Recomiendo:
0

Paraguas: metáfora del mito de la clase media

Fuentes: Disparamag

Hemos tenido un otoño especialmente pluvioso, y ello me ha ofrecido muchas oportunidades de hacer algo que disfruto enormemente: caminar bajo la lluvia. Cuando camino, noto que mi mente está más ágil, se libra de una parte de los pesos que la lastran cuando pienso sentado. Y además la lluvia crea una atmósfera especialmente agradable […]

Hemos tenido un otoño especialmente pluvioso, y ello me ha ofrecido muchas oportunidades de hacer algo que disfruto enormemente: caminar bajo la lluvia. Cuando camino, noto que mi mente está más ágil, se libra de una parte de los pesos que la lastran cuando pienso sentado. Y además la lluvia crea una atmósfera especialmente agradable para dedicarse, en silencio, a hilar pensamientos. Así, gracias a esa feliz combinación de caminatas y precipitaciones, he llegado a la conclusión de que tal vez haya pocos objetos de uso cotidiano que digan tanto de nosotros, de la sociedad en la que vivimos y de cómo nos relacionamos, como los paraguas.

Yo no uso paraguas. No me gusta. Entre otras razones porque suelo tener las manos frías y prefiero mantenerlas en calor, con guantes y metidas en los bolsillos. También porque soy un despistado, y he perdido casi tantos paraguas como los que han acabado rotos. Es fácil, de hecho, que se te rompa el paraguas, bien porque lo descoyunte el viento, o bien simplemente porque no deje de chocar, abierto, contra otros paraguas, o contra los muros de nuestras ciudades. En definitiva, es un objeto con el que no conviene encariñarse, porque lo más probable es que no dure mucho tiempo. Todas estas son, creo, buenas razones, pero parece que la mayor parte de mis conciudadanos no las comparten. Desde hace años se compran y se venden, desde el otoño hasta la primavera, centenares si no miles de paraguas pequeños, frágiles, con telas plásticas, muy baratos y producidos masivamente en a saber qué condiciones. Paraguas que apenas sí duran una estación completa. ¿Qué dice eso de nosotros?

De entrada, que nuestro mundo es un mundo muy raro, porque el paraguas es un invento antiquísimo, pero durante su dilatada historia ha sido esencialmente un objeto que marcaba una distinción social. Antes de protegernos a todos masivamente de la lluvia y adquirir su nombre actual, este objeto, con prácticamente las mismas características, se llamaba parasol o sombrilla. De hecho, aún hoy en día perduran todos esos nombres, para vendernos básicamente un mismo objeto que sin embargo va a ser llamado de una forma u otra en función del uso que queramos darle y, consiguientemente, de los materiales y el tamaño que resulten preferibles. Como si un paraguas no sirviera para cubrirnos del sol y una sombrilla no pudiera protegernos de la lluvia.

El parasol, decía, permitía a los miembros de las clases altas mantener un color de piel que indicara, ya por sí solo, su estatus social. Y ya el hecho de llevar un parasol implicaba, por tanto, un refuerzo de la manifestación pública de pertenencia a una determinada clase. Forma parte, pues, de la historia de nuestra lengua, y también de la historia de nuestras sociedades, que se haga más frecuente el paraguas que el parasol, y después que se generalice su uso.

Si tomamos simplemente como referencia la lengua castellana y la evolución de los diccionarios, las palabras parasol y quitasol figuran ya en diccionarios del siglo XVII, y por lo general no hay referencias a su utilidad para proteger de la lluvia; el término paraguas, sin embargo, no aparece hasta 1817, pero su definición es «quitasol», apareciendo en la definición de esta palabra, a su vez y por fin, la referencia a la lluvia. A paraguas se le dará una definición propia en 1843. El paraguas nace, por consiguiente, con el capitalismo y la vida urbana, y llega por ende con retraso a España si se compara nuestro caso con el de otros países europeos. El pudiente ya no es un aristócrata que puede permitirse no salir de su palacio cuando hace mal tiempo, sino un burgués que no puede no atender diariamente sus negocios y cuyos entornos de socialización se encuentran en las ciudades (salones y cafés) y no en las villas de otros nobles. Sin embargo, en este contexto histórico el paraguas sigue siendo un elemento de distinción: la cocorota seca del burgués se eleva por encima de la masa de obreros empapados igual que la blanca piel del aristócrata deslumbraba frente a la tez morena de campesinos y siervos. Tanto el sol como la lluvia tienen, a su modo, un poder igualatorio como el de la muerte, y si bien el pudiente no puede, al menos por el momento, escapar de la parca, sí ha encontrado durante siglos recursos para aparentar inmortalidad en la medida en que conseguía estar a salvo de aquello que parecía afectar al común de los mortales: la lluvia, el sol, el calor, el frío…

Que el paraguas y lo popular han sido tradicionalmente incompatibles es algo que queda recogido hasta en nuestros cuentos tradicionales: no es casualidad, creo, que Caperucita Roja sea una de las pocas protagonistas de cuento auténticamente proletaria (al fin y al cabo, ¿por qué tendría ella que llevarle comida a su abuela si pertenecieran a una buena familia?) y que su rasgo más característico sea llevar una capucha. Frente a la capucha proletaria de Caperucita, podemos fijarnos en la aristocrática calesa de la Cenicienta, por ejemplo, para que sea aún más evidente la gran diferencia ante la cual nos encontramos. Del mismo modo, las grandes referencias pop al paraguas como objeto característico siempre remiten a personajes (Mary Poppins, John Steed) que, en el mejor de los casos, poseen una singularidad que los distancia de la gran masa, y en otros muchos pertenecen claramente a una clase social superior. Repetida hasta la saciedad está la imagen del paraguas que esconde un sable, arma oculta que sólo tiene sentido para un aristócrata presto a batirse en duelo o para un agente secreto de película.

Si una de las características del fetichismo de la mercancía es que aparezca como naturalmente dado y ahistórico lo que es en realidad socialmente producido e históricamente determinado, en el paraguas encontramos entonces un interesante fenómeno condensación del fetichismo de la mercancía, como rasgo general, en una mercancía individual. ¿Qué hay más universal que el cobijarse de la lluvia?, ¿qué parece más natural que crear un instrumento que nos permite guarecernos a la par que nos desplazamos? Y sin embargo el paraguas mismo posee, como vemos, una historia, y no es fruto espontáneo y permanente del ingenio humano sino consecuencia de unas circunstancias sociales y económicas particulares.

El fetichismo de la mercancía también remite a la ocultación de la dinámica real del capital. La circulación aparece, por ejemplo, como ámbito en el que se genera valor, ocultando la producción y el ámbito doméstico de reproducción; y la relación de libertad e igualdad entre poseedores de mercancías aparece como el patrón que siguen el resto de relaciones sociales, ocultando las relaciones de subordinación (entre capitalista y trabajadores, y todas las demás).

Del mismo modo, el paraguas, que originalmente era un elemento de distinción, ahora opera como un dispositivo de ocultación de la estratificación social. En eso no se diferencia de otros muchos bienes de consumo producidos en masa y que han generado la apariencia de una masiva igualación. El hecho de que efectivamente las diferencias de renta en muchos casos no lleven aparejadas alteraciones evidentes de los hábitos de consumo conduce, in extremis, a afirmar que puesto que no existen diferencias visibles en el consumo tampoco hay diferencias notables de renta.

Otro elemento definitorio del fetichismo de la mercancía es el carácter determinante de su componente materialista: la práctica prima sobre su reflejo discursivo de tal modo que, como bien ha visto Zizek, en la expresión de Marx «no lo saben, pero lo hacen» el hecho de saber no cancela automáticamente el hacer. Al mismo tiempo, además, todo hacer sigue produciendo su propio «saber», su propio reflejo en la conciencia, que se contrapondrá siempre al conocimiento críticamente adquirido. Lo hará, de hecho, con tanta más fuerza cuanto menor sea la práctica antagónica que acompañe a ese conocimiento crítico.

El paraguas, por eso mismo, es un dispositivo productor de (falsa) conciencia. En cuanto poseedor y portador de un paraguas, cada individuo se considera a sí mismo a salvo del poder igualatorio de la lluvia, que sólo afecta a los otros, a los diferentes que sólo merecen su indiferencia: las cosas, los animales, las plantas, los desamparados… Al mismo tiempo que se diferencia de esos otros, el portador de paraguas se siente igual a todos los que lo portan: la uniformidad de paraguas oculta, borra, la enorme distancia real que puede mediar entre los diferentes portadores. Se trata además de una igualdad que no está basada en la construcción de una comunidad, sino en la reproducción de un espacio social atomizado: los paraguas son en general difíciles de compartir, y los más frecuentes y baratos, los que han inundado nuestras calles, difícilmente dan cobijo a más de una persona.

Cada cual con su paraguas, mirando al frente, aislado del resto, se desplaza por una ciudad en la que hay mucho movimiento pero apenas hay vida. Ningún portador de paraguas es consciente del espacio que realmente ocupa y tampoco de que en dicho espacio existen, junto a él, otros como él. Así, ya no hay apenas interacción social sino fundamentalmente confrontación, choque meramente corporal, sintético, se diría inerte, entre telas impermeables y frágiles varillas. Mucho menos piensa ninguno de ellos que pueda cruzarse con un pobre insensato que no protege su rostro bajo un paraguas y que se arriesga a que, en un choque de esos tan frecuentes, la varilla de un paraguas le arañe la mejilla, o le saque un ojo. El paraguas se transmuta así en metáfora del mito de la clase media.

El paraguas es un pequeño ejemplo de la paradoja a la que el capitalismo permanentemente nos enfrenta: pone a nuestra disposición innumerables avances que hacen nuestra vida aparentemente más cómoda; satisface un número tan ingente de necesidades que incluso termina creando otras nuevas a partir de aquellas que ya hemos dado por satisfechas. Al mismo tiempo, sin embargo, nos deja cada vez más aislados, más débiles, más tristes. En vez del paraguas podría haber hablado del coche, o del teléfono móvil.

Lástima que, en general, salir del laberinto no sea tan sencillo como olvidarse del paraguas, ponerse la capucha y salir a la calle a disfrutar del diluvio.

[*] Nota: este texto ha sido originalmente publicado en Disparamag.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.