‘Pruebas de coraje’. De esa manera llamaban los paramilitares a los entrenamientos que les impartían a sus reclutas para que aprendieran a descuartizar personas vivas. Inicialmente, las autoridades desestimaron las versiones de campesinos que denunciaban esta práctica y le atribuían a estos ‘cursos’ la desaparición de personas. Pero cuando los propios combatientes empezaron a […]
‘Pruebas de coraje’. De esa manera llamaban los paramilitares a los entrenamientos que les impartían a sus reclutas para que aprendieran a descuartizar personas vivas.
Inicialmente, las autoridades desestimaron las versiones de campesinos que denunciaban esta práctica y le atribuían a estos ‘cursos’ la desaparición de personas. Pero cuando los propios combatientes empezaron a admitirlo en sus indagatorias ante la Fiscalía, el mito se convirtió en otro crudo crimen de lesa humanidad.
Francisco Enrique Villalba Hernández (alias ‘Cristian Barreto’), uno de los autores de la masacre de El Aro, en Ituango, Antioquia, recibió este tipo de entrenamiento en el mismo lugar en el que le enseñaron a manejar armas y a fabricar bombas caseras. Hoy, preso en la cárcel La Picota, de Bogotá, Villalba ha descrito detalladamente, durante largas indagatorias, cómo aplicó esta instrucción.
«A mediados de 1994 me mandaron a un curso en la finca La 35, en El Tomate, Antioquia, donde quedaba el campo de entrenamiento», dice en su relato a la Fiscalía. Allí, su jornada empezaba a las 5 de la mañana y las instrucciones las recibía directamente de altos mandos, como ‘Doble cero’ (Carlos García, asesinado por ‘paras’ del Cacique Nutibara).
Villalba asegura que para el aprendizaje de descuartizamiento usaban campesinos que reunían durante las tomas de pueblos vecinos. «Eran personas de edad que las llevaban en camiones, vivas, amarradas», describe.
Las víctimas llegaban a la finca en camiones carpados. Las bajaban del vehículo con las manos amarradas y las llevaban a un cuarto. Allí permanecían encerradas varios días, a la espera de que empezara el entrenamiento.
Luego venía «la instrucción de coraje»: repartían a la gente en cuatro o cinco grupos «y ahí la descuartizaban», dice Villalba en la indagatoria. «El instructor le decía a uno: ‘Usted se para acá y fulano allá y le da seguridad al que está descuartizando’. Siempre que se toma un pueblo y se va a descuartizar a alguien, hay que brindarles seguridad a los que están haciendo ese trabajo».
De los cuartos donde estaban encerrados, las mujeres y los hombres eran sacados en ropa interior. Aún con las manos atadas, los llevaban al sitio donde el instructor esperaba para iniciar las primeras recomendaciones: «Las instrucciones eran quitarles el brazo, la cabeza, descuartizarlos vivos. Ellos salían llorando y le pedían a uno que no le fuera a hacer nada, que tenían familia».
Villalba describe el proceso: «A las personas se les abría desde el pecho hasta la barriga para sacar lo que es tripa, el despojo. Se les quitaban piernas, brazos y cabeza.Se hacía con machete o con cuchillo. El resto, el despojo, con la mano. Nosotros, que estábamos en instrucción, sacábamos los intestinos».
El entrenamiento lo exigían, según él, para «probar el coraje y aprender cómo desaparecer a la persona».
Durante el mes y medio que Francisco Villalba dice que permaneció en el curso, vio tres veces las instrucciones de descuartizamiento.
«Ellos escogían a los alumnos para que participaran. Una vez, uno de los alumnos se negó. Se paró ‘Doble cero’ y le dijo: ‘Venga, que yo sí soy capaz’. Luego lo mandó descuartizar a él. A mí me hicieron quitarle el brazo a una muchacha. Ya le habían quitado la cabeza y una pierna. Ella pedía que no lo hicieran, que tenía dos hijos».
Los cuerpos eran llevados a fosas ahí mismo, en La 35, donde calculan que enterraron a más de 400 personas.