas, de las Conversaciones de 1966 (Sacristán 2005: 157-194).
Interesa, pues, ver cómo Sacristán pensó y valoró esta estrategia política de las organizaciones comunistas más influyentes en Europa Occidental11, no sin antes recordar que en algún caso puntual su respuesta a actuaciones e intervenciones de la dirección del PCE fue clara y sin dilación12. Así, con ocasión de una (re)presentación pública del PCE en primavera de 1977 que, con toda seguridad, permanece en la retina y memoria de no pocos militantes del movimiento antifranquista, en la que pudo verse a Santiago Carillo, Pilar Bravo y a otros dirigentes del PCE dando detalladas y pausadas explicaciones de sus primeros acuerdos con el primer gobierno Suárez, con una ostentosa y no olvidada bandera rojigualda como telón de fondo, símbolo en aquel entonces, para la mayoría de la ciudadanía, de la España una-grande-libre, o nacional-católica-imperial, Sacristán lanzó una sugerente y no superada propuesta. En la contraportada del número 3 de Materiales, no sin antes observar que los asuntos de banderías no habían sido nunca preocupación central del colectivo editor de la publicación, se sugería un nuevo símbolo para la izquierda: los colores republicanos desigualmente distribuidos, con el rojo ampliado del movimiento obrero como franja destacada.
A muchos las banderas no nos habían dicho gran cosa hasta ahora. Lo que menos podíamos suponer era que eso de las banderas fuera un asunto estimulador de la imaginación. Hoy se tiene que reconocer que lo es. En materia de banderas están pasando cosas muy originales. Eso anima la productividad de todo el mundo, y así nosotros mismos, que hasta hace poco nos contábamos entre los insensibles, hemos dibujado el siguiente modelo que proponemos como modesta contribución al certamen.
2. Aciertos y desaciertos.
En su opinión, el «eurocomunismo» era el gran tema de la reflexión del movimiento comunista de la época porque encarnaba «la mayor realidad social de éste fuera de las áreas soviética y china» (Sacristán 1985: 196), con un argumento nada marginal contrario al realismo político soviético y a la cómoda y dañina tesis «antiutópica» del socialismo realmente existente.
Lo rusos pecan de incautos cuando contraponen el carácter «real» de su «socialismo» al movimiento animado por el Partido Comunista Italiano, o el francés, o el de España, porque alguien les replicará que es más realidad social el 30% (no menos del 50% del proletariado) de un electorado como el italiano que la policía política checa y las tropas blindadas de ocupación.
Aparte de esos «ámbitos de influencia», los tres principales partidos eurocomunistas, el PCI, el PCF y el PCE, e incluso el PC japonés, integraban «la mayor realidad político-social procedente del movimiento que se originó por reacción al abandono del internacionalismo proletario por la socialdemocracia» (Ibidem 197). Era la mucha realidad que tocaba la que permitía al «eurocomunismo» aciertos de análisis e interesantes razonamientos políticos a los que no llegaban agrupaciones comunistas de la extrema izquierda13. En su opinión, tres de esos aciertos podían agrupar a todos los demás.
La primera virtud del eurocomunismo era su excelente percepción de los hechos sociales y del incumplimiento de la perspectiva revolucionaria que había motivado la constitución de la III Internacional, con el riesgo, ya entonces señalado por él, de que esa percepción, si no iba acompañada de una reafirmación de la voluntad revolucionaria, podía ser punto de partida de una involución socialdemócrata que renunciara de hecho a las finalidades alternativas al capitalismo de la tradición.
El segundo acierto reconocido era la autocrítica efectiva y sincera de la propia tradición, de la historia de la III Internacional, lo que permitía al «eurocomunismo» iniciar y desarrollar «reflexión auténtica interesante no sólo para fieles de secta, sino para muchísimos trabajadores» (Ibidem 198), si bien Sacristán apuntó posteriormente que esa autocrítica permanente y enfermiza podía tener elementos destructivos para la propia organización, confundiendo planos y balances parciales hechos desde perspectivas muy heterogéneas, arriesgándose a arrojar agua cristalina tras las necesarias operaciones de limpieza.
Finalmente, el tercer aspecto positivo remarcado era el análisis fresco y sin prejuicios de las novedades sociales que podía encontrarse en diversos partidos e intelectuales eurocomunistas. Esta liberación del dogmatismo, tan presente aún en partidos y políticos del bloque del Este, permitía la búsqueda en el movimiento de nuevas alianzas «fundadas en la articulación de las clases sociales y sus capas tal como se dan hoy en la sociedad, no en pobres manuales» (Ibidem 198)
En cambio, en opinión de Sacristán, no había en la teoría eurocomunista una dimensión totalizadora socialista. El análisis «eurocomunista» no era parte de una dialéctica revolucionaria, no era realmente una estrategia al socialismo. Cuando se le presentaba como tal perdía su calidad analítica, se convertía en falsa ideología y recordaba el cuento de la lechera. El eurocomunismo era más bien el último repliegue del movimiento comunista desde la derrota del período 1917-1921. De hecho, lo más criticable del eurocomunismo, lo peor con sus propias palabras, era su presentación eufórica como vía socialista, máscara que parecía implicar la voluntad de ignorar la situación defensiva en la que se estaba y con ello «el abandono de toda noción sería, no reformista-burguesa, de socialismo» (Ibidem 199). Sacristán seguía recordando y practicando su lema gramsciano-machadiano: la verdad es revolucionaria. La actitud básica de todo materialista seguía siendo negarse al autoengaño.
Sin embargo, llegados a este punto, aceptado el acertado análisis de las fuerzas eurocomunistas sobre la real correlación de fuerzas político-militar, cabía preguntarse si el reformismo eurocomunista no conseguía al menos una intervención real en la vida política de las sociedades occidentales y si aunque fuera con sonambulismo no mantenía «la pequeña llama del ideal junto al movimiento real» (Sacristán 1985: 203-204). La respuesta no era afirmativa: la política reformista, exclusivamente reformista, tendía a producir pérdidas de voluntad revolucionaria en los militantes y los espejismos ideológicos tendían a producir finalmente escepticismo o desesperación.
Si el eurocomunismo no era una estrategia socialista, si se trataba más bien de un repliegue defensivo no siempre reconocido como tal, ¿cabía entonces transitar por otros senderos? ¿Existían vías alternativas o, cuanto menos, otros principios con los que guiarse? Las preguntas no son simple retórica. Ya entonces fueron lanzadas a o contra Sacristán en reiteradas ocasiones e incluso, muchos años después, dirigentes del PCE y del PSUC de aquel período como Carrillo, Núñez o Gutiérrez Díaz se han vuelto a pronunciar, amablemente sin duda, en términos similares14. Se entendían, aunque no se compartiesen, las formulaciones críticas de Sacristán, pero se echaba en falta el lado positivo: propuestas alternativas realistas y razonables.
Pero antes de intentar responder a esos interrogantes es necesario cruzar el Atlántico, en dirección al país que acogió generosamente la familia republicana de Sacristán.
3. Después de Guanajuato
Durante el curso académico 1982-1983, Sacristán impartió un curso de doctorado sobre «Inducción y dialéctica» en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, y un seminario sobre «Karl Marx como sociólogo de la ciencia» dirigido a un grupo de profesores de la propia Universidad15. La visita y los cursos de Sacristán se realizaron gracias a la iniciativa de la que más tarde sería su esposa, Mª Ángeles Lizón, profesora de teoría social y metodología de la ciencia en la citada Universidad mexicana.
Uno de los asistentes al seminario sobre sociología de la ciencia, el ahora profesor Ignacio Perrotini, con el que Sacristán mantuvo una entrañable relación16, le solicitó que impartiera una conferencia sobre la relación entre el marxismo y la clase obrera en Europa occidental en los inicios de los años ochenta. No declinó el ofrecimiento. A pesar de lo comentado en su reflexión autobiográfica de finales de los sesenta sobre la conveniencia de limitar sus intervenciones públicas (2003: 57-61), Sacristán, afortunadamente, no fue consistente en este punto. La reunión se celebró una mañana del invierno de 1983, en algún lugar del sur de la ciudad de México que no puedo precisar, y estuvo dirigida a militantes y activistas de la izquierda revolucionaria mexicana que conocían a Sacristán por sus traducciones de Gramsci, Engels, Marx y Lukács.
Lo que Sacristán pretendió en su intervención (2005: 95-114) fue hacer un rápido repaso de la situación del movimiento obrero en Europa Occidental, fijando su atención en el papel de los sindicatos y, en segundo término, en los partidos obreros. Vale la pena fijar la atención en sus apreciaciones sobre las posiciones del sector mayoritario de CC.OO, entonces muy próximo a la dirección del PCE, y sobre la línea política del propio partido, observando por lo demás que apenas hay en su intervención referencias al eurocomunismo.
Para Sacristán, lo característico de la situación en aquellos años ochenta era que, con independencia de su origen, tanto la CGIL italiana como las CC.OO. en España, que habían sido la base de la oposición antifascista en sus respectivos países, estaban inclinándose hacia posiciones muy reformistas. Las Comisiones Obreras habían nacido bajo el franquismo con una inteligente inspiración del PCE que nunca las vio ni usó como simples correas de transmisión sino conforme a lo que se llamaba, en los primeros documentos de Comisiones, movimiento socio-político, un movimiento que intentaba no quedar apresado en la división partido-sindicato, evitando «desde el principio los riesgos de corporativismo, de puro sindicalismo, de pura defensa de intereses a corto plazo», manteniendo una perspectiva revolucionaria como sindicato. Las Comisiones obreras habían nacido, pues, con la ambición teórica y política de no ser simplemente un sindicato al estilo clásico.
Sacristán apuntó que las CC.OO. habían sido la principal fuerza antifascista desde más o menos 1960. La gran fuerza del Partido Comunista en la clandestinidad estaba vinculada a su relación con ellas. Pero, en su opinión, en los 25 años entonces transcurridos, la situación había cambiado radicalmente. CC.OO. había pasado de ser la única fuerza sindical auténtica a no ser ya claramente mayoritaria entre la clase obrera española. La UGT, con el diseño y ayuda económica de la socialdemocracia alemana, había capturado la mitad de la sindicación. Las comisiones se habían transformado además «desde ese ambicioso movimiento socio-político que tenía que incorporar una concepción revolucionaria desde el taller hasta el Estado» en una organización que firmaba pactos de solidaridad nacional, como los acuerdos de la Moncloa de 1978, practicando una política sindical estrecha, de pura defensa, aceptando criterios, categorías y puntos de vista que partían «de la base del respeto a las compatibilidades del sistema». La evolución de CC.OO. era otro ejemplo más, y uno de los más espectaculares, de la degradación del sindicalismo de izquierda en Europa17.
La crisis social de fondo, que acaso podría explicar esta evolución, no era percibida por Sacristán como una crisis económica corriente. La situación estaba desembocando en una importantísima recomposición del capital fijo en forma de una radical informatización y robotización de la industria y otros sectores económicos.
Allí hay una revolución del instrumento del trabajo muy seria y, consiguientemente, de la condición obrera. A mí me parece que lo más profundo de la crisis del movimiento obrero europeo consiste en que esa gran revolución del instrumento de trabajo se está produciendo bajo el dominio del capital, sin que la clase obrera domine esa revolución, sino que la está sufriendo como en 1830 en Inglaterra, como en la primera revolución industrial. Yo creo que esa es la causa más profunda de lo que está pasando. Esa revolución del instrumento del trabajo repercute en un paro enorme, que en mi opinión no sólo tiene que ver con la situación de recesión económica sino que tiene que ver también con esta componente tecnológica.
El cambio tecnológico dominado por el capital18 estaba teniendo consecuencias ideológicas de importancia que se reflejaban en una fuerte disminución de la sindicalización y en la influencia en algunos sectores obreros de autores como Negri o Gorz, cuyas propuestas políticos en aquellos años Sacristán valoraba críticamente.
En cuanto a los partidos obreros, Sacristán constataba, por una parte, el claro declive de la izquierda comunista de aquel período y trazaba una imagen de las organizaciones comunistas tradicionales clasificándolas en tres grupos. Uno mantenía su fuerza electoral y de militancia, pero iba degradándose políticamente al adoptar posiciones «cada vez más a la derecha y simplemente reformistas». Sacristán se refería, básicamente, al P.C.F y al P.C.I. Otro sector, el PC de Portugal especialmente, se mantenía firme pero en una ortodoxia algo trasnochada. Estaba finalmente el grupo de los partidos comunistas con pérdida clara de proyección electoral y, sobre todo, de fuerza orgánica, de militancia. Incluía Sacristán en este grupo al PC griego, a los dos partidos comunistas alemanes, a partidos comunistas menores como el sueco, el inglés, el danés o el belga, y al Partido Comunista de España.
Este último caso le parecía casi inexplicable. El PCE había sufrido muchas muertes. Los dos últimos años de la guerra civil los había aguantado prácticamente él sólo. Al terminar la guerra, al ser la única fuerza que disponía de un brazo armado importante que pudo conseguir retirarse a Francia en los últimos momentos, el partido, la milicia comunista española, siguió luchando durante toda la segunda guerra mundial. A pesar de la enorme represión que sufrió, el PCE no se detuvo. En 1950, cuando se recompuso la vida política del proletariado en España, cuando irrumpieron algunos movimientos huelguísticos, ya en ese momento el Partido era hegemónico en la oposición, en el movimiento antifascista español.
Desde entonces aumenta su hegemonía constantemente hasta el punto de que, en realidad, aunque los demás partidos, partido socialista, partido demócrata-cristiano, etc., tenían una representación de cúpula, todo el mundo sabía que no había más oposición de masas que la del P.C.E, igual en el terreno armado que en el terreno político y sindical.
Las primeras elecciones después del franquismo probaron de todas maneras, reconocía Sacristán, que esa hegemonía no rebasaba el 10% del proletariado. Seguramente, el mismo prestigio combativo del PCE le había perjudicado electoralmente al representar una opción que podía asustar por su radicalidad a una parte de la ciudadanía
[…] el final del fascismo en España ha sido un final que deja intacta todas las posiciones de la gran burguesía: el ejército está sin tocar, el aparato financiero está sin tocar, la administración del Estado está sin tocar, los funcionarios…, todo, de modo que es un final del fascismo simplemente como técnica de gobierno de la gran burguesía, pero el aparato del Estado está intacto. El ejército declaró muchas veces que no toleraría la presencia del Partido Comunista. Puede ser que la misma estampa combativa del PCE le perjudicara en esas primeras elecciones en las que, como digo, parece, según los análisis, que alcanzó la adhesión del 10% del proletariado español.
Pero, en su opinión, la línea seguida desde entonces por el PCE había sido errónea. Con una política tendente a la aceptación del ejército y a desdibujar su imagen combativa, en vez de ganar se había perdido influencia. No sólo no había podio conquistar fuerzas pequeño-burguesas o los sectores «más tibios del proletariado» sino que había perdido una parte considerable de su propia militancia. En el terreno electoral, la situación se reflejó con un fuerte bajón: de 15% de las primeras elecciones de pasó a un 4% en las elecciones de 1982, si bien había que reconocer que «en las recientes elecciones municipales, que han sido ya este año, 1983, hace un par de meses, ha subido al 8% del electorado».
¿Eran imputables estas oscilaciones y esta merma de fuerza electoral y militante a la propia política del Partido? No de forma única desde luego, existía el fenómeno del voto útil:
Base comunista y, sobre todo, electorado comunista parece haber votado al partido socialdemócrata, al partido socialista, por esta tesis del voto útil, para parar a la derecha, para conseguir un bloque de votos unificado que oponer al voto de derecha.
En cualquier caso, de ser el PCE el partido claramente hegemónico del antifascismo se había pasado a una situación en la que se contaba con apenas una décima parte de la militancia que el partido había tenido bajo el fascismo, en condiciones mucho más duras. La historia reciente del PCE representaba en su opinión una de las grandes tragedias del comunismo de aquellos años.
Pero, más allá del lamento, más allá de las valoraciones críticas de Sacristán sobre la línea seguida, sobre la firma de algunos acuerdos, sobre el papel desempeñado en los primeros años de la transición, sobre la pérdida del énfasis en la finalidad transformadora en el eurocomunismo, ¿existían senderos alternativos transitables sin desatino? ¿Era posible una política comunista realista que condujera a una mayor influencia y a una recomposición eficaz del movimiento?
Sacristán respondió afirmativamente a ambos interrogantes y se mostró muy activo en los nuevos movimientos sociales de la época. Era consistente con una concepción del marxismo que nunca fue amiga de un marxismo de teorema y escuadra sino próximo al cultivo documentado de una tradición socialista revolucionaria.
De hecho, no hubo aquí cambios sustantivos desde sus primeras reflexiones de finales de los cincuenta. En un artículo de 1960 titulado «Jesuitas y dialéctica»19, Sacristán ya había apuntado
Marxismo y dialéctica real -incluyendo para el filósofo ese último y decisivo punto de su reinserción revolucionaria (es decir: dialéctico-cualitativa) en el mundo- son inseparables. Lo que quiere decir -permítasenos dar pie a posible polémica al final de esta nota- que un filósofo marxista sólo puede ser un militante comunista, porque no hay marxismo de mera erudición.
Dibujemos algunos trazos esenciales de la política comunista propuesta por Sacristán, sin olvidar lo que siempre fue esencial en su concepción de la política y la teoría en general: la provisionalidad, la ausencia de dogmatismo, la sincera y asumida creencia sincera de que todo pensamiento decente debía de estar en permanente revisión, en crisis perpetua (López Arnal y De la Fuente 1996: 232).
4. Atisbos para una reconstrucción del ideario y la práctica comunistas
En 1978, Daniel Lacalle escribió a Sacristán una carta recogida en el número 8 de Materiales20 en la que sugería que sus diferencias teóricas con el eurocomunismo no parecían comportar diferencias políticas insalvables. Sacristán le respondió con una breve carta que resume sus posiciones básicas:
Querido Daniel:
No me ha sorprendido nada que mi discursito del verano te decepcionara profundamente: primero están mis limitaciones, luego las de una intervención así, y, por último, la diferencia de método que nos separa. Para ti, el «problema central» que «se sigue escamoteando», como escribes, se formula con estas palabras: «¿cómo ligar la práctica cotidiana con la necesaria transformación socialista de la realidad?». El núcleo de mi posición metodológica consiste precisamente en negar que esa pregunta tenga sentido según el criterio marxiano del sentido de los problemas sociales (=su solubilidad). Por cierto que lo expresé este verano, al decir que no creo en estrategias.
Me dirás que me he vuelto anarquista. Te concederé que siempre lo he sido un poco. En buena compañía, por lo demás, porque lo mismo se dijo de Lenin hasta su momificación estaliniana. Y con Lenin comparto la convicción de que la última palabra de la sabiduría estratégica revolucionaria es el napoleónico «on s´engage, et puis l´on voit».
Pero también me diferencio del anarquismo, al menos del corriente: no creo (como creen el leninismo tradicional y la vieja socialdemocracia, etc) en la existencia de estrategias, de esos «engarces» y «soluciones correctas» que buscas tú y buscan los «eurocomunistas» en la medida en que de verdad se diferencian de la nueva socialdemocracia; pero creo (a diferencia de los anarquistas) que las mediaciones son inevitables, a tenor de la experiencia histórica y también por simple análisis; sólo que pienso (con Lenin y contra el leninismo, por así decirlo) que las mediaciones son imprevisibles: no las pone la voluntad sola, ni menos la pseudociencia de la estrategia.
Por lo tanto, no caigo en la tentación de inventar mediaciones, ni, consiguientemente y por ejemplo, habría firmado el Pacto de la Moncloa; con lo que te sugiero que mis propuestas no son «en última instancia idénticas» a las de los «eurocomunistas». Desde mi punto de vista, firmar el pacto de la Moncloa o, en general, fabular vías al socialismo es meterse a zascandil de la historia, intentar ser universal y perder en el intento hasta la misma identidad de uno; es, en suma, querer ser demiurgo y quedarse en mequetrefe. Y eso mismo me parece en general el empeñarse el hombre en instrumentar «engarces» entre el día y el siglo.
De esa posición metodológica nace lo que te parece superficialidad (no a ti sólo, por cierto, sino también a los aspirantes confesos a demiurgo que son los filósofos especulativos)…
En su opinión, una política comunista racional no tenía que elaborar grandes construcciones históricas, «y menos que nunca hoy, en medio de la crisis teórica y de la perplejidad práctica del movimiento» (Sacristán 1985: 205). Lo que debía hacerse era situar claro y visible el principio revolucionario de su práctica, la finalidad del movimiento. Lo científico era asegurarse la posibilidad real de un objetivo, no el empeño irracional de demostrar su existencia futura. Lo revolucionario era moverse en todo momento, incluso en situaciones de mera defensa de lo más elemental, «teniendo siempre consciencia de la meta y de su radical alteridad respecto de esta sociedad, en vez de mecerse en una ilusión de transición gradual que conduce a la aceptación de esta sociedad» (Ibídem)
La posición política defendida tenía dos criterios esenciales: no engañarse y no desnaturalizarse. No engañarse con las cuentas mal llevadas de la lechera reformista ni con la fe izquierdista en la lotería histórica, y no desnaturalizarse, «no hacer programas deducidos de supuestas vías gradualistas al socialismo, sino atenerse a plataformas al hilo de la cotidiana lucha de las clases sociales y a tenor de la correlación de fuerzas de cada momento» (Ibidem 206), sobre el fondo de un programa que no era máximo ni mínimo, era el único: la finalidad comunista, los objetivos socialistas revolucionarios de la tradición. Las plataformas de lucha social orientadas por el «principio ético-jurídico» comunista debían incluir el desarrollo de actividades innovadoras en la vida cotidiana. Así, la imprescindible renovación de la relación cultura-naturaleza, eje esencial, básico, de la política socialista que Sacristán propuso desde entonces, hasta la experimentación práctica, con error probable o agotamiento por dificultad, de nuevas relaciones de convivencia, de nuevas formas de comunidad humana. Ello indicaba, en su opinión, «otros campos de organización del bloque histórico revolucionario inaccesibles «con limpieza de corazón», por así decirlo, para reformistas y dogmáticos» (Ibidem 206)
La posición política apuntada tenía numerosos campos que explorar. Los principales: la acentuación de la destructividad de las fuerzas productivas en el capitalismo, escasamente atendida en la tradición del movimiento, que hará que desde entonces Sacristán hable de fuerzas productivo-destructivas y reconsidere lugares comunes de la tradición como desarrollo o crecimiento económico, o el choque entre relaciones y fuerzas productivas; la crisis de civilización en los países capitalistas adelantados que se traducía en un fuerte y creciente nihilismo social, en la irrupción de la violencia sin objetivos o en estallidos de desesperación, con la tendencia del poder, cada día más confirmada, a una involución despótica para hacer a esa vulnerabilidad de la vida social; los persistentes problemas del imperialismo y el Tercer Mundo, que había conllevado la condena de casi todo el continente africano, la destrucción de intentos democráticos, reformistas o socialistas en el ámbito hispanoamericana y ha derivado en los últimos tiempos, con señales en los años ochenta en torno a la idea de la guerra nuclear limitada, de la política de guerra preventiva como arista dominante de la política internacional del Imperio y, añadía Sacristán, «por terminar en algún punto, la espectacular degeneración del parlamentarismo en los países capitalistas más adelantados, augurio también (esperemos que falible) de una nueva involución de esas sociedades hacia formas de tiranía». El espectáculo creciente de la política electoral, parlamentaria, partidista, convertida en simple y estudiado espectáculo televisivo confirma ampliamente esta última prognosis.
¿Qué conclusión organizativa extraía de estas consideraciones? La conversión del activista (Sacristán 2005: 139-140), la coherencia entre el decir y el hacer. El militante de izquierda debía «ponerse a tejer». No se podía seguir lanzando proclamas contra la contaminación y contaminando uno mismo intensamente. La cuestión de la credibilidad empezaba a ser muy importante, y, en su opinión, conseguir que organismos sindicales o colectivos de activistas cultivaran formas de vida alternativas no era sólo una manera de alimentar moralmente a esos mismos grupos sino un elemento que era corolario de su línea.
Como apuntó en una comunicación para unas jornadas de ecología y política celebradas en Murcia en mayo de 1979, a las que finalmente no pudo asistir (Sacristán 1979: 9-17), la línea de conducta más racional para el movimiento revolucionario debía reconocer que era demasiado arriesgado proponer ya una deducción inmediata de la solución ecológico-social. Había que simultanear dos tipos de práctica revolucionaria, no reformistas, referidas al poder político estatal y a la vida cotidiana, «cuya naturaleza de comunismo científico estribará no en la posesión de un modelo deductivo de sociedad emancipada, sino en la práctica sistemática de la investigación por ensayo y error, guiada por la finalidad comunista» (Ibidem: 16). El movimiento debía intentar vivir una nueva cotidianeidad, sin remitir, como se había comúnmente en la tradición con la postulación del «hombre nuevo», la revolución de la vida cotidiana al día siguiente de la revolución y, por otra parte, no debía perderse la tradicional visión realista del problema del poder político, del estatal en particular, lo que no significaba claro está ni la renuncia a formas de contrapoder, corolario derivado de toda postulación de capilaridad cultural gramsciana, ni el uso inevitable de procedimientos violentos para la toma del poder, sin que Sacristán en aquellos momentos la corrección y necesidad de practicar la lucha armada en determinadas circunstancias históricas (Sacristán 2005: 129-134 y 186-194).
También en este punto Sacristán considerada contraproducente el abandono de ciertos elementos de la tradición marxista: la crisis ecológica aumentaba la importancia del principio de la planificación global y del internacionalismo, «principios que los partidos obreros tienden a abandonar […] mientras tanto el capital se internacionaliza incluso políticamente y planea a escala planetaria el desastre de la humanidad, creyendo asegurar su ‘Progreso» (Sacristán 1987).
5. Finalidades y procedimientos
¿Pero existía sistema, visión global en este conjunto desordenado de ideas, conjeturas y propuestas? La heterogeneidad de los temas tratados por el Sacristán tardío no debería ocultar un probable hilo conductor: su mirada crítica (y equilibrada) sobre determinados aspectos de la tradición, especialmente la renuncia a finalidades y el (neo)estalinismo, y, simultáneamente, la consideración de que el socialismo no entregado debía abrirse con sinceridad, estudio y modestia a los nuevos movimientos, a las nuevas problemáticas de aquel período. Destacadamente, como ya se ha sugerido, al feminismo, al pacifismo, al antimilitarismo, a las nuevas formas de convivencia humana y al ecologismo.
Los nuevos asuntos exigían cambios sustanciales en el ideario de la tradición, una nueva cosmovisión si se quiere por usar una terminología que él mismo dejó de utilizar. Ya no se trataba de aspirar a «liberar» el desarrollo de las fuerzas productivas esperando, con mayor o menor actividad social, su choque frontal con las relaciones mercantiles imperantes. No era ésa la tarea de la hora, acaso nunca debió ser la finalidad de una tradición que tenía en su mochila teórica un modelo de la sociedad a la que aspiraba en el que la libertad de cada uno no era obstáculo sino condición para la libertad de los demás, y a la que se concebía como sociedad regulada, como comunidad humana que reconocía como tarea propia la construcción de unas relaciones armónicas con la Naturaleza, a la que ya no consideraba como Ser distante, disjunto y opuesto a un mundo estrictamente humano. Los nuevos problemas exigían nuevas formas de pensar, obligaban a girar nuestro cerebro y a abandonar los fáciles y gastados esquemas clásicos que llevaba incorporados.
¿A qué nuevas formas de pensar se refería? A principios de 1980, Sacristán impartió una conferencia con el título «¿Por qué faltan economistas en el movimiento ecologista?» en unas Jornadas sobre la crisis energética organizadas por el Comité Antinuclear de Catalunya (CANC), y la Comisión de Cultura de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Barcelona. La trascripción de su intervención inicial se publicó por vez primera en BIEN, nº 11-12-13, junio 1980 y fue reimpresa en Sacristán 1987: 48-56. El interesante coloquio que siguió a su conferencia sigue permaneciendo inédito.
Las preguntas que se le formularon en él fueron muy diversas. Se le preguntó, por ejemplo, por qué no había hecho alusión en su conferencia a economistas marxistas, se le solicitó una aclaración sobre las inhibiciones metodológicas de los economistas a las que había hecho referencia, se le pidió más información sobre la novedad y aportaciones científicas de Nicholas Georgescu-Roegen, o sobre la conveniencia de incluir materias de economía ecológica en los estudios de Economía. Interesa aquí dar cuenta de tres respuestas pero antes cabe apuntar un detalle histórico. Tal como Tello ha señalado (2003, 2005), Sacristán fue uno de los primeros marxistas interesado en temas ecológicos, y sus proyectos políticos y culturales fueron muy singulares en la Europa occidental de inicio de los ochenta.
Andrew Dobson, catedrático de Ciencia Política en la Open University de Londres, miembro del consejo editorial de Environmental Politics y reconocido autor o editor de numerosos trabajos sobre pensamiento y política ecologista, ha señalado en el prólogo que abre La izquierda verde que el ecosocialismo se desarrolla de acuerdo con la naturaleza singular de los sistemas políticos en los que se inserta, afirmando que el caso español está netamente influido por nuestra experiencia de transición a la democracia y por la forma en que el marxismo influyó en el movimiento antifranquista, añadiendo (Valencia 2006: 8-9):
Eso permitió que el marxismo sobrevivirá de un modo que distingue a España del resto de Europa, dando lugar a algunas de las más sofisticadas ideas acerca de la relación entre el marxismo y los nuevos movimientos sociales (es el caso de Manuel Sacristán y mientras tanto) que surgían en esa época en el continente. De ahí que el ecosocialismo español sea el resultado de la izquierda que se ha unido al ecologismo político, mientras que en otros lugares normalmente es el ecologismo político el que se une al socialismo
Volvamos al coloquio de la conferencia sobre economistas y ecología. Un asistente, que citó en su pregunta la entonces reciente constitución del partido verde en Francia, le preguntó sobre la forma más adecuada de inserción política del movimiento ecologista en las democracias occidentales. En su respuesta, Sacristán, que habló a título «muy hipotético y estando muy dispuesto a rectificar», señaló que el estadio del movimiento ecologista era tan vago y lo que aportaba era tan esencialmente nuevo que era necesario tocar varias teclas a la vez. Era necesario el trabajo político-cultural dentro de los movimientos y organizaciones sociales que más importaban, esto es, las organizaciones del movimiento obrero, pero en su opinión había que trabajar donde se pudiera, no sólo en las organizaciones de trabajadores. La existencia de corrientes ecologistas en ambientes sumamente conservadores, como era el caso de sectores del ecologismo francés y sobre todo del alemán, sugería que ni siquiera se debería despreciar el trabajo ecologista en ambientes burgueses. ¿Por qué razón? No porque desde esos ambientes pudiera salir algo verdaderamente renovador, sino porque se estaba ante una situación que lo que reclamaba era «nutrir el caos, más que intentar clarificarlo organizativamente».
El caos en sentido griego, quiero decir, la masa de proto-ser, no quiero decir el desorden necesariamente, y, desde luego, no pienso que un caos mental ayudara. No, eso no, todo lo contrario, como he intentado argüir, pero sí que no hay que tener ninguna preocupación purista sino enriquecedora organizativa y basta.
Otro asistente preguntó sobre las relaciones entre el ecologismo y otros movimientos sociales de la época, y en torno a la perspectiva parcial del movimiento. En su opinión, cada vez ganaba más terreno el ecologismo la consciencia de que un programa ecologista serio debía ser, al mismo tiempo, un programa socialmente revolucionario, que en este caso parecía implicar, por lo menos, tres grandes familias de soluciones. Una se injertaba muy bien en la tradición comunista revisada, «comunista en un sentido muy general, comunista y anarquista, lo que en el siglo pasado se llamaba socialismo, que incluía también el anarquismo». Existían luego dos soluciones autoritarias que no eran inconcebibles, aunque él fuera partidario de la primera opción de confluencia: un autoritarismo de izquierdas, a lo Harich21, que admitiera zonas de autonomía local, organizando todo, eso sí, bajo una férrea autoridad global, y luego una posible solución de autoritarismo ecologista conservador o reaccionario, a lo Grühl. Si se descargaba la palabra «revolución» de preferencias personales, las tres soluciones eran revolucionarias aunque una de ellas tuviera tintes netamente reaccionarios.
Un tercer asistente preguntó sobre la aparente contradicción entre la apuesta por las comunidades pequeñas, por «lo pequeño», y el carácter revolucionario del movimiento ecologista dado el carácter «mastodóntico» del enemigo a batir, sugiriendo una línea de disolución de la contradicción: el ecologismo debía presentarse socialmente para que los sujetos revolucionarios aceptaran sus planteamientos. Sin instrumentos políticos adecuados el ecologismo se podía quedar en nada, en simple ensoñación.
Sacristán vio aquí implícita la cuestión de la eficacia revolucionaria, problema que debía tratarse respetuosamente y admitiendo, desde luego, que en lo que se había dicho muchas cosas eran muy plausibles, «pero hay que añadirle algunas que me hacen discrepar tendencialmente de tu planteamiento». Admitía en todo caso Sacristán que el problema fundamental seguía siendo el problema del poder «hasta el punto de que una de las tres causas que he dado de la situación que registraba en mi intervención era eso, el poder».
En la tradición marxista, proseguía, era corriente, en ambientes de discusión de marxismo vulgar, añadir a un discurso como el del interviniente «y la prueba es que el anarquismo nunca consiguió nada». Pero a esas alturas de la Historia, antes de la desintegración de la URSS, habría que añadir: «la contraprueba es que nosotros tampoco». La tradición marxista y la anarquista no había conseguido nada en el sentido trascendental de mutación total aunque sí en otros campos. La situación de las clases trabajadoras en el mundo industrial no sería ni siquiera higiénicamente la que era sin la lucha de esas tradiciones, pero el cambio de mundo que se esperaba no se ha producido cuidando la eficacia o descuidándola. «Si me permites la frase un poco provocativa, la eficacia ha sido tan ineficaz como la ineficacia. Ha habido cambios técnicos en la detención del poder y nada más. Con gran desesperación de los más clarividentes protagonistas del cambio. Sería hora de decir de una vez que Lenin ha muerto deprimido, convencido de haberlo hecho mal, y de que todo había fracasado, y en presa a una gran depresión».
En el caso de los conocimientos que están en la base del movimiento ecologista habría que añadir, proseguía Sacristán, una reflexión positiva, enriquecedora. Cuando la gente que tenía convicciones ecologistas, propugnaba lo pequeño, las pequeñas agregaciones, no estaban pensando sólo, «a lo Gramsci y eso es ya importante», que fuera esa una forma de cubrir el planeta, sino que se estaba pensando además que había que evitar que la dinámica de las grandes agregaciones volviera a hacer lo que estaba haciendo hasta ahora con la individualidad. La pequeña agregación era un tipo de cultura que se prefería a la vista de lo que estaba pasando con las grandes agregaciones directas. Se debía tener también un pensamiento, a la vez, partidario de la pequeña agregación y federal. En la misma tradición marxista había un ejemplo claro, la idea de federación mundial, tal como Trotsky la había trabajado. Y había además un principio de método: «incluso en el plano técnico, la toma del poder mediante la eficaz acción de grandes organizaciones dedicadas a eso ha dado un saldo que no podemos considerar positivo y que invita, por consiguiente, a profundizar en el trabajo que he venido llamando molecular». Era necesario incurrir en el riesgo de la aparente inutilidad del trabajo testimonial: «la pequeña comuna agrícola o artesanal que está aislada, a 80 o 90 kms. del simpatizante más próximo, y que a lo mejor al cabo de dos años tiene que capitular por un invierno particularmente duro y falta de técnicas. Incluso eso es bueno».
Sería insensato, en su opinión, desperdiciar el realismo de la eficacia, el realismo para la organización de la lucha de toda la tradición. De lo que se trataba, en definitiva, era de no perder ningún bagaje cultural, mientras que lo que había caracterizado a la tradición marxista, en muchos momentos, había sido hasta ahora la pérdida de las demás riquezas, el sectarismo, el arrojar a la cuneta los derrotados en las luchas políticas internas (López Arnal y Pere de la Fuente (eds) 1995: 102):
Así, pues, empecé a intentar entender lo que había quedado liquidado en la cuneta por la marcha histórica, como reacción a la bestial y siniestra idea ésa de los vertederos de la historia que se mantiene en la tradición del grueso del movimiento obrero, como si lo que ha quedado en las cunetas fuera basura, siendo así que está claro que basura, en cierta medida, lo somos todos y, en cierto sentido, nadie, por lo menos dentro de los grupos dominados.
6. El esperancismo.
En el coloquio de otra conferencia que impartió en 1979 sobre las características de una política socialista de la ciencia (2005: 55-82), recordó Sacristán unos versos de un poeta francés, Guillevic, los mismos que abrían el poemario Nuestra elegía de Alfonso Costafreda:
Nous n´avons jamais dit
Que vivre c´est facile
(No hemos dicho nunca que vivir sea fácil)
Et que c´est simple de s´aimer…
(ni que sea sencillo amarse)
Ce sera tellement autre chose
(Pero será todo muy distinto)
Alors. Nous espérons
(Por lo tanto, esperamos)
El esperancismo político de Sacristán no negaba las fuertes restricciones que la situación imponía al movimiento revolucionario (Sacristán 1987: 69-70). Era dudoso que fuera posible hacer otra política de sistema, gubernamental o parlamentaria, diferente de la practicada por los partidos de izquierda occidentales. Era muy probable que Santiago Carrillo22, entonces secretario general del PCE; tuviera razón cuando repetía su tesis de que no había alternativa de izquierda a la política que él defendía, «siempre que por política se entienda una tarea parlamentaria e institucional conforme al sistema». De esa circunstancia Sacristán derivaba una consecuencia básica: cambiar la concepción de la política, «prestando mayor atención a la sociedad, a las poblaciones, al estado de consciencia de éstas respecto de los peligros bélicos, industriales y agrícolas que las amenazan, y renovando en los parlamentos la vieja función cultural de caja de resonancia de las auténticas necesidades de las clases trabajadoras». Era posible, en su opinión, que esa concentración sobre sí misma fuera el inicio de un renacimiento de la izquierda social ya entonces muy desencantada. Lo otro, seguir por caminos trillados, era casi perder la razón de ser por el procedimiento de hacer, de buenas maneras, lo mismo que hacía la derecha: reducir costes salariales, nuclearizar la sociedad y el estado, conquistar una colocación óptimamente explotadora en el mercado mundial, aunque sea con tanques; en definitiva, seguir sacrificando al Maloch del crecimiento económico indefinido».
En su última entrevista con C. Piera para Mundo obrero (Fernández Buey y López Arnal (eds) 2004: 211-225), Sacristán recordaba que, más allá, de los errores y vicios, que sin duda habían sido muchos, de los partidos comunistas, eran ellos quienes principalmente, mantenían al menos como aspiración, una tradición marxista. Sin pretender generalizar, ateniéndose a la experiencia española, «y a pesar de que llegué a estar tan en desacuerdo con lo que hacía el PCE que tuve que dejarlo» (Ibidem 215), creía Sacristán que la situación de extrema derrota a que se había llegado no se explicaba tanto por el debe de su saldo histórico cuanto por el repliegue de la clase obrera ante la crisis histórica. Incluso más: el más grave de todas las torpezas del PCE no había sido «ninguna de aquellas por las que yo le dejé, sino la extraña pasión autocrítica sin salida, neurótica, por la cual parecía que la única fuerza social que no tuviera derecho fuera para siempre imperdonable, fuera el partido comunista. A mí me parece que esa insensatez en la estimación autocrítica del propio pasado, deslumbrada por valores neta o ambiguamente burgueses -desde la sublimada democracia parlamentaria hasta el codearse con la clase alta en los salones del Hotel Palace- ha contribuido mucho a resquebrajar la identidad política de la vanguardia obrera de España. Esta soportó bastante bien determinados elementos de autocrítica que eran serios, pero empezó a no saber a qué atenerse a medida que el proceso autocrítico empezó a convertirse en lo que más bien parecía una explosión de exhibicionismo autodestructivo» (Ibidem).
La experiencia española no se podía generalizar. Seguía habiendo en Europa en aquella época partidos comunistas sumamente cerrados a un examen autocrítico de su larga historia (el PCP, por ejemplo, y en menor medida, el PCF), pero en cualquier caso, «a pesar de mi profundo desacuerdo respecto de la política del PCE -y no digamos ya del PCF-«, Sacristán creía que los factores de la situación de crisis rebasaban con mucho la torpeza o los vicios de las correspondientes direcciones y reflejaban principalmente una situación de derrota de las clases trabajadoras. Para seguir peleando con lucidez había que partir de ese reconocimiento.
El Sacristán tardío fue un pensador antiestalinista, acaso el primer marxista postestalinista como ha sugerido Enric Tello (2005), muy crítico del desarrollo social y político de los países del entonces bloque socialista desde, como mínimo, la invasión de Praga de 1968. Sus intereses, se centraron en temas pacifistas, antimilitaristas, que no olvidaron la tradición ni la finalidad comunistas, ni la enorme importancia de la problemática ecológica.
Hay aquí un hilo del que podemos tirar sin temor de agotarlo. También aquí estaba Sacristán en buena y razonable compañía, porque, como ha señalado Ursula K. Le Guin, «la destrucción del mundo por la explotación industrial incontrolada es el hecho más terrible que he tenido que presenciar durante mi vida y el que más me ha marcado»23.
Bibliografía.
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Fernández Buey, Francisco (1995): «Presentación». Sacristán, Manuel, Las ideas gnoseológicas de Heidegger. Crítica.
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(1983-84), «Apuntes curso de doctorado ‘Ciencia y ética en Manuel Sacristán», Facultad de Económicas de la Universidad Central de Barcelona 1984 (edición ciclostilada).
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(2007). Utopías e ilusiones naturales. El Viejo Topo, Barcelona.
Juncosa, Xavier (2006): Integral Sacristán. Barcelona, El Viejo Topo.
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Sacristán, Manuel (1983a). Sobre Marx y marxismo. Panfletos y materiales I. Icaria, Barcelona.
– (1983b). «Karl Marx como sociólogo de la ciencia», mientras tanto nº 16-17, pp. 3-50.
– (1984) Papeles de filosofía. Panfletos y materiales II, Icaria, Barcelona.
– (1985) Intervenciones políticas. Panfletos y materiales III, Icaria, Barcelona.
– (1987) Pacifismo, ecología y política alternativa, Icaria, Barcelona.Edición de Juan-Ramón Capella.
– (2004) De la primavera de Praga al marxismo ecologista. Entrevistas con Manuel Sacristán. Madrid, Los Libros de la Catarata. Edición de Francisco Fernández Buey y Salvador López Arnal.
– (2005). Seis conferencias. El Viejo Topo, Barcelona, 2005. Edición de Salvador López Arnal. Presentación de Francisco Fernández Buey; epílogo de Manuel Monereo.
– (2007). Lecturas de filosofía moderna y contemporánea. Trotta, Madrid. Edición de Albert Domingo Curto.
Tello, Enric (2003). «Leer Manuel Sacristán en el crisol de un nuevo comienzo». Epílogo de: Sacristán, Manuel: M.A.R.X. El Viejo Topo, Barcelona, 2003.
(2005): «¿Fue Sacristán el primer marxista ecológico post-estalinista?». El Viejo Topo, nº 209-210, pp. 75-77.
Nota: Una versión de esta comunicación fue presentada al segundo congreso sobre la historia del PCE celebrado en la Universidad Complutense de Madrid, a finales de noviembre de 2007.
1 La principal aportación teórica en este ámbito del entonces secretario general del Partido fue Santiago Carrillo, «Eurocomunismo» y Estado, Crítica, Barcelona 1977.
2 Puede consultarse documentación sobre estas sesiones en Reserva de la Biblioteca Central de la Universidad de Barcelona, fondo Sacristán. La tercera de las sesiones, «Sobre economía y dialéctica», fue publicada en Sacristán 2004: 289-306.
3 Actualmente reimpreso en: Sacristán 1985: 196-207.
4 No es fácil delimitar el período ni existe acuerdo en este punto. En unas recientes jornadas republicanas celebradas en Barcelona, Juan-Ramón Capella ha propuesto el siguiente arco temporal: desde la aprobación, en las cortes franquistas, de la sucesión monárquica del franquismo hasta la celebración del referéndum otánico en el primer gobierno del señor X con mayoría absoluta del PSOE. En otros casos, con menor perspectiva histórica, la transición suele abarcar desde la muerte del golpista hasta el «fracaso» de 23-F.
5 Algunas de sus intervenciones en estos años pueden verse en López Raimundo 2006.
6 Según creo Sacristán votó la candidatura del PSUC, encabezada por López Raimundo, en las primeras elecciones legislativas pero, si no ando errado, se abstuvo en el referéndum constitucional de 6 de diciembre de 1978. Algunos sectores de la izquierda revolucionaria -MC, LCR, entre otros- tuvieron la misma posición.
7 Equivocado o no, probablemente con excesiva rotundidad y en síntesis demasiado escueta, un delegado del V Congreso del PSUC formuló su opinión con toda nitidez: el eurocomunismo, en esencia, consistía en parar huelgas obreras.
8 Resulta curioso comprobar hoy las referencias teóricas del ensayo de Santiago Carrillo. Louis Althusser es uno de los autores más citados por él a pesar de que las posiciones políticas del autor de Pour Marx en absoluto apoyaban esta línea estratégica.
9 Fue en 1980. El acto fue organizado por el ICE de la Universidad Autónoma de Barcelona, con la entrega y disposición habituales de Mª Rosa Borràs y Francisco Tauste.
10 En esa misma intervención, Sacristán recordaba, a raíz de la irrupción del concepto de esperanza en el pensamiento sartriano, lo que había significado para sectores importantes de la intelectualidad europea el final de la segunda guerra mundial, la derrota del nazismo: «El horror había sido tan intenso, no sólo el horror de la guerra en los frentes, sino el de los sufrimientos en la retaguardia, el de los prisioneros o represaliados en los campos de concentración, y finalmente, para coronarlo todo, el horror de las dos bombas atómicas, que realmente reinó por algún tiempo la convicción de que aquello no se podía repetir, de que verdaderamente la humanidad había llegado al final del horror«.
11 Un repaso detallado de las posiciones de Sacristán sobre los numerosos temas políticos concretos de aquellos años está fuera de las posibilidades de este trabajo. En el tintero se quedan temas tan básicos como sus análisis sobre leyes de seguridad apoyadas por el PSUC y PCE, sus posiciones constitucionales o sus análisis sobre el V Congreso del PSUC, así como sus comentarios posteriores a este escrito colectivo que pueden consultarse en Reserva de la BC de la UB, fondo Sacristán.
12 Testimonios de ello pueden verse en artículos y trabajos recogidos en Sacristán 1987.
13 Sin embargo, Sacristán, y casi todos los miembros del consejo de redacción de mientras tanto si no todos, apoyaron públicamente la candidatura de izquierda comunista en las primeras elecciones al Parlamento catalán.
14 Véanse sus declaraciones en el documental «Lucha antifranquista» de Xavier Juncosa, Integral Sacristán, El Viejo Topo, Barcelona, 2006.
15 Publicado originariamente en México, se reeditó en el mientras tanto especial de 1983 dedicado al centenario de Marx. Albert Domingo Curto lo ha incorporado a su edición de Sacristán, 2007. Véase la magnífica presentación del editor del volumen.
16 Véanse igualmente sus declaraciones en «Integral Sacristán» de Xavier Juncosa, ed cit.
17 Mucho antes, claro está, de casos como el de Mª Jesús Paredes y el apoyo explícito de la dirección del sindicato, y de su mismo silencio cuando la situación «lo requería». Cuando escribo, la dirección sigue manteniendo en su dirección a una persona, sindicalista y empresaria, con un capital mobiliario acumulado conocido de más de 2 millones de euros, ampliable seguramente en una aproximación menos prudente, sin que ninguna explicación razonable y creíble se haya podido y querido dar hasta la fecha. Sería de interés, por otra parte, investigar las vinculaciones de la dirigente de Confia, y de su entorno personal y sindical, con una multinacional como Telefónica, cuyas netas y directas implicaciones en la práctica sindical de CC.OO. son de libro. No es conjetura alocada o simple sospecha izquierdista. Puede alegar testimonios familiares muy directos.
18 Es conocido el interés del Sacristán tardío por temas de filosofía y política de la ciencia. Está anunciada en Montesinos la publicación de una antología de sus escritos con el título: Escritos de sociología y política de la ciencia, que contará con un prólogo de Guillermo Lusa y epílogo de Joan Benach y Carles Muntaner.
19 Firmado con el seudónimo de José Luis Soriano, «Jesuitas y dialéctica» apareció en Nuestras ideas, nº 8, 1960, pp. 64-69. Previamente, una traducción catalana, firmada como J. L., había aparecido en Quaderns de cultura catalana, nº 2, julio 1959, pp. 3-8.
20 El número recogía también cartas de Joan Martínez Alier y Sacristán.
21 Correspondencia entre ambos puede verse en Reserva de BC de la UB, fondo Sacristán, al igual que resúmenes anotados de Sacristán sobre varias obras de Harich.
22 Pueden verse sus declaraciones sobre la obra política de Sacristán en Xavier Juncosa 2006.
23 Entrevista de César Rendueles con Ursula K. Le Guin: «¿Qué papel puede desempeñar un joven poeta en una sociedad analfabeta?».LDNM (ww.rebelion.org). Véase una magnífica aproximación a la obra de Le Guin, y especialmente a Los desposeídos, en Fernández Buey 2007: 307-317