Suele decirse que La república de Platón está en el origen del pensamiento utópico que acaba cuajando en los orígenes de la modernidad europea, en el primer tercio del siglo XVI. Y no caben dudas sobre la influencia que la lectura de la obra de Platón ha tenido en las primeras utopías modernas que se […]
Suele decirse que La república de Platón está en el origen del pensamiento utópico que acaba cuajando en los orígenes de la modernidad europea, en el primer tercio del siglo XVI. Y no caben dudas sobre la influencia que la lectura de la obra de Platón ha tenido en las primeras utopías modernas que se presentan con ese nombre. La génesis de ese proceso se conoce igualmente bien. Fue la traducción al latín por Marsilio Ficino, en el círculo neoplatónico de la Florencia del siglo XV (1483) y la edición de las obras de Platón entonces conocidas en las prensas del gran Aldo Manucio (1513) lo que abrió la pista por la que habían de transitar Thomas More y los otros utopistas del siglo XVI.
Por eso una lectura tan apresurada como unilateral de la historia de las utopías ha remontado hasta La república de Platón la descabellada idea de que ya en el dialéctico soñar despierto del filósofo griego sobre el régimen político ideal o modélico estaría el origen de lo que en el siglo XX acabó llamándose «totalitarismo». Utopismo, pretenciosa prefiguración de un futuro modélico e idealismo irían de la mano en esa historia cuyos relevistas principales, y denigrados, habrían sido Platón, More, Campanella, Hegel, Marx y sus sucesores.
Y, sin embargo, tanto la génesis de ese proceso como, sobre todo, el vínculo que a veces se ha establecido entre utopía, idealismo y ciudad cerrada en sí misma, con rasgos totalitarios, son muy problemáticos. Pues, para empezar, Platón no emplea en ningún momento el término utopía e incluso el nombre con que conocemos su obra de referencia, República, ni siquiera es propiamente traducción del nombre que la obra tenía en origen (Politeia) sino del ciceroniano Res publica. La palabra griega politeia se traduce mejor como régimen o gobierno de la polis, o sea, de la ciudad-estado existente en Grecia en la época en que escribía Platón. Éste no es, por tanto, un utópico que se quiera tal o se presente como tal sino un utópico designado, un filósofo al que, como en tantos otros casos, los otros han designado como utopista mucho tiempo después, cuando el término utopía había cobrado ya curso legal. De hecho, los primeros críticos griegos de la Politeia tampoco calificaron el régimen o gobierno que se esboza en ella de utópico sino de irrealista o irrealizable. El matiz no es despreciable, pues una cosa es decir que lo que propone alguien como alternativa socio-política a lo que hay no ha lugar en absoluto y otra decir que la propuesta es o ha resultado ser irrealizable en los topos o lugares conocidos.
Es muy posible que la reflexión sobre ese matiz haya sido el motivo que llevó a Thomas More a cambiar el título inicial de su obra célebre (Nusquam) por el neologismo con que finalmente la hemos conocido: Utopía. Pues, dado el talante erasmiano que inspiraba a More, este título permitía jugar irónicamente con los sufijos griegos u y eu, lo cual a su vez permite aproximar lo que no tiene lugar o ubicación conocida y el mejor de los lugares. El lector atento de la obra de More sabe que esto es así y encontrará una confirmación del juego irónico del autor de Utopía en la página final de diálogo, en la que el propio More se distancia con gracia del personaje que él mismo ha creado, Rafael Hythlodeo, defensor acérrimo, él sí, de la utopía.
Este distanciamiento de la propia creación utópica (manifiesto, por otra parte, a lo largo del libro) incluye casi todo lo relativo a la forma de vida y a la ordenación político-social de los utopianos propiamente dichos, o sea, de los amaurotas. Incluye su manera de entender la religión, su forma de hacer la guerra y lo que es más importante, por ser el fundamento de todas sus instituciones, la comunidad convivencial y de bienes sin tráfico alguno de dinero. More es un humanista irenista que tiene mucho que criticar de las costumbres de su época y de su mundo (y lo hace), que conoce el texto de Platón, adopta su forma dialogada de exposición, lo junta con su Luciano (al que ha traducido) y defiende la orientación comunitaria del cristianismo primitivo; pero al mismo tiempo deja claro en el diálogo que una cosa es lo que dice su personaje y otra lo que él mismo piensa al respecto. Jameson y Abensour desde perspectivas diferentes han subrayado esto, en sus lecturas de More, con toda la razón.
More crea en su obra ese efecto de distanciamiento de la mejor forma posible: tomando cortésmente de la mano al utopista, o sea, a su propio personaje, para llevarle a cenar, no sin antes decirle con amabilidad que ya habrá tiempo para discutir en profundidad sus ideas y que ojalá ocurra alguna vez eso que ha contado. Efecto que queda reforzado por el párrafo con que acaba el libro segundo de Utopía: «Mientras tanto, igual que no puedo asentir a todo lo dicho por un hombre, de otra manera muy erudito, indiscutiblemente, al mismo tiempo que muy experimentado en los asuntos humanos, así confieso con franqueza que hay muchísimas cosas en la república de los utopienses que yo más bien desearía que esperaría en nuestras ciudades» (1).
Ya leyendo estos pasos, que concluyen con la distinción entre deseo y esperanza, se puede uno dar cuenta de lo ridículo que resulta atribuir talante o intención totalitarios al autor de utopías por el procedimiento de subrayar, sin más, tal o cual pasaje «comunista» o «comunitarista» de la obra. Pues quien así cree argumentar ni siquiera ha caído en la cuenta de que More está renovando, y al mismo tiempo reinventando, un tipo de género literario en el que las ideas del autor no tienen por qué coincidir con las ideas que pone en boca de los personajes que crea.
Mi hipótesis es que, salvando todo lo haya que salvar, esto que digo aquí vale también para la lectura de la Politeia platónica, al menos en la versión en que ha llegado hasta nosotros que no parece ser la que tuvo en origen. También allí, aunque de otra manera y con otro tono, la forma diálogo permite introducir un efecto de distanciamiento que las interpretaciones canónicas no siempre han tenido en cuenta y que, en cambio, me parece de importancia para captar bien el talante utópico incluso antes del nacimiento de la utopía propiamente dicha.
No es éste el lugar para entrar en el contenido y la estructura de la obra de Platón. Basta con recordar que el hilo conductor del diálogo es la discusión acerca de la justicia y que la propuesta principal de Politeia es una constitución comunista pero estrictamente restringida en la que la comunidad de propiedad y familia se impone sólo a las clases rectoras de la sociedad; que tal comunismo restringido es sólo medio para evitar la injusticia y que representa un sacrificio de los mejores que es al mismo tiempo –y ahí está la paradoja platónica que tanto habría de gustar a los neoplatónicos cristianos– satisfacción, enaltecimiento y felicidad de los sacrificados. Los mejores son, como es sabido, los filósofos, los verdaderos filósofos. Ellos están llamados a regir la ciudad bien gobernada y su comunismo es, por así decirlo, funcional: tienen que estar liberados de las tareas que desempeñan los otros ciudadanos para dedicarse exclusivamente al servicio de la polis.
Platón sabía que era un escándalo proponer a sus contemporáneos el comunismo de mujeres y el comunismo de bienes, por restringido que fuera éste. Y por eso en el momento en que esos temas aparecen en el diálogo propone objeciones, varias de las cuales se han hecho muy populares. Introduce lo que llama «olas críticas» que zarandean la propia tesis. Y es ahí donde encontramos, una vez más, el efecto de distanciamiento, que alcanza su culmen en el libro V, 471c y siguientes de la obra (2). Lo interesante de esos pasos es que «las olas críticas» se convierten en algo así como un tsunami (la expresión de Platón, como se verá, es casi literal) justo inmediatamente antes de que aparezca la propuesta más escandalosa, a saber, la conocida tesis de que los filósofos tienen que gobernar o los gobernantes ser filósofos. Después de haber aceptado que la pregunta crítica sobre la realizabilidad del ideal equivale a una «ola gigantesca», Platón se cura en salud y hace decir a Sócrates aquello de que su respuesta tal vez va a entenderse como «una ola que estallara en risa».
Vale la pena subrayar que, en ese momento decisivo del diálogo, la objeción de fondo no afecta tanto al contenido de la propuesta cuanto a la realizabilidad de la misma, pues, efectivamente, ahí está el origen de la paradoja que conlleva la utopía realizable antes incluso de la invención del término «utopía». Que también Platón quiere tomar su distancia irónica respecto del ordenamiento de la ciudad ideal que propone es algo que, en mi opinión, viene sugerido por el hecho de que el objetor, el principal contradictor de Sócrates, sea en este caso el propio hermano menor del autor de la obra, el también filósofo Glaucón. La fraternidad es algo demasiado importante como para dejar en mal lugar a un hermano en una discusión así…
Vamos al texto (V, 471c y siguientes). Ahí Glaucón interrumpe el discurso de Sócrates sobre las bondades de la ciudad ideal alternativa para hacer la pregunta del millón, que se diría ahora: «Vale, todo eso que vienes diciendo está muy bien, el sistema podría ser muy bueno, pero ¿es realizable? ¿es posible que exista o llegue a existir un régimen político así? ¿hasta dónde es posible?». El protagonista principal del diálogo reconoce que esa es la «ola crítica» más grande y difícil de remontar y que, efectivamente, habrá que decidir sobre el «desconcertante» problema. Para lo cual empieza proponiendo el paso atrás: recordar que lo que se está investigando es qué es la justicia y qué la injusticia, y sugerir, a partir de ahí, que en el caso de que descubramos cómo es la justicia tendremos que decidir si lo que pretendemos es que el hombre justo no se diferencia en nada de ella, forma un todo con ella, o nos contentaremos con que se acerque a ella lo más posible y participe de ella en grado superior a los demás.
Glaucón, el hermano sensato del filósofo autor del diálogo, se contenta, obviamente, con lo segundo, lo cual permite a Sócrates concluir, de momento, que si buscamos un modelo de justicia y de hombre perfectamente justo es para poder reconocer en este mundo nuestro a aquél o aquellos que más se parezcan al modelo, pero –y ahí vuelve la paradoja– «no con el propósito de mostrar que sea posible la existencia de tales hombres». Ante la réplica inmediata del sensato, lo que Sócrates propone es una analogía, en este caso con el trabajo del pintor: «¿Acaso tiene menos mérito el pintor que pinta a un hombre de la mayor hermosura y con la mayor perfección porque no pueda demostrar que no existe semejante hombre?».
Al igual que el pintor, así el teórico de lo político que discurre sobre la ciudad justa y bien gobernada: su discurso no perdería nada en el caso de que no se pudiera demostrar que es posible establecer una ciudad como la que se propone. La fórmula retórica también ayuda. Pues el personaje que Platón ha creado, el Sócrates inventado, no dogmatiza diciendo que las cosas tienen que ser así y así, sino que hace un guiño a los otros (empezando por el sensato Glaucón) al decirles que, como el pintor, también «nosotros» estamos fabricando (inventado), a través de «nuestra conversación», un modelo de ciudad buena.
Como se trata en realidad de una conversación entre hermanos, el objetor puede seguir insistiendo hasta la impertinencia:– «Ya, ¿pero se puede demostrar la posibilidad de tal ciudad? ¿No estás dando con eso un rodeo para evitar contestar a la verdadera pregunta?». La respuesta que da Sócrates a la «ola gigantesca» es impecable e independientemente de cómo llamemos al modelo (ideal, hipótesis, prefiguración, prognosis, utopía, etc.) sigue valiendo a la hora de plantearse el recurrente asunto de la realización. Esta respuesta dice que primero tenemos que ponernos de acuerdo sobre si se puede llevar algo a la práctica tal como se enuncia (teóricamente) o si lo natural es, más bien, que «la realización se acerque a la verdad menos que la palabra». Si aceptamos esto último, o sea, si nos ponemos de acuerdo en que entre el decir y el hacer hay cierto trecho, entonces no tenemos por qué forzar las cosas: no es preciso mostrar que sea necesario que las cosas ocurran exactamente como decimos en nuestro discurso. Y por la misma razón tendríamos que contentarnos con descubrir el modo de construir una ciudad que se acerque lo más posible a lo que se ha dicho en el discurso. Sería en este sentido, y sólo en este sentido, en que habría que admitir que es posible la realización de aquello que se pretendía.
En ese mismo contexto Sócrates añade una precisión que no es precisamente irrelevante, a saber: que para seguir ese camino hay que investigar antes qué es lo que se hace mal en las ciudades realmente existentes y qué es lo que hay que cambiar en ellas para ir al régimen descrito. Lo que se puede interpretar así: no se trata de sacar el ideal de la nada especulativa, haciendo caso omiso de los regímenes político-sociales que han existido o que existen, sino que de lo que se trata es de prefigurar el ideal a partir de la crítica de los regímenes de las ciudades realmente existentes.
Tal es el camino que lleva a contestar finalmente la objeción que ha sido comparada a un tsunami, a «la ola más gigantesca». La contestación es conocida: que los filósofos reinen en las ciudades o que los reyes practiquen noble y adecuadamente la filosofía, que vengan a coincidir la filosofía y el poder político. Menos conocida, pero igualmente relevante, es la forma en que Platón, por boca de Sócrates, ha introducido la contestación. Esta forma no es sólo retórica; es expresión de la conciencia de la dificultad. Platón sabe que la propuesta de realización del ideal es algo «extremadamente paradójico» porque es difícil ver que sólo la ciudad otra, el modelo de ciudad que se propone, puede realizar la felicidad de los ciudadanos en lo público y en lo privado De ahí la broma seria: «No callaré, sin embargo, aunque, como ola que estallara en risa, me sumerja en el ridículo y el desprecio» (V, 473 e).
La seriedad de la broma queda patente en la discusión que sigue acerca de aquellos a los que se puede llamar con verdad auténticos filósofos. Pero ese es ya otra tema. Lo que interesa resaltar aquí es que ya en el nacimiento de lo que hemos dado en llamar pensamiento utópico estaban presente la ironía y la distancia sobre la realizabilidad del ideal, la conciencia de la distancia insolventable entre el ideal y su realización.
¿Es esto lo que suele llamarse idealismo? Y si lo es, ¿es ese idealismo tan malo como se dice a veces en los manuales de teoría política? Teniendo en cuanta los matices, la ironía distanciada respecto de la propia propuesta, el valor de las metáforas empleadas y el sentido profundo de la conversación entre hermanos para hacer frente a «la ola gigantesca, ¿no nos convendría, al oponer utopía a realismo, distinguir, como hizo Einstein a propósito de Rathenau, entre el idealismo (ingenuo) de quien creer vivir en Babia y el idealismo (meritorio) de quien sigue siendo idealista a pesar de conocer el hedor de este mundo al que los mandamases llaman democracia? Como se ha visto, también al plantearse la realización, la utopía de antes del nacimiento del término sabe, como sabía Maquiavelo, que hay que conocer los caminos que conducen al infierno para evitarlos. Dice eso de otra manera. Pero lo sabe.
Reflexionando sobre esa otra manera de decir la cosa y volviendo ahora al enlace con el pensamiento utópico renacentista, se podría establecer una hipótesis sugestiva: al enfrentarse al asunto de la realización el utopista de orientación platónica o platonizante tendrá que hacer frente a la «ola gigantesca» recurriendo a la ironía, al distanciamiento respecto de la propia propuesta, de la misma manera que el pensador político partidario del análisis, de orientación aristotélica o aristotélico-tomista (la otra gran corriente del pensamiento político de los orígenes de la modernidad europea), tendrá que convertirse en «empirista herético» al comprobar la distancia existente entre lo que hay en el nuevo mundo recién descubierto (de cuya realidad nada se sabía) y lo que dijeron sus clásicos. El idealismo (meritorio) se salva a sí mismo ironizando, tomando sus distancias respecto del modelo o del ideal; el realismo analítico, renegando de sus clásicos y haciéndose trágico o escéptico. Si More es un ejemplo de lo primero, Savonarola, Francisco Sánchez y Las Casas algo enseñan sobre esto último.
NOTAS: (1) Thomas More, Utopía, edición de Emilio García Estébanez, Akal, Biblioteca Literaria, Madrid, 1977, págs. 202-203. (2) Sigo aquí la traducción de J.M. Pabón y M. Fernández Galiano: Platón, La República, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1969. El texto griego y la traducción de los pasos referidos están en el vol .II, págs. 153-159 de esta edición.
Francisco Fernández Buey es catedrático de Filosofía Moral en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y autor del libro Utopía e ilusiones naturales (Ediciones del Viejo Topo, Barcelona, 2007).