Extendido éxito ha tenido en el país pensante el último libro de William Ospina, «Pa’ que se acabe la vaina», un recorrido ameno y crítico por la historia de Colombia desde la visión de un compatriota que trabaja constantemente en la construcción propositiva de un nuevo país. Contrasta este libro con la generación de obras […]
Extendido éxito ha tenido en el país pensante el último libro de William Ospina, «Pa’ que se acabe la vaina», un recorrido ameno y crítico por la historia de Colombia desde la visión de un compatriota que trabaja constantemente en la construcción propositiva de un nuevo país.
Contrasta este libro con la generación de obras históricas que, en fechas previas al bicentenario del grito de independencia, publicaron diversos investigadores insistiendo en una visión historiográfica apocalíptica que recalcaba el completo fracaso de la nación colombiana y las nulas perspectivas de futuro para sus habitantes. La obra de Ospina, si bien comparte con los mencionados estudios el negativo balance sobre los doscientos años de vida republicana, culmina con un llamamiento a la voluntad de cambio, a la construcción de alternativas.
Esto no es casual. Desde los tiempos de «La Franja Amarilla», Ospina demostró su compromiso con la generación de ideas para el cambio de la situación del país. En su quehacer literario ha demostrado, además, que es posible ligar la historia, la literatura y la crítica cultural. Siempre con un aprecio por las expresiones de los de abajo y por la naturaleza histórica de la creación literaria, Ospina se aparta de los discursos oficiales y de las modas intelectuales, para construir una obra robusta y vivificante, para proyectar sobre el destino de Colombia una visión nueva de país.
«Pa’ que se acabe la vaina» transita por la vida de nuestra nación con un relato sin contratiempos, retratando el fracaso del proyecto colectivo de los colombianos. Es la historia de un pueblo arrojado y valiente, de compatriotas de estatura monumental como Simón Bolívar, Antonio Nariño, José María Melo, Jorge Isaacs, María Cano, Ignacio Torres Giraldo o Jorge Eliecer Gaitán. Es la historia del torrente de voces que llora y ríe a través de la creación de un Porfirio Barba Jacob, un León de Greiff, los juglares vallenatos, o Gabriel García Márquez. Pero es también la historia de las mezquindades, de las traiciones, de la primacía del interés individual sobre el bien común, de la falta de proyecto nacional. La tradición de la leguleyada y el santanderismo, de la falsedad política y del engaño institucional. En conclusión, hablamos de la derrota de la idea de una república soberana, independiente y democrática que fue el legado que nos dejaron los padres fundadores de nuestra nación.
Desde las vicisitudes de la Independencia hasta los horrores del actual conflicto armado, pasando por la Masacre de las Bananeras y el Bogotazo, una constante signa la tragedia colombiana: la exclusión de los sectores populares del poder político y la intolerancia de las élites hacia cualquier iniciativa de aquéllos por cambiar el injusto orden social en que hemos vivido.
El autor perfila fielmente a esas élites excluyentes y hasta racistas que se niegan a acoplarse con la Colombia profunda, que rechazan lo indígena y lo negro y a las cuales el mestizaje les parece un delito. Hablamos de unas élites adictas al seguidismo de las modas intelectuales y artísticas de Europa y los EE.UU., pero que son incapaces de hacerse partícipes de la cultura y las tradiciones de nuestro pueblo.
Esa oligarquía reaccionaria, enemiga de todo cambio progresista y del desarrollo endógeno, es la que instituye un Estado que ha practicado sistemáticamente el terrorismo y la intolerancia contra el opositor. Es esa élite la responsable de los asesinatos de Uribe Uribe, de Gaitán, de Jacobo Prías Alape, de Pardo Leal, de Galán, de Jaramillo Ossa o de Manuel Cepeda. Pero también es la responsable del exilio de José María Melo, de Vargas Vila y de los centenares de luchadores sociales y militantes de la Unión Patriótica que tuvieron que traspasar fronteras para salvar la vida.
La manipulación de la historia en Colombia ha sido una práctica recurrente: así, Rafael Núñez y Guillermo Valencia nos son presentados como poetas del recuerdo y no como lo que realmente fueron: retrógrados y violentos, Jorge Isaacs es un novelista para jóvenes enamorados y no un rebelde y progresista que empuñó las armas; a Rafael Pombo nos lo han mostrado como un poeta para infantes y no el ardiente diplomático antiimperialista que en 1856, escribiera «Los filibusteros», poema que no sobra citar:
«Venid a conquistarnos, vosotros, heces pútridas de las venales cárceles del libre Septentrión; venid, venid, apóstoles de la sin par república con el hachón del bárbaro y el rifle del ladrón.
Venid, venid, en nombre de Franklin y de Washington, bandidos que la horca con asco rechazó; venid a buscar títulos de Hernanes y de Césares descamisados prófugos sin leyes y sin Dios.
(…)
Esa es la ardiente zona de la buscada América, de la India el amoroso, fecundo corazón, del cinto de la tierra el broche opulentísimo, promesa de un futuro de plenitud y amor.
Es el jardín robado de la pagana fábula, el por Adán perdido y hallado por Colón, de un épico avariento el sueño mitológico, arca repleta siempre y abierta a la ambición.
(…)
Seguid, y a sangre y fuego talad cinco repúblicas… Dad al infierno escándalo, a Satanás horror… Mas, ¡ay!, pueda yo un día contemplar dos cadáveres Cartago y sus piratas, vosotros y La Unión.
Para lavar el mundo, cloaca hirviente y fétida, volcó el Diluvio encima la cólera de Dios: que os lave uno de sangre, y en su pureza prístina surja flotando el arca que Washington firmó.»
Esa permanente tergiversación de nuestra historia es patente si miramos la manera como se aborda mediática e institucionalmente el actual conflicto armado. Los insurgentes, los revolucionarios que nos alzamos en armas al encontrar cerradas todas las vías para la participación política, somos encasillados como «bandoleros», como una secta que combate en pos de intereses mezquinos, una banda de terroristas que desean el dolor del pueblo y se solazamos en él.
William Ospina, con una valentía intelectual digna de mérito, rompe ese consenso contrainsurgente. Para él, los rebeldes de las FARC-EP y el ELN en sus cincuenta años de lucha, con miles de compañeros asesinados, torturados y caídos en combate, son participantes válidos de la historia colombiana. Nadie se explicaría una confrontación como la nuestra, sin la existencia de causas políticas válidas, se compartan o no.
Una aseveración como esta, en un país como Colombia donde el unanimismo intelectual y la intolerancia política son monedas en curso, es muestra de honestidad intelectual y de coherencia con lo que se piensa y con lo que se hace.
Por esto William Ospina es merecedor de la calidad de honesto demócrata, que el campo revolucionario le reconoce.
Creo, personalmente, que con las mencionadas razones sobran motivos para invitar a la lectura de este maravilloso libro. Es un aliciente para avivar el debate nacional sobre nuestra historia, sobre nuestro presente y sobre nuestro futuro. La oportunidad única en la que nos encontramos, la de avance en la Mesa de Conversaciones, por un lado, y la consolidación de la movilización social y popular, por el otro, prueban la justeza de la idea central de Ospina: la vieja Colombia murió el 9 de abril de 1948, la nueva está aún por construirse. En eso estamos completamente de acuerdo los guerrilleros y las guerrilleras de las FARC-EP.