Julio Cortázar, hombre que desbordaba el curso de la vida, nos dejó su obra hace 25 años, como una invitación a descubrirnos andando por un camino que nos lleva a no sabemos dónde y, por eso mismo, el lugar a donde nos conduce se nos hace más atractivo. Julio Cortázar «Cronopio», de vasta cultura, estudioso […]
Julio Cortázar, hombre que desbordaba el curso de la vida, nos dejó su obra hace 25 años, como una invitación a descubrirnos andando por un camino que nos lleva a no sabemos dónde y, por eso mismo, el lugar a donde nos conduce se nos hace más atractivo.
Julio Cortázar «Cronopio», de vasta cultura, estudioso de filosofía, antropología, melómano, traductor de grandes obras literarias y escritor como pocos, nos hizo entrega de un trabajo literario en el que había depositado toda su intención: se proponía cambiarnos, hacernos seres transformadores, vitales, señalando en todo momento lo que llamó «la Gran Costumbre» como el obstáculo a vencer.
«Apretar una cucharita entre los dedos y sentir su latido de metal, su advertencia sospechosa. Cómo duele negar una cucharita, negar una puerta, negar todo lo que el hábito llame hasta darle suavidad satisfactoria. Tanto más simple aceptar la difícil solicitud de la cuchara, emplearla para revolver el café». Historias de cronopios y de famas. Manual de instrucciones.
Mano a mano con la vida.
Trabajó en la Argentina provinciana como maestro y se sintió tan sólo que cada minuto libre que tenía, durante once años, lo empleó en formarse como intelectual; nada más que eso. Fueron años muy duros, años de concentración que le hicieron llegar al borde del abismo desvitalizador, pues más adelante declararía que si su formación procedía de aquellos años, también estuvo a punto de perder la iniciativa frente a la vida. Ni en aquel entonces Cortázar dejó de ser Cronopio, aunque no había escrito sus historias. Sus amigos, primeros lectores entre los que se hallaban diferentes artistas que veían su capacidad creativa, no le pudieron convencer para que publicase. La imprenta se ocupó de sus escritos cuando él mismo consideró superado el listón tan alto que se puso al comenzar. Once años transcurrieron entre su primera publicación, un poemario firmado como Julio Denis y su primera obra firmada como Julio Cortázar: «Los Reyes».
Ya era catedrático cuando el peronismo estaba en pleno ascenso y, participante de las movilizaciones estudiantiles, optó por dimitir de su cátedra. Pero no le bastó eso; tanto le ahogaba aquel clima político que puso el océano de por medio: en 1951, tras la publicación de «Bestiario», se fue a París.
Había leído «Opio» de J. Cocteau e iba buscando un arte nuevo, una literatura nueva, un hombre nuevo. Más adelante se autocriticaría diciendo que «debía haber permanecido con el pueblo y tratar de ayudarlo». Por lo pronto, reaccionó contra la claustrofobia de ideas que sentía, otros cambiaron «el saco». Cuentos como «Casa tomada» – que presentó a Borges y éste no pudo decir sino que quien había escrito aquello era un gran escritor- forman parte de su obra y expresan para algunos la gran frustración que le supusieron aquellos años.
El lenguaje es dinamiz-t-ador.
En París busca la verdad de las palabras, palabras puras, igual que cuando era niño -un niño enfermo- pasaba mucho tiempo en la cama y para escapar del estado de postración en que se encontraba, jugaba e imaginaba que escribía en la pared como si fuese una pantalla sobre la que proyectar las palabras e historias que se inventaba. Las palabras inventadas en París son las que crean de nuevo la vida.
Cuando leía en su niñez, se colaba en las historias y tomaba parte en ellas, para cruzar el espacio y el tiempo y volver a nuestro mundo cuando no tenía más remedio. Nosotros nos metemos en sus cuentos con un elemento añadido: el espacio y el tiempo, la «vida real» y los sueños están a veces mezclados, permitiéndonos ver al personaje viajando en una moto y, a la vez, encontrarle tendido sobre el altar azteca esperando a ser sacrificado: «La noche boca arriba».
Se empeña en la búsqueda de esa palabra viva, quiere que sus textos, cargados de humanidad, se articulen de manera que nosotros, lectores, no nos traguemos la historieta, no nos identifiquemos, sino que interpretemos aquello que se nos muestra. Encuentra sus palabras puras a través del juego y lo que le importa de ese juego es la idea que transmite, lo que permanece es la «realidad literaria», que Cortázar «Cronopio» mima. Para ello, en ocasiones, toma diferentes aspectos de la vida diaria por donde la vida diaria no es capaz de doblarse: el humor y la ironía. Se emplea en el juego para romper el muro de seriedad arbitral de una civilización que ha llevado al hombre ante una vida a la que es difícil encontrarle sentido y, de este modo sondear más allá de nosotros mismos. En su literatura, pocos son los personajes que se condenan al trabajo: o lo hacen divirtiéndose o son ridículos. De este modo niega la cultura de las grandes letras, la moral y el orden establecidos, todo lo que encasilla limita, entierra: «Cuando mis cronopios hicieron alguna de las suyas en Corrientes y Esmeralda, huna eminente intelectual hexclamó: «Que lástima que era un escritor tan serio».
La vuelta al día en ochenta mundos. Más sobre la seriedad y otros velorios.
Vida y literatura: búsqueda del ser humano.
Su llegada a París y el último libro que corrigió antes de su fallecimiento en esa ciudad -algún amigo dijo al conocer la muerte de Cortázar: «eso es otro cuento de Julio»- están marcados por su principal inquietud, la idea de búsqueda y renovación. Así conoció París: adoptó como método lo que llamó la rabdomancia ambulatoria», que consistía en abrir el plano del metro y, cerrando los ojos, señalar con el índice cualquier estación. Inmediatamente después salía hacia el lugar elegido y, una vez allí lo recorría hasta donde le era posible. El azar como sustancia, lo imprevisto, la sorpresa en una ciudad desconocida se encuentra en cualquier parte si sabemos ver. El segundo botón de muestra al que aludía más arriba: la muerte le sobrevino el 12 de febrero de 1984; hacía poco que había corregido un texto elaborado junto a su compañera Carol Dunlop: «Los autonautas de la cosmopista». El libro lo escribieron bajo la propuesta de recorrer la autopista París- Marsella (600 kms. aproximadamente) en treinta y tres días. Cambiaron los ojos de mirar por los de ver; adoptaron una actitud de descubridores y así nació su última obra.
Nada de grandes palabras, nada de tonos elevados, nada de creerse importante, naturalidad y proximidad al ser humano: que un personaje se pone a hablar fuera de lo que el lector admite, un discurso vacío, engolado (y él, Cortázar, es el primer lector), entonces se llena de haches, las palabras se le juntan y se le separan con guiones, como si tuviese un salpullido por comer algo en mal estado. Toda esta rebelión nos habla de un Cortázar romántico, todas sus interrogantes nos interrogan con savia existencial, todas las mezclas y roturas, en la forma, el lenguaje, las relaciones entre los personajes, luchan contra una moral encorsetada, todos los juegos y búsquedas nos incitan, nos despiertan, nos dan un campanillazo surrealista; pero Cortázar es más. ¿Qué Cortázar nos llega? En «Rayuela», primera novela del «boom» latinoamericano, encontramos palíndromos, renglones salteados, gíglico, roturas de tiempo y espacio, perspectivismo, monólogo,… fórmulas unas veces existentes, otras inventadas, que son útiles para acabar con la estructura racional de pensamiento, con las normas de escritura, con «La Gran Costumbre», con la literatura Rollo Chino y sirven para reclamar un lector «cómplice», se acabó el «contar»; llama a primer plano a la imaginación del lector. La literatura, ésa donde encontramos una causa y deducimos un efecto, ha muerto.
Declara que escribe bajo «el sentimiento de no estar del todo»: «escribo por falencia, por descolocación; y como escribo desde un intersticio, estoy siempre invitando a que otros busquen los suyos y miren por ellos…»
La vuelta al día en ochenta mundos. Del sentimiento de no estar del todo.
En otro momento declara que somete ese más allá de las palabras a la técnica y lo adecua a fórmulas que conjugadas dan la expresión, el significado del «todo» que es la obra. Para él, que el lector coja el testigo resulta fundamental, que construya su parte de la historia. De este modo el lector podrá entender sus propia experiencia.
Anécdota y pilares literarios.
La voz de Cortázar, que parecía venir de un sitio escondido y misterioso llevando arrastras la «r», mantenía obnubilados a los públicos más diversos, desde un García Márquez, que permaneció toda una noche oyéndole hablar de jazz sin abrir la boca más que de admiración, hasta plazas como la de Managua, donde la gente se agolpaba en silencio para escucharle, cuenta el mismo García Márquez. En la entrevista que le hace Omar Prego aclara que para sus composiciones parte de tres premisas (refiriéndose al cuento): economía de lenguaje, que aprendió de Borges, noción estructural del cuento y musicalidad «pura melodía, la eufonía que sale de un dibujo sintáctico».
Finalmente humano.
Formó parte del Tribunal Russell II por su conducta social intachable. Su solidaridad hay muchos que la recuerdan; todo el que solicitaba su presencia, su voz, o sus escritos, disponía de él para una causa justa. Donó el beneficio de su trabajo literario e hizo discurrir su obra junto al hombre. En el Chile de Pinochet se quemaron sus libros, en la Argentina de los militares estuvo prohibido, en EE.UU. el Departamento de Estado le prohibió la entrada durante mucho tiempo. No fue amigo ni recibió saludos de los grandes «decididores». Quiso «crear», con su literatura, otro orden de cosas, «una ética, una metafísica nuevas», declaró a la revista «ARS» (julio-agosto, París 1963). Cuando un par de meses antes de morir fue a Argentina, no buscó el bombo y el platillo, los micrófonos ni las páginas de los periódicos; fue en silencio a ver a su madre, pero la gente le reconocía en las manifestaciones por los Derechos Humanos, allí donde se pedía justicia por las matanzas de los militares, le reconocía en los teatros y le vitoreó emocionándole. Al marcharse de Argentina no recibió ningún saludo oficial, no hubo ningún intelectual del momento para despedirle. Antes de partir confesó a un amigo sus mejores deseos para Alfonsín ya presidente.
Al conocerse su fallecimiento, las instituciones más altas reaccionaron tarde y mal. Un telegrama escueto y frío llegó a París llamándole «argentino», antes habían intentado que no lo fuera. A la hora de su muerte, era universal.
Roberto Fernández Retamar, director de la revista «La Casa de las Américas», tras leer «Rayuela» le mostró su admiración en forma interrogativa: -«¿Cómo has sido capaz de escribir así?». -Créeme, contestó Cortázar, no tiene ninguna importancia que haya sido yo el que escribiera así, quizás por primera vez. Lo único que importa es que estemos llegando a un tiempo americano en el que se pueda empezar a escribir así (o de otro modo, pero así, es decir con todo lo que tu connotas al subrayar la palabra)».
Murió sin haber recibido ni un premio. Perdón, me equivoco, le fue otorgado el premio «Medicis» a la mejor novela extranjera en Francia por «El libro de Manuel». El dinero obtenido por ese único galardón lo entregó para los presos políticos chilenos, y el dinero obtenido por la venta del libro lo entregó para los presos políticos argentinos. Para Cortázar, su lucha junto a los pueblos de América Latina, dijo en T.V.E. a finales de 1983, era «una causa de amor».
Su obra completa, obra de un genio, es obra de alguien difícilmente igualable.