Desde lejos, el enorme toldo que colgaba de un edificio indicaba: Paisatges de lloguer, (en castellano, Paisajes de alquiler). Sin embargo, era una ilusión. En realidad, sólo se leía «atges de lloguer». Al acercarme, comprobé que ponía «Habitatges de lloguer«, (pisos de alquiler), y pensé en Turner, y en Ruskin, y creí entender algo. O, […]
Desde lejos, el enorme toldo que colgaba de un edificio indicaba: Paisatges de lloguer, (en castellano, Paisajes de alquiler). Sin embargo, era una ilusión. En realidad, sólo se leía «atges de lloguer». Al acercarme, comprobé que ponía «Habitatges de lloguer«, (pisos de alquiler), y pensé en Turner, y en Ruskin, y creí entender algo. O, tal vez, no.
El paisaje fue siempre un humilde escalofrío del pobre campesino ante la grandeza del mundo, aunque supiera que aquellas tierras inabarcables eran propiedad de otros, una telaraña invisible que forzaba al trabajo ingrato, al hambre o al destierro. Mientras, con lentitud de siglos, crecía el gusto por la pintura de paisajes entre las minorías opulentas, los campesinos condenados trabajaban con las uñas rotas de tierra los mismos escenarios que estremecían de belleza a los señores, terratenientes y estancieros que la poseían, aunque, a veces, aparecían, en un gesto involuntario de justicia fugaz, como en La cosecha, de Pieter Brueghel el viejo, donde los campesinos siegan los trigales, y comen bajo la sombra de un árbol, con algunas mujeres tocadas con curiosos sombreros cónicos, como si fueran chinas perdidas en el Brabante. Después, el paisaje fue un sueño lejano para los condenados por la revolución industrial a la oscuridad y al humo de las fábricas.
Hace dos milenios que la naturaleza es un motivo esencial del arte oriental, chino, coreano, japonés. La pintura china clásica desarrolla el paisaje ya en el siglo V, para encontrar después nuevas expresiones con Wang Wei y Wu Daozi, y, más tarde, con Jing Hao, en una tradición que recorre Oriente hasta alcanzar la sutileza y perfección de los paisajes japoneses de Hokusai y Hiroshige. También en Europa, en los frescos romanos de Pompeya y Herculano aparecen paisajes, donde puede verse la influencia de los jardines persas, refugios de poetas iranios; pero esos horizontes se ocultan en la cultura medieval occidental o se convierten en motivo secundario, ornamental, sustitutorio del áureo fondo medieval, hasta la llegada de Patinir y de su contemporáneo Giorgione, y de las acuarelas de paisajes de Durero o de algunas obras del Perugino (como en la Consegna delle chiavi de la Capilla Sixtina, con el notable paisaje arquitectónico del fondo), entre otros.
Puede decirse que el paisaje nació en Italia, aunque su génesis es compleja, entre un fermento de intuiciones flamencas, miradas holandesas, inquietudes alemanas, rumores italianos, como si los artistas del renacimiento tardío y del manierismo estuvieran perdidos en uno de los laberintos multicursales de Giovanni Fontana, por lo que muchos pintores abordan el paisaje deteniéndose ante caminos que no se sabe a dónde llevan, o que conducen a vías muertas. En la Italia renacentista, y en Flandes y Holanda, la obra de Masaccio, Ucello, Gentile da Frabiano, Botticeli, y las pinturas de Jan van Eyck, El Bosco y Patinir, dan al paisaje una función nueva, que palpita entre la obra de Patinir y el siglo XVII italiano, y que se convertirá en una obstinada presencia en medio de las tormentas de ceniza tridentina que ahogan muchas paletas y entierran entre reflejos fúnebres la minuciosa naturaleza, hasta que, con Annibale Carracci, se formulará la nueva mirada: en su Paisaje fluvial, de 1590, el pequeño remero ilustra apenas la grandeza del paisaje, igual que hará siglos después Friedrich con sus minúsculas figuras perdidas ante la naturaleza, como en su Arco iris en un paisaje de montañas.
Carracci y su discípulo, el Domenichino, desarrollan entonces el paisaje ideal, cuyos ecos llegan hasta Poussin. Los pintores que habían llegado desde Flandes y Holanda recrean el paisaje en Italia, como hicieron Jan Brueghel (el hijo segundón de Brueghel el viejo), Sébastien Vrancx, y Adam Elsheimer (tan elogiado por Rubens) que consigue en su corta vida, pese a la pereza que lo paralizaba, paisajes donde la luz cobra un protagonismo antes impensable. Otros, como Bril, además de pequeñas marinas, desarrollan la costumbre de pintar vistas de Roma, para colocar al rico curioso y desocupado que visitaba la ciudad, una tradición que después seguirán Bartholomeus Breenbergh y Cornelis van Poelenburgh, que trabajan en Italia, antes de volver a Holanda, plasmando la campiña romana en pequeños formatos donde aparecen con frecuencia las ruinas clásicas.
No son los únicos. La escuela del Danubio, del siglo XVI, desarrolló también la nueva inclinación hacia el paisaje, con autores como Altdorfer, que aunque pinte escenas religiosas se atreverá con algunos paisajes desnudos, despojados del hombre. También, en los dibujos de Wolfgang Huber sobre el Vorarlberg; con Jörg Breu el viejo, muy influido por Durero; y con Lucas Cranach el viejo, que pese a la relevancia de sus desnudos y retratos, se interesó también tempranamente por el paisaje como en la pequeña obra sobre la huida a Egipto de la familia del Cristo, pintada en 1504, que tiene su réplica, once años después, en la todavía más pequeña tabla con el mismo tema de Patinir, donde vemos un paisaje más profundo y poderoso que el de Cranach.
Patinir, que hacia 1515 empieza a trabajar agremiado en Amberes, pasa por ser uno de los autores flamencos de la invención del paisaje en el renacimiento, y su interés y destreza le llevan incluso a pintar fondos naturales como escenario para las figuras y temas de otros pintores. Durero lo tenía por un excelente paisajista. Giorgione, que nace un siglo antes de que llegara Carracci, pinta en La tempestad una de las perspectivas más implacables para la pequeñez del ser humano: el paisaje es lo más relevante de la tabla, por mucho que aparezcan Eva y Adán, en una de las interpretaciones posibles. Es probable que Giorgione no quisiese representar a ninguna figura en concreto, pero, para la moderna mirada occidental, el rayo que ilumina la escena domina el edén bíblico, porque el paisaje es el mismo paraíso, envuelve la solitaria fatiga de los seres humanos, revela la furia de la vida aunque los personajes parezcan ajenos a ella. También las pinturas murales al óleo del desventurado Polidoro de Caravaggio, en San Silvestro al Quirinale, en Roma, de 1525, resaltan el paisaje frente a los personajes, como si regresaran a la tierra, en una inquietud compartida por muchos pintores que aunque siguen dependiendo de la iglesia romana recrean con timidez el desorden humano frente al rigor y la furia divinas.
Annibale Carracci, que hasta el siglo XIX fue considerado, con Miguel Ángel y Rafael, uno de los pintores más relevantes de la historia, desarrolla el paisaje ideal, que tanto influirá después en Poussin y Claude Gellée (Claudio de Lorena), y cuya visión atraerá a los pintores posteriores al menos hasta el romanticismo. Carracci, junto con su hermano Agostino y su primo Ludovico, reacciona contra el manierismo, y opta por una pintura radicalmente distinta a la de Caravaggio, y, aunque los siglos posteriores tendrán gran estima por Annibale Carracci, la modernidad lo arrinconará hasta la segunda mitad del siglo XX, cuando se inicia su lenta revalorización. Pero su influjo persiste, y la inquietud y el interés de Carracci por el paisaje está también en el Domenichino, e incluso en Guido Reni, tan apreciado por Stendhal, pintores que aprenden en su academia, como está en Poussin y en Claudio de Lorena, que seguirán sus prescripciones sobre el paisaje ideal.
Lorena también trabajó en Italia. Enamorado de la campiña romana, creó escenografías con arquitecturas fantasiosas y horizontes perdidos, bañadas en una luz radiante que desmentía la dureza de la vida, aunque los pobres y menesterosos seguían ocupando con hambre y dignidad las tierras que indagaban los pintores para sus telas. Por su parte, Poussin logrará en Roma, protegido por los Barberini, un nuevo clasicismo que también se expresa en su visión de la naturaleza, ordenada y precisa, que lo convertirá en uno de los maestros del paisaje ideal.
Esos paisajes que descubren en el renacimiento y en los inicios del siglo XVII, parecen quedar petrificados en el siglo XVIII, como si estuvieran confinados en un laberinto de boj como el de la Villa Pisani de Stra (allí donde se encontrarían por vez primera Hitler y Mussolini) con su terraza panorámica (belvedere) flotando sobre el racionalismo del siglo de las luces, sobre setos que parecen guardar otras miradas que se empiezan a expresar, como la veduta, depurada por el settecento veneciano. Muchos autores menores, pero estimables, han recorrido desde entonces paisajes, elaborado vistas y panorámicas, e iniciado el viaje a Italia para ver las ruinas del clasicismo y los paisajes que rodeaban la memoria grecorromana.
Al parecer, fue el poeta Thomas Gray (amigo de Walpole, con quien viajó por Italia) el primero en calificar -hacia mediados del siglo XVIII- un paisaje como pintoresco, picturesque, y el diccionario de Samuel Johnson definía, medio siglo después, lo pintoresco como singular, como lo adecuado para componer un paisaje. Los artistas pintan en el campo, en unas salidas que ya se habían inaugurado en la Italia del XVII, y el Picturesque tour se pone de moda hacia finales del siglo XVIII y durante buena parte del XIX, ilustrando la inclinación de los pintores ingleses que buscan escenarios para sus cuadros. Desde Turner hasta el malogrado Thomas Girtin (ambos eran amigos y de la misma edad), que apenas vivió un cuarto de siglo, los artistas se aplican con los paisajes, que pasan a ser uno de los géneros más estimados, hasta el punto de que el sobrevalorado Turner es considerado hoy por muchos, con Constable, como el mejor paisajista del siglo XIX: mucho tuvo que ver en ello la insistencia de Ruskin, que amaba tanto a Turner como despreciaba a los Carracci. El nuevo romanticismo, y los viajes por Italia de Sthendal, Goethe, Chateaubriand, Pedro Antonio de Alarcón, entre tantos otros, popularizan esa mirada sobre los paisajes italianos y las ruinas del pasado.
Son los ingleses los que primero hacen esas nuevas pinturas de paisajes en Italia, en los años del neoclasicismo, y lo hacen desde finales del siglo XVIII; como Cozens, que pinta acuarelas en Roma, Frascati o Tívoli, como había hecho Girtin. O como Turner que, hasta 1845, viaja con frecuencia a Italia, fascinado por ciudades como Venecia. A veces, los pintores se fijan en la naturaleza, -con una mirada que no tiene nada que ver con la nuestra, preocupada por la conservación del espacio y la ecología- como Joseph Wright (llamado también Wright of Derby), que pinta en 1774 la erupción del Vesubio. Otros pintan la entrada de la Gruta de Posillipo en Nápoles: siempre reproducen la entrada, con el sol dando en diferentes lugares: así lo hacen William Pars, o Thomas Jones, por ejemplo.
Muchos son artistas menores, pero ilustran a la perfección el gusto por el paisaje y por el viaje italiano. Pintan edificios napolitanos en ruinas, como Thomas Jones, pero también recrean la desaparecida Villa Montalto Negroni, de Roma, destruida en 1870 cuando construyen la estación de tren en Roma, la nueva capital de la Italia del Risorgimento. A veces, tienen una sorprendente mirada contemporánea, adecuada para turistas apresurados. Thomas Jones, por ejemplo, pinta una obra donde se ve un muro de Nápoles, en 1782, que parece una tarjeta postal de nuestros días: es un pobre balcón con ropa y una ventana en el muro, como esas imágenes de fotógrafos al servicio de los nuevos empresarios del viaje que parecen prometer, con unos días, una vida más primitiva, más exótica, más sencilla, más honesta, más plena. Las ruinas clásicas de Roma, el paisaje arcádico del pasado, la magnitud de la naturaleza, aparecen con frecuencia en las telas. Los pintores están enamorados de Italia, como lo estaba Goethe, que soñaba con ella antes de visitarla, y el paisaje italiano llena los lienzos.
Richard Wilson, pinta una vista de Tívoli, en 1752, cuadro que ahora está en Dublín, en la Galería Nacional, y Hubert Robert, en 1793, una tela donde se ve a los artistas pintando en Tívoli, ante la cascada, y Carlo Labruzzi una panorámica del Coliseo desde el Palatino, que está ahora en Moscú. Son todo ruinas y se aprecia a unos caballeros mirando el anfiteatro. A veces, los pintores del XVIII insisten en pintar las habitaciones y los talleres de los artistas en Italia, los lugares donde vivían mientras recorrían los paisajes italianos. Así hace Turner, que nos enseña la modernidad de la habitación del pintor, en Venecia, en 1840. O el olvidado Léon Cogniet, compañero de Delacroix y Géricault, que se autorretrata ante la ventana que mira a la Villa Médicis, en 1817; o el también olvidado Giovanni Battista de Gubernatis, que pinta su taller en la Parma de 1812.
Las vistas de ruinas y de la campiña romana de Giovanni Battista Lusieri (a quien el arqueólogo saqueador y pirata lord Elgin consideraba «el mayor pintor de Italia») muestran su interés por la perspectiva, además de su complicidad con los robos de Elgin. Lusieri quería conseguir con su pintura imágenes «lo más cercanas posibles a la realidad», y pinta las Termas de Caracalla, con jóvenes que pasean, o el golfo de Baia, en los alrededores de Nápoles. Después de los ingleses, llegan a Italia los franceses, para mostrar las posibilidades de la pintura al aire libre: Simon Denis, y el discípulo de David, François-Marius Granet, entre otros. Denis juega con el sol y con las nubes de Roma, con las colinas de Tívoli o de Nápoles. También lo hace Granet, en un pequeño, y sorprendente, cuadro donde se ve el sol sobre la campiña romana, resuelto con apenas unas manchas de color, que lo hacen una pintura casi abstracta. O pinta la oscuridad de una escalera apenas iluminada por el claro de luna. Granet consigue un atractivo y decorativo cuadro de Trinità dei Monti y la Villa Médicis en 1808. Por su parte, Louis Gauffier dedica muchas obras al valle del Arno, en Vallombrosa, casi siempre desde la perspectiva del «Paradisino», una atalaya que permite una visión óptima del valle. Pinta también la abadía de Vallombrosa varias veces: se especializa en paisajes que vende a los viajeros ingleses. En 1825, Corot, con su escrúpulo por la exactitud, pinta el Coliseo, y los puentes romanos en 1826. Después, los paisajes de la campiña o Civita Castellana. Corot, tan diferente a Courbet, consiguió gran éxito con su mirada hacia un pasado feliz que nunca existió.
Después, llegaron los pintores alemanes, y también los propios italianos empiezan a hacer pinturas semejantes. Por ejemplo, Johann Wilhelm Schirmer pinta la «casina» de Rafael en los jardines de Villa Borghese, en 1839; y Neureuther recrea un interesante conjunto de las casas de Roma vistas desde Trinità dei Monti, mientras que Franz Ludwig Catel pinta una venta que mira hacia Nápoles, con el Vesubio humeando. Todas esas obras, y otras parecidas, decoraban las mansiones y alegraban los ocios de los nuevos burgueses, daban cuenta de su nueva posición y riqueza, paralela a la nobleza que ya presentía el final de su poder de siglos. Ni siquiera la grandilocuencia de algunas obras, la lepra de una mirada que falsificaba el mundo, aunque quisiera reproducirlo con exactitud, limitó la popularidad de la pintura de paisajes, que vivirá hasta la llegada del impresionismo prisionera de una sola mirada.
En Europa, esa larga tradición paisajista reproducía (a veces, inventaba) la naturaleza para los ojos del mundo, aunque quienes miraban -en sus mansiones, o en los gabinetes y museos- eran siempre los desocupados, los que no tenían que preocuparse por la comida diaria, los nobles o la burguesía ociosa que acumuló riquezas con la explotación obrera nacida con la revolución industrial. En ese tránsito, desde Patinir a Poussin, y desde Annibale Carracci a Turner, algunos pintores recibieron la protección de reyes, emperadores, duques; otros, procuraron vivir en los entresijos de la abundancia de los propietarios, mostrando su propia majestad y riqueza, como Guido Reni, y otros, en fin, fueron encarcelados por deudas, como Elsheimer, o murieron en la pobreza, aunque todos sabían para quienes trabajaban. Los pintores paisajistas copiaban la tierra ajena, posesión de monarcas, nobles y burgueses, reproducían los excesos de la belleza y la ofuscación por la naturaleza que aplastaba al hombre, ofrecían el temblor de lo fidedigno, la maravilla de la precisión, el deslumbramiento de la imaginación y los sentidos, y, en una paradoja, cuando los humos negros de la fábrica moderna crearon en la burguesía la nostalgia por los escenarios perdidos, por los campos labrados, los paisajes casi fueron olvidados por el arte y los artistas, y pasaron a ser ocupación de artesanos de domingo; y, para los pobres, se convirtieron en un presentimiento perdido en las tinieblas y en un enigma que era una prolongación de una agonía de siglos, de una marginación persistente, de la segregación de la mayoría ante el aire amable del bienestar, porque quienes construían la cárcel de la soledad contra la que se estrellaban los hombres humildes, poseían también la tierra y sus paisajes, y esperaban que nunca llegase el tiempo en que se convirtieran en patrimonio del común, ensartando como cuentas siglos de paisajes de alquiler.