Deseo agradecer, antes de comenzar, al compañero Roberto Fernández Retamar por su generosidad al invitarme a presentar este número de la revista Casa, a escasos meses de que conmemoremos con júbilo el primer medio siglo de la Casa de las Américas, el próximo 28 de abril. Quiero recordar además que fue también en julio, un […]
Deseo agradecer, antes de comenzar, al compañero Roberto Fernández Retamar por su generosidad al invitarme a presentar este número de la revista Casa, a escasos meses de que conmemoremos con júbilo el primer medio siglo de la Casa de las Américas, el próximo 28 de abril. Quiero recordar además que fue también en julio, un mes de tanta significación para la Revolución Cubana, que circuló el primer número de la revista, en el ya lejano 1960, con colaboraciones, entre otros destacados intelectuales latinoamericanos, del mexicano Carlos Fuentes, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias y el argentino Ezequiel Martínez Estrada. De estos dos últimos, como prueba de su permanencia en las páginas de la revista, se ocupan sendos trabajos en la presente entrega.
Además, estamos en el año del aniversario 80 del Che, otra presencia inmanente, al que prefiero recordar con la poética definición de José Lezama Lima, en el número de homenaje al Guerrillero Heroico de enero-febrero de 1968: «Hombre de todos los comienzos, de la última prueba, del quedarse con una sola muerte, de particularizarse con la muerte, piedra sobre piedra, piedra creciendo el fuego (…) Nuevo Viracocha, de él se esperaban todas las saetas de la posibilidad y ahora se esperan todos los prodigios de la ensoñación». En aquella propia revista, Raúl Roa sentenció que el Che «puede mostrarse a los intelectuales del Tercer Mundo como el arquetipo del intelectual revolucionario (…) Nada humano ni revolucionario le fue ajeno».
Como es conocido, dentro de las múltiples ocupaciones y desvelos que signaron su existencia, Ernesto Guevara cultivó con fervor la fotografía, la que le ayudó a subsistir en los días de su exilio mexicano, y cuyos secretos trató de develar con renovada pasión. Es fama que siempre llevaba consigo alguna cámara fotográfica, con las que dejó múltiples testimonios de su vida personal, del proceso revolucionario cubano y de sus viajes por el mundo, y entre las escasas pertenencias que llevaba en su mochila en Bolivia, antes de ser asesinado, se encontraron 12 rollos de películas fotográficas.
Aleida March, en su conmovedor libro Evocación, ha señalado la admiración que despierta la faceta, poco divulgada, del Che como artista del lente «sobre todo por su extraordinaria factura estética y su alto dominio de la técnica».
Lo anterior puede corroborarse en las numerosas imágenes inéditas captadas por el Che que pueblan la revista, desde el inquietante autorretrato en sombras que ilustra la portada, pasando por las poéticas visiones de la gran ciudad maya de Palenque, hasta los testimonios de la industrialización en Cuba, como esa grúa gigantesca que recuerda al constructivismo ruso. Sin embargo, personalmente prefiero aquellas imágenes donde el Che interroga el rostro de las personas comunes y corrientes, buscando captar la naturaleza íntima de sus estados de ánimo, como sucede con la pareja que se abraza imperturbable en un parque de México, o el niño campesino que sonríe con feliz picardía en el Caney de las Mercedes.
Otra arista más conocida, la del Che como ministro de Industrias, es reconstruida desde la vivencia personal de Enrique Oltuski, su cercano colaborador en aquellos días de retos enormes y dificultades sin cuento, cuando se iniciaba el proceso de construcción de una economía socialista en Cuba.
América Latina y sus alternativas de cambio social, en esta nueva hora de despertar de los pueblos, ocupan la meditación del economista y político ecuatoriano Alberto Acosta. En sus palabras durante la clausura del Encuentro Latinoamericano del Foro Mundial de Alternativas, Acosta desmonta los conspicuos argumentos del neoliberalismo como supuesto sistema de oportunidades y creación de riquezas, revelando su verdadera esencia de civilización de la desigualdad, la opresión y la dominación.
Una de las propuestas de mayor calado en este texto, es la que proclama que todo proceso para construir alternativas al capitalismo en nuestros países, debe surgir como un hecho plural, profundamente democrático y que involucre a la mayor cantidad posible de actores: indígenas, mujeres, afrodescendientes, ecologistas, campesinos, trabajadores urbanos, intelectuales, pequeños empresarios, todos como parte de una misma lucha, que debe ser unitaria y también compartida.
Frente al concepto individualista de «bienestar» que propala el discurso neoliberal, Acosta propone adoptar la filosofía de vida de nuestros pueblos originarios, su noción de «buen vivir» de los seres humanos en colectividad y en armonía con la naturaleza. No es esta una propuesta ingenua, romántica o utópica. Los pueblos indígenas de América han aprendido mucho en los últimos quinientos años sobre quienes los explotan y oprimen, aunque no utilicen sus conceptos ni su racionalidad.
En este sentido quiero recordar una anécdota que narró Pablo González Casanova, en un lúcido ensayo sobre la formación de conceptos entre los indios de Chiapas. Contaba González Casanova cómo un antropólogo pasó todo un día tratando de explicar a un grupo de tojolabales el concepto de «plusvalía». Al término de la jornada, sintió que había fracasado. Entonces se le acercó un tojolabal y le dijo: «Hermano, ¿sabes qué? Lo que trataste de explicarnos lo sabemos muy bien. Solo lo llamamos de otra manera: Wa Xta´a ´el Ke´tik ja Ka TeiCiki, que quiere decir «los que despojan a nosotros de nuestro trabajo».
Espléndida lección para cierta izquierda eurocéntrica y reduccionista. Finalmente, Acosta aboga por una construcción del socialismo sobre bases profundamente participativas, como «un proceso de democracia sin fin», palabras por otro lado tan afines al pensamiento del Che, como recordó Aurelio Alonso en un libro que tuve el privilegio de reseñar en una entrega anterior de esta propia revista.
«¡Viva Martí!, que está vivo», concluía Ernesto Guevara su discurso de homenaje al Apóstol el 28 de enero de 1960. Esa vitalidad infinita, revolucionaria y plena de futuridad, se multiplica en dos textos de disímil naturaleza sobre el héroe de Dos Ríos.
El primer acercamiento, del historiador Rodolfo Sarracino, nos remite a un episodio poco conocido de su biografía. En el contexto mayor de la labor revolucionaria y organizativa de Martí en suelo estadounidense, Sarracino rescata el alcance que tuvo su presencia en las actividades de un círculo filantrópico, el Club Crepúsculo, cuyos miembros veraneaban en agosto de 1890 en las montañas Catskill, el mismo lugar donde se escribieron los Versos sencillos.
Fundado bajo la influencia de Herbert Spencer, el Club Crepúsculo agrupaba a reconocidos intelectuales con un pensamiento crítico frente al naciente imperialismo, como son los casos de Mark Twain, Charles Edwin Markham o Walt Whitman, junto a líderes obreros, periodistas, científicos e incluso el notorio industrial del acero Andrew Carnegie, conocido por sus posturas filantrópicas y amante de la paz. A partir del análisis de las intervenciones martianas en aquel cenáculo, el investigador concluye que se trató de un recurso táctico del político cubano para incorporar el conocimiento de la causa cubana dentro del movimiento ético ya establecido en los EE.UU., y usarlo como caja de resonancias en sectores progresistas de la sociedad norteamericana, con el objetivo superior de impedir la anexión de Cuba a la potencia del norte.
Otro estudio que toma a Martí como objeto de reflexión, es el enjundioso ensayo de Susan Gillman titulado «Otra vez Caliban/Encore Caliban: adaptación, traducción, estudios americanos». Como su rótulo indica, este texto parte de la rica producción de sentidos generados por el ensayo Caliban, de Roberto Fernández Retamar, y especialmente discute la condición, otorgada por Retamar a Martí, de fundador de una genealogía calibanesca, anticolonial y literariamente hablando.
Gillman recorre en su análisis múltiples perspectivas del discurso feminista, poscolonial y de los estudios lingüísticos. Sus argumentos exploran, desde una perspectiva comparada que rechaza la linealidad, las diversas posibilidades de la traducción y la adaptación de las lenguas del colonizador a las del colonizado, postula la posibilidad del traductor como autor, como es paradigmático en la traducción martiana de la novela Ramona, de Helen Hunt Jackson, y su integración o transculturación a un canon latinoamericano. Desde esta propia plataforma de análisis lingüístico, también se interesa en los problemas que atañen a la traducción del texto de Retamar al inglés, y su desmenuzamiento de este la lleva a cuestionarse incluso el uso de los tiempos verbales apropiados para comprender la temporalidad dislocada de la historia y la cultura latinoamericana.
En resumen, estamos ante un estudio sugerente y complejo, en el que se cruzan con avidez códigos multiculturales, diversos y desiguales, con la aspiración de trascender «la nación con una crítica calibanesca» e «ir al encuentro de situaciones y acontecimientos, textos y contextos aparentemente incomparables, ir de nuestra América a la América que no es nuestra». Mención aparte merece la traducción de Esther Pérez, una pieza magistral, que hace honor al texto traducido.
He dicho al principio que este número incorpora textos breves dedicados a Miguel Ángel Asturias y a don Ezequiel Martínez Estrada. En el caso del novelista guatemalteco, Juan Nicolás Padrón toma como referente el otorgamiento del Premio Nobel en 1967, para destacar los enormes valores literarios de una obra comprometida con las tradiciones, la historia y la cultura de su país, especialmente la de origen maya, que en su opinión, el controvertido lauro de la academia sueca contribuyó a difundir y visibilizar en los medios intelectuales europeos.
En el caso del ensayista argentino, Flora Guzmán realiza una exégesis crítica de un texto a la vez emblemático y polémico: Radiografía de la Pampa. La visión que tiene Estrada sobre la Argentina, metaforizada en las soledades de la pampa húmeda, se le antoja desmesurada, deforme y monstruosa, «una visión demoledora por excesiva», pero donde subyace un discurso visionario, lleno de pasión, y hasta subversivo.
En esta propia sección, me gustaría destacar el original acercamiento a la obra carpenteriana que realiza Francoise Moulin Civil, incursionando en la cambiante y contradictoria visión del cubano sobre una de las tres ciudades que marcaron su trayectoria intelectual: Caracas. A partir de sus comentarios de carácter histórico y urbanístico sobre Caracas en textos ensayísticos, y su relación intertextual con las novelas Los pasos perdidos y La consagración de la primavera, la autora enuncia la hipótesis de la capital venezolana como ciudad multicultural, «entre referencial e imaginaria, convirtiéndose así en espejeante contrapunto de La Habana».
Precisamente una preocupación carpenteriana, la del rol social de los escritores, tantas veces explicitada en sus artículos y ensayos, da pie a la confesión de Héctor Tizón, lúcida y provocadora, de que «un escritor no es un soldado ni un bufón ni un consejero domesticado», a lo que agrega este incisivo comentario: «Jamás la literatura se salva por su contenido político, y por añadidura, el discurso político se convierte en mala literatura».
Hablando de literatura, no puedo dejar de mencionar un conjunto de textos que constituyen el corazón de esta revista, y que en esta ocasión tienen el valor agregado de tratarse de obras finalistas en poesía y cuento, en la más reciente edición del premio Casa. Las eternas obsesiones de la poesía: el amor y el desamor, la historia, la ciudad, el olvido, la añoranza, la incertidumbre, sobrevuelan la mayoría de estos versos, desde el tono intimista y conmovedor del homoerotismo en Nelson Simón, hasta la ironía y la parodia de Juan Cameron y Alexis Díaz-Pimienta. Algo similar podría decir de los relatos, plenos de matices, inquietantes y vitales, como presagio de que una nueva literatura emergente está tocando a las puertas.
De la sección Libros, también relevante, pues se reseñan las obras premiadas en el año precedente, aconsejo que no dejen de leer el agudo comentario de la Dra. Graziella Pogolotti al texto de Alberto Abreu Estévez, Premio de Ensayo Artístico- Literario 2007, de tanta actualidad en estos momentos, y que lejos de cancelar la polémica y el conocimiento sobre las políticas culturales en la Revolución, ojalá contribuya a acrecentarlos.
Para terminar, me parece oportuno insistir, como hemos visto hasta aquí, en que Martí y el Che constituyen los espíritus tutelares de este número 251 de Casa. Juzgo esta coincidencia nada casual, sino premonitoria, anticipadora de nuevas batallas por la dignidad humana. Con esta convicción concluye también el magnífico ensayo de Retamar, escrito hace 37 años, cuando Martí y el Che le proponen a Ariel que pidiera a Caliban «el privilegio de un puesto en sus filas revueltas y gloriosas».
* La Habana, 22 de julio de 2008.