Sin modificar su esencia, el anexionismo ha ido cambiando de piel desde el siglo XIX. Se manifestó en su origen de manera desembozada como agrupamiento político que avanzaba en los bordes del reformismo y ofrecía resistencia a un proyecto radical de independencia. Fue, ante todo, la expresión de un sector de la sacarocracia esclavista, movida […]
Sin modificar su esencia, el anexionismo ha ido cambiando de piel desde el siglo XIX. Se manifestó en su origen de manera desembozada como agrupamiento político que avanzaba en los bordes del reformismo y ofrecía resistencia a un proyecto radical de independencia. Fue, ante todo, la expresión de un sector de la sacarocracia esclavista, movida por el deseo de incorporar la isla al bloque sureño de los Estados Unidos, regido por el sistema de plantación algodonera.
La expansión de la industria azucarera reafirmaba la dependencia de Cuba del comercio exterior. Integrarse a la vecina nación emergente suprimía fronteras y, por consiguiente eliminaba aranceles. Los intelectuales de la época no se mantuvieron al margen del debate planteado en términos que habrían de reproducirse en el futuro. Ante la intransigencia del colonialismo español, algunos gravitaron entorno a la idea aunque no tuvieron vínculos con los intereses económicos que la patrocinaron.
Portavoz del sector reformista del patriciado cubano, José Antonio Saco expuso una sólida argumentación contra una concepción que amenazaba con destruir el germen de la nacionalidad.
Extendidas de Oriente a Occidente, la invasión y la tea incendiaria unificaron al país y parecieron eliminar para siempre, junto a la riqueza que lo sustentaba, el proyecto anexionista. Sin embargo, la intervención norteamericana modificó la situación mucho más allá de las prerrogativas tutoriales impuestas por la Enmienda Platt. Con arrogancia juvenil, el imperio se valió del experimento cubano para sentar las bases del modelo neocolonial que se estrenaba en la isla. Este carácter innovador fue señalado por el politólogo francés entonces director de Le Monde Claude Julien en un libro publicado en la década del sesenta del pasado siglo. El historiador Jorge Ibarra profundiza el análisis en un documentado estudio sobre las clases sociales y los partidos políticos en la primera etapa de nuestra vida republicana. Situado en una perspectiva internacional más amplia, formula una hipótesis que tiene en cuenta los procesos de Cuba, Filipinas y Puerto Rico.
En el archipiélago del Pacífico, la ocupación sin portapisas desencadenó una sangrienta, prolongada y costosa lucha de resistencia. Por esa razón y atendiendo a la necesidad de conformar una imagen respetable en relación con los países de la América Latina, se diseñó para Cuba una política de dominio más sutil y eficaz.
El poder real se ejerció mediante la presencia de grandes recursos económicos tras la máscara de las instituciones republicanas. Los productos de exportación, tabaco y azúcar, sujetos a las demandas del mercado norteamericano, sostenían la economía del país. La industria azucarera se subordinaba a las exigencias de las refinerías establecidas en Estados Unidos. El tratado de reciprocidad comercial -antecedente del ALCA- aherrojaba el destino del país a los requerimientos del vecino del norte. Implicaba la aplicación de la ley del embudo y abortaba, con sus regulaciones arancelarias el posible desarrollo de una industria nacional. Las circunstancias favorecieron la implantación de una burguesía dependiente. El desempleo crónico impuso la hipertrofia de la burocracia gubernamental, fuente de la temprana aparición del clientelismo político. Esa deformación estructural resultaría difícil de superar.
La penetración del capital norteamericano en Cuba contó con el respaldo de la Enmienda Platt y su tutelaje político a través de una soberanía mutilada. Las presiones, expresas en la amenaza de permanencia indefinida de las tropas extranjeras, dieron lugar a la resistencia inicial de los constituyentes cubanos, quienes cedieron poco a poco, resignados a aceptar un mal menor. De ese modo, comenzó a extenderse un pensamiento plattista hasta asumir como inevitables las consecuencias del llamado fatalismo geográfico. Tomó cuerpo una mentalidad integrada por un conjunto de componentes. Las decisiones gubernamentales se sometían a la opinión del Embajador de los Estados Unidos. En tiempos de Menocal, Mr. González tenía «derecho de mampara» en el Palacio Presidencial. A partir de esas prácticas, las reivindicaciones políticas soberanas se autolimitaron.
El diseño institucional del Estado fue un trasplante del norteamericano, así como la alternancia en el poder de los dos partidos fundamentales. Los herederos de la clase dominante cursaron los estudios universitarios en Estados Unidos, constituidos en modelo único de modernidad y eficiencia. Aparecieron las primeras escuelas culturalmente bilingües. Las costumbres de la burguesía se modificaron. Los clubes se colocaron por encima de las tradicionales sociedades españolas. Términos en inglés se esparcieron por el habla de los cubanos. En la sociedad se produjo un franco retroceso en el terreno ganado por las guerras de independencia respecto al racismo y las distintas formas de exclusión. La disolución del ejército mambí marginó a los negros y mulatos que alcanzaron grados militares en el combate. El color de la piel se constituyó en frontera para el acceso a los trabajos mejor remunerados. Condenados a la pobreza, sus hijos no se beneficiaron del crecimiento de la instrucción pública. Santa Claus ocupó el lugar de los Reyes Magos.
Lentamente, se reconfiguraron las clases sociales. El proletariado y las capas medias se fortalecieron. En los veinte del pasado siglo, la «década crítica» anuncia la fractura de la historia republicana favorecida por la lucha contra Machado. Ya innecesaria, la Enmienda Platt pudo abrogarse. El poder económico hacía lo necesario. La mentalidad Plattista había dejado huellas. La impúdica presencia de las cañoneras fue sustituida por la acción de la diplomacia. El embajador Caffery tomó el relevo de Welles para la instauración del coronel Batista como decisivo «hombre fuerte» en el escenario político. Los trajines de otro embajador, Earl Smith, intentaron impedir el triunfo de la Revolución cubana.
Ideologizado en otros términos, el anexionismo se mantiene. Una forma de plattismo planetario reconoce al imperio la facultad de dictaminar acerca del deber ser de las naciones, prescindiendo de toda consideración histórica o cultural. En su texto íntegro, la ley Helms-Burton formula con toda claridad el diseño de una Cuba posrevolucionaria. Tal y como ocurrió bajo la ocupación norteamericana al término de la guerra de independencia, un interventor restaurará las instituciones periclitadas y establecerá los fundamentos jurídicos de la nación mutilada. Es el modelo aplicado en Iraq con las consecuencias bien conocidas. Mientras tanto se trata de ablandar toda posible resistencia. Toca a historiadores y politólogos rescatar, desde la perspectiva actual, la verdadera naturaleza del pensamiento anexionista.
Fuente: http://www.cubaperiodistas.cu/columnistas/graziella_pogolotti/02.htm