(Estoy hecho una ruina, una blanco fácil, una rotura irremediable desde que me dijeron este domingo por la mañana que Pablo ha muerto de un infarto al corazón, que es igual que un infarto al corazón para los jóvenes rebeldes de la segunda mitad de los 80 del siglo pasado.)
En la segunda mitad de los 80 del siglo pasado todos fuimos rebeldes y jóvenes y nada nos quedaba, salvo perder la paciencia y sólo encontrarla en la puntería, camarada. Y usábamos sobrenombres. El Negro, La Negra, La Chica, El Chico, El Flaco, El Loquillo, El Guatón, El Pelado, La Rucia, El Poeta. Un repertorio enciclopédico donde cabíamos cómodamente.
Por ejemplo, a Pablo Villagra Peñailillo -cuyo corazón se detuvo la madrugada del 8 de junio de 2025- le nombramos Cucho. Aunque a los Agustín les dicen Cucho, en este caso la norma se fracturó, y a Pablo dale con llamarlo Cucho para arriba y para abajo. Muy muchachitos como éramos, uno no hacía preguntas y entonces, oye, Cucho, súbete no más a la tarima y lánzale un derechazo a ese dirigente sindical amarillo que habla exclusivamente por la democracia cristiana y los golpistas arrepentidos.
Después me enteré que lo de Cucho es porque Pablo tiene ojos de gato. En otras palabras, de ojos de gato a agosto, de Agustín a Cucho.
En la segunda mitad de los 80 del siglo pasado todos fuimos rebeldes y jóvenes y papel contra bala no servía para derrumbar tiranías. Por convicción, familia, amigos o accidente, algunos militamos en las tres letras (que así se mentaba al MIR en el ambiente). Había otros destacamentos, por supuesto, pero es que los colores del MIR venían de muy lejos, de pintura rupestre y vibraciones elementales, de guerra civil española, de anarco-comunismo, de Sandino, Fidel y los demás. Y lo de trabajadores al poder, los pobres del campo y la ciudad, El Estado y la Revolución del bolchevique, sólo la lucha nos hará libres, canción contra la indecisión, yo pisaré las calles nuevamente, carta abierta al interior de Chile, el poema de Gonzalo Rojas, no convocaban poca cosa.
Como éramos pocos pero locos, con Pablo nos conocimos poco antes de coincidir en el mismo sitio de estudios superiores y a boca de jarro de la Alameda de Santiago: él en comunicación social y yo en teatro.
Todos teníamos cara de cabros chicos y algunos vestíamos de morral barato, la guitarra de rigor y el horror a las peluquerías. Nunca fuimos jipis pacifistas, por eso de que con fusil nos oprimen, con fusil venceremos. Pero, claro, parecíamos uniformados a veces, como rémora de la UP. Y para las tareas comprometidas, esa pinta no hacía juego. Tras una suspensión momentánea de mi militancia por razones de aspecto imprudente, di con Cucho y con él hice mi pasantía en la Villa Francia de Estación Central, entonces un oasis de cristianos por la liberación, harto MIR, harto Lautaro, harto rodriguista. Después de pagar mis deudas disciplinarias, retorné a la militancia formal un tiempo y por motivos que no vienen al caso, me fui con los rodriguistas hasta bien entrado los 90, hasta que esa puerta se cerró por dentro y por fuera.
(Estoy hecho una ruina, una blanco fácil, una rotura irremediable desde que me dijeron este domingo por la mañana que Pablo ha muerto de un infarto al corazón, que es igual que un infarto al corazón para los jóvenes rebeldes de la segunda mitad de los 80 del siglo pasado.)
Pablo, su madre Irene -a quien hace tan poco despedimos en un nicho sencillo del cementerio general-, sus hermanos, siempre abrieron su casa como si fuera el planeta más cariñoso de las fuerzas insurgentes del mundo. Su hogar fue una flor abierta para conspirar, abrazarnos, hablar bien y mal de los conocidos, recuperarnos.
Mira, Cucho, que ahora te quedas ininterrumpidamente joven y rebelde en los botes errantes que recalan en nuestro pecho.