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Para viajar sin pasaporte

Fuentes: Luis Britto Blog

1 Si el viajero es imagen del viaje, el camino es imagen del viajero. Cuando el chamán vaga por otros mundos, se traslada dentro de su propio cuerpo. Delató Freud con sagacidad la similitud entre nuestra anatomía y los parajes divisados en los sueños. Alicia cae al País de las Maravillas por un túnel húmedo […]

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Si el viajero es imagen del viaje, el camino es imagen del viajero. Cuando el chamán vaga por otros mundos, se traslada dentro de su propio cuerpo. Delató Freud con sagacidad la similitud entre nuestra anatomía y los parajes divisados en los sueños. Alicia cae al País de las Maravillas por un túnel húmedo para flotar en un mar interno de líquido, amniótico o lacrimal. Es la misma operación que cumplen los espeleólogos del Viaje al centro de la tierra, de Julio Verne. Entrando por la boca del volcán Scartaris, son tragados por cavernas contorcidas como entrañas hasta mares internos que pueden ser de líquidos digestivos o de sangre, para ser expulsados entre gases y materias cálidas por otro cráter en erupción en Italia. Toda una narrativa preludia o remeda esta travesía endoscópica, como el Voyage de Nicolas Klimius dans le monde subterrain, de Louis de Holberg (1788) o la serie sobre Pellucidar de Edgar Rice Burroughs (1922). El truculento Emilio Salgari nos arrastra por úteros abominables o ilimitados en el río sumergido que conecta Kentucky con el lago Titicaca en Duemila leghe sotto l´ America (1888); en el canal subterráneo que atraviesa Italia desde el mar de Liguria al Adriático en I naveganti delle Meloria (1903), o en El laberinto infernal, (1904) donde Sandokan vaga durante toda una novela por un interminable dédalo subterráneo. Pero también se peregrina por la mente al recorrer los infiernos matemáticos del interior de una computadora o un cerebro en los films animados Tron y Reboots.

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El viajero imaginario intenta resolver el mismo problema que se plantea el real: el de si todos los sitios son iguales y el mundo por tanto es absoluto, o si todos los sitios son diferentes y el mundo por tanto es relativo. La interrogante inquiere además si es relativo o absoluto el ser humano. Montesquieu en Las cartas persas nos revela que nada es más parisino que la corte del Gran Sultán en Turquía o viceversa. Voltaire en sus Cartas Inglesas nos predica la abominación de trasladar Londres a París, aunque en «Micromegas» nos advierte que debemos ser tan humildes y considerarnos tan ignorantes como los gigantes dotados de cien sentidos que viajan en la cabellera de los cometas. Pero así como un periplo nos exilia del amable confín de lo conocido para amenazarnos con los pavores de lo ignoto, puede revelarnos los riesgos de lo cotidiano. Todos y cada uno de los parajes del Gargantúa y Pantagruel, incluso la utopía libertaria de la Abadía de Telesma, son refutaciones o demostraciones de los asertos de Rabelais; el planeta Solaris de Stanislas Lem, al igual que nuestra mente, corporeiza recuerdos e ideas hasta el extremo de hacer dudar de la realidad material. No en balde está punteada de cíclopes la ruta de Ulises, de aves Rock la de Simbad, de aviesos enanos y benévolos gigantes la de Jonathan Swift. El viaje fracasado, vale decir, aquél del cual se regresa, tiene el efecto perverso de hacernos ver lo cotidiano como incomprensible.

Publicado por luis britto garcía en 7:10 0 comentarios

 

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Todo viaje es trayecto a los suburbios del ser. No debemos despreciar los paseos a los arrabales de la literatura, zonas marginales donde no imperan preceptivas ni leyes. Todas las utopías son antípodas de la organización social presente, y por lo tanto requieren una travesía para visitarlas. En las romerías a otros planetas o de otros planetas al nuestro nos encontramos sin mayor sorpresa a nosotros mismos. Cyrano de Bergerac nos traslada a un Sol en el cual las viajeras son las ciudades y no sus habitantes. H.G. Wells nos lleva a la luna para pasearnos por un hormiguero de seres llegados al último extremo de la especialización, que al igual que los burócratas cumple cada uno con una función y solamente con ella. Sus marcianos son seres llegados al pináculo de la evolución civilizada, en los cuales la enorme cabeza pensante ha reducido el cuerpo a una decena de tentáculos que fungen de manos y a un pico con el cual succiona el alimento digerido por sus víctimas. El viajero en el tiempo se adentra en un futuro que parece al principio de infantil decadencia y es al fin de explotación devoradora, para luego seguir hasta el umbral de la muerte del sol, o de la propia. Se nos predica que el viaje en el tiempo es una paradoja imposible, cuando la única paradoja es el tiempo, la mutación, vale decir, el viaje.

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También nos encontramos con uniforme predecibilidad a nosotros mismos en los viajes fantásticos. Como a Ulises, nos atraen cantos de sirenas y nos animalizan hechiceras. Los científicos de la isla volante de Laputa, que visten trajes geométricos e inventan lenguajes que consisten en mostrar los objetos, son los mismos académicos que pululan en nuestras universidades. Robinson no saca mayor utilidad de su exilio que confirmarse colonialista y esclavista. El peor monstruo que encuentra el capitán Nemo tras veinte mil millas de viaje submarino es la flota imperialista sin bandera que destruyó su país. El mundo geométrico en dos dimensiones de Flatland, de Abbot, es un teorema sobre las clases sociales y la revolución, definida como revuelta de los polígonos de pocos lados contra aquellos que tienen tantos que se confunden con la esfera. «Tlon, Uqbar, Orbis Tertius» no es más que doctrinaria ejemplificación del idealismo de Borges. Los alucinantes cosmos del Hacedor de estrellas de Olaf Stapledon son, puntualmente, nuestros triviales errores magnificados a talla inconmensurable.

 

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Así como hay individuos fundados sobre un viaje, hay países constituidos por la relación de un Éxodo. El Descubrimiento de América, que resulta de la fantasía de Marco Polo, y su Conquista, que se alimenta del delirio de El Dorado, paradójicamente sujetan la literatura de viajes al trivial pragmatismo de instructivos para el apoderamiento del mundo. Colón confunde el Delta del Orinoco con el Paraíso y Walter Ralegh las fuentes del Caroní con Manoa, pero sólo como señuelos de una literatura promocional que predica la conquista, la colonización y la inversión provechosa en los dominios ultramarinos. Sobre cada uno de estos textos se construyen imperios. España en expansión escribe la Crónica de Indias, Inglaterra predatoria las errabundas parábolas de Daniel Defoe, de Jonathan Swift, de Robert Louis Stevenson.

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El mito central de Estados Unidos parte de dos viajes: uno fundacional, el del Mayflower, y otro expansivo, la infatigable acometida hacia los territorios ajenos que llamaron fronteras. Casi no hay obra maestra estadounidense que no narre una trashumancia. Desde Moby Dick hasta Huckleberry Finn, desde Hojas de hierba hasta Arthur Gordon Pym; desde On the road hasta The movable feast, intentan todas escapar de una frontera o un destino que se cierra. Y sin embargo, en algún momento las marchas occidentales acompañadas de aparatosas fanfarrias de carga dudan de si mismas. Si Ridder Haggard, Rudyard Kipling, Jack London, Joseph Conrad en sus primeros textos parecen complacerse por la intrépida penetración del civilizado en las vastedades, en sus narrativas maduras arrojan una atroz duda sobre la conveniencia de perturbar al pagano, que Kipling apostrofa como «medio demonio y medio niño». Pero el niño Kim aprende del Lama el vértigo de la visión de la totalidad, sin poder enseñarle ninguna de sus estratagemas de espía. El demonio Kurtz se extingue en El Corazón de las Tinieblas sin haber podido iluminarlas ni iluminarse; el capitán Spender, de Crónicas marcianas, vuela al planeta rojo y muere transmutado en marciano. Quien viaja para convertir al otro, termina convertido en él.

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La modernidad inaugura otro avatar del viaje. No es ya el peregrino quien va a ser asombrado por la vastedad del mundo. Es el mundo el que debe quedar atónito ante la inagotable exhibición de los utensilios mediante los cuales el civilizado afirma su irresistible ascensión al dominio del planeta. Encerrado en el útero del Nautilus, perforando la selva en el elefante mecánico movido a vapor, surcando los aires en la cabina del Albatros, circundando la luna en el proyectil disparado por el Columbiad, pasando de vehículo en vehículo para completar la vuelta al mundo en ochenta días, el viajero mide, pesa, cataloga, registra un mundo sometido a la avasalladora conquista del progreso, Construir la máquina es hacer el viaje, cuya finalidad última es anular la diferencia entre el punto de partida y la meta.