Halim Mahmoudi, dibujante y viñetista francés de origen argelino, autor de Arabico, una novela gráfica sobre el racismo francés contra los inmigrantes, denunciaba en una entrevista de 2009 la censura ejercida sobre los caricaturistas, reprochaba a las caricaturas de Mahoma del Charlie Hebdo que carecieran de gracia y defendía la libertad de expresión -para empezar […]
Halim Mahmoudi, dibujante y viñetista francés de origen argelino, autor de Arabico, una novela gráfica sobre el racismo francés contra los inmigrantes, denunciaba en una entrevista de 2009 la censura ejercida sobre los caricaturistas, reprochaba a las caricaturas de Mahoma del Charlie Hebdo que carecieran de gracia y defendía la libertad de expresión -para empezar la suya, siempre amenazada o limitada- como el derecho a hacer reír sin compasión, «con los dientes cerrados», para señalar un conflicto o un dolor. Halim Mahmoudi, amigo de algunos de los dibujantes asesinados en París el lunes pasado, escribía hace unos días un larguísimo post en Facebook, amargo e impotente, donde denunciaba el «laicismo de fachada» que había conducido a tantos como él, franceses que se esforzaban desde niños por ser franceses, a una posición insostenible «con un pie en el mundo árabe y otro en occidente, con un pie en los barrios y otro en Francia, con un pie en el anonimato y otro en la auto-censura, con un pie en el dolor y otro en la cólera». Pero no quiero empezar por mal camino. Precisamente me acordaba de Halim Mahmoudi a propósito del valor sintético, discreto y contundente de los dibujos, que a veces pueden decir lo que de palabra resultaría burdo o demagógico o justificatorio o -por todos estos motivos- inaudible.
He visto dos viñetas que hacen reír «con los dientes cerrados». En una se ve a una mujer con velo -quizás palestina o iraquí o siria- protegiendo a un niño con su abrazo mientras dirige una súplica inútil a un bombardero que sobrevuela su cabeza: «je suis Charlie». En otra, un inmigrante negro es cacheado contra la pared por un policía «laico y republicano»; el inmigrante dice «je suis Charlie» y el policía responde sin quitarle las manos de encima: «yo también». No sólo hay muertos y muertos; hay «Charlies» y Charlies» y conviene que nos lo recuerde un dibujo y no un izquierdista cargado de razón al que nadie va a escuchar. Porque el problema es que los europeos vivimos en sociedades en las que gente muy buena y muy sensata ha interiorizado con toda naturalidad que es más grave matar a 12 periodistas blancos que a -pongamos- 10.000.000.000 de musulmanes o de negros o de indígenas o de marcianos. Y que, por lo tanto, es bueno, sensato, decente y humano solidarizarse con los asesinados del Charlie Hebdo pero no con los musulmanes o los negros o los indígenas o los marcianos. ¿Solidarizarnos con los que iban a matar a nuestros periodistas del Charlie Hebdo? Es esta asunción natural, moral, de la «diferencia» por parte de gente buena y sensata la que, como ocurrió hace pocas décadas con los judíos, debería preocuparnos.
De nada sirve, en todo caso, hablar de los crímenes del imperialismo porque una verdad repetida en los márgenes se vuelve propaganda (en sentido inverso a las mentiras repetidas desde el centro). Hay que dirigirse a la gente buena y sensata; ponerles ejemplos que entiendan. El de los judíos es particularmente clarificador. Hace cien años los judíos en Europa eran perseguidos, humillados, rechazados y todos sus esfuerzos de integración eran respondidos con desconfianza, exclusión y violencia. Hitler pudo matarlos más tarde porque una buena parte de la población europea, gente buena y sensata, nunca había considerado compatriotas a los judíos y permitió o aplaudió su exterminio. Frente a Hitler, el movimiento sionista aprovechó precisamente el racismo de la gente buena y sensata para aumentar la presión sobre los judíos -sin desdeñar el uso del terrorismo-, para evitar la asimilación y para fomentar de esta manera la emigración a Palestina. Autores judíos como el austriaco Karl Kraus o el alemán Victor Klemperen vieron con mucha claridad y denunciaron sin reservas esta convergencia de intereses entre el antisemitismo y el sionismo. Para que lo entienda la gente buena y sensata, hoy ocurre lo mismo con la islamofobia y el yihadismo. Del mismo modo que el judaísmo es una religión racializada por el antisemitismo y el sionismo, el islam es una religión racializada -en las metrópolis pero también en las países de origen- por la islamofobia y el yihadismo. Al Qaeda y el Estado Islámico están muy interesados en que el aumento del racismo europeo multiplique el apoyo a sus delirios fascistas como los líderes sionistas siempre confiaron y siguen confiando (basta pensar en las declaraciones de Netanyahu en París) en que el antisemitismo atraerá judíos asustados al proyecto delirante del Estado Judío. Muchos seres humanos en todo el mundo -musulmanes, cristianos, judíos y ateos- no consideramos justificado ni el sionismo ni el yihadismo por muy innegables, abominables y agresivos que sean el racismo y la islamofobia europeas. Hoy los judíos están a salvo; e incluso han sido promovidos por fin a europeos honorarios gracias a los crímenes de Israel, pero no deberíamos olvidar la suerte de millones de víctimas en campos de concentración y cámaras de gas. A la gente buena y sensata de hace dos siglos, de hace un siglo, de hace sólo 70 años, le parecía lo normal y lo moral perseguir o justificar la persecución de los judíos; nuestra normalidad y moralidad a la hora de tratar hoy el islam y a los musulmanes debería alertarnos sobre las grandes violencias que estamos incubando. Recordemos, en efecto, que el nazismo no sólo convirtió en sionistas a miles de judíos que querían ser alemanes o austriacos o polacos y no sólo persiguió y mató judíos que nunca fueron sionistas; significó un vuelco civilizacional sin precedentes y mató también miles de homosexuales, izquierdistas y liberales.
La manifestación del domingo en París mezcló a gente buena y sensata con gente que quiere incendiar Europa y el mundo. Frente al crimen fascista del pasado lunes, todo el mundo tiene derecho a sentirse bueno y sensato al lado de otros. Todo el mundo no. La presencia de líderes políticos con credenciales poco democráticas (empezando por el propio Rajoy) y, sobre todo, la presencia de Netanyahu, responsable hace sólo unos meses de la muerte de 500 marcianos (quiero decir 500 niños palestinos) despojó de ese derecho a los mismos que la islamofobia hace responsables del atentado del Charlie Hebdo. Yo, por ejemplo, no hubiera ido a la manifestación y me hubiese sentido frustrado y al mismo tiempo culpable. Imaginemos a todos esos franceses musulmanes, chantajeados y asustados, arrinconados en sus casas, que necesitaban expresar su bondad y sensatez, como todos los demás, que se sentían al mismo tiempo presionados a hacerlo, como presuntos cómplices «ideológicos», y que estaban impedidos de participar por la presencia de Netanyahu. Los árabes y musulmanes a los que la presencia de Netanyahu privó de su derecho a ser buenos y sensatos al lado de sus compatriotas eligieron de algún modo ser malos e insensatos; se pusieron a sí mismos del lado de «los enemigos de Francia» y de la «libertad de expresión». Curiosa paradoja: la presencia de un criminal de guerra en una manifestación contra el crimen obligó a autocriminalizarse a los que se negaron a compartir con él esa «unión sagrada». La presencia de Netanyahu, a la que hay que añadir las banderas israelíes, los eslóganes excluyentes (no había ningún «yo soy musulmán», pese a la religión del policía Ahmed Marabet, y sí un «yo soy judío») y el uso retórico del concepto de «unión sagrada» convirtió la manifestación en un acto de solidaridad orgánica interna: la reunión privada de un club de 1.700.000 personas que se sentía buena al lado de gente que quiere incendiar Europa y el mundo. No es el número el que define un acto público; el efecto -se verá en los próximos días- es el de dividir Francia y Europa al margen del espacio público; es decir, al margen del derecho y de los principios republicanos.
La hermosísima emoción de toda esa gente buena y sensata, en estas circunstancias, hace temer lo peor. Ocurre siempre. Tras el primer momento de estupor, en el que la «unión de los espíritus» se ha expresado a través de los mejores sentimientos, el mismo impulso emocional exigirá sacrificios: exigirá sacrificar a alguien y sacrificar, sobre todo, los propios valores allí nombrados con tanta emoción. La emoción, tras el shock unificador, se vuelve siempre justiciera. Y toda reclamación justiciera pone en peligro la justicia. Los europeos, que son desdichados, necesitan sentirse al menos buenos. Lo más fácil es sentirse bueno contra otro. Francia y Europa, como recuerda el caricaturista Halim Mahmoudi, llevan construyendo ese otro, en los barrios de Europa y en las cárceles del mundo árabe, muchas décadas. El Estado Islámico ha venido, tras la derrota de las revoluciones árabes, a echarles una mano.
En estos momentos hay que dirigirse a las personas buenas y sensatas para que entiendan lo que está en juego y razonen con cuidado. En realidad es todo bastante sencillo. Seamos coherentes con los principios emanados de nuestra bondad y sensatez:
- Si el Estado Islámico ha atacado la libertad de expresión y la democracia, habrá que defender la libertad de expresión y la democracia. Pidamos, pues, más libertad de expresión y más democracia: ése es el único sentido auténtico de «laicismo». Ya vemos que las medidas reclamadas y anunciadas van en dirección contraria, tanto en Francia como en España: cierres de fronteras, deportaciones, más leyes de excepción y más recortes de libertades. Es fácil entender que la nueva «guerra antiterrorista» va a ser rentabilizada por la ultraderecha en toda Europa; y en España por Rajoy y el PP, en sus horas más bajas, que no por casualidad resucitaron de nuevo ayer la amenaza de ETA deteniendo a 12 abogados en el País Vasco. El atentado de París y la manifestación del domingo, en la que participó nuestro presidente del gobierno, artífice de la ‘ley mordaza’, serán instrumentalizados, de una manera u otra, contra Podemos y contra toda opción de cambio. En España, cuya población es más sensata y menos racista que la francesa, no deberíamos permitirlo.
- Si se trata de defender a los ciudadanos, habrá que defender primero a los más vulnerables. Y los más vulnerables son sin duda los musulmanes europeos, pinzados entre la presión racista y la presión yihadista. En defensa de la libertad, la democracia, el derecho y los principios republicanos, nuestra prioridad debe ser proteger a los musulmanes europeos, los judíos de hoy, para que no les ocurra -con las consabidas consecuencias- lo mismo que a los judíos de ayer. A pesar de la presión convergente del racismo laico y el yihadismo religioso, la mayor parte de los árabes y musulmanes de Europa y del mundo son inexplicablemente pacíficos. Son, además, como recordaba el otro día, tanto las víctimas preferidas como los opositores directos del Estado Islámico.
Hay muchos motivos para estar preocupados. Cuidado con las emociones fuertes. Locos ha habido siempre y han matado en nombre de todo y de cualquier cosa: de la guerra y de la paz, del espacio vital y de la democracia, del laicismo y de Dios. Hoy, es verdad, un par de locos pueden hacer mucho más daño que hace un siglo. Pero mucho más daño pueden hacer los cuerdos que utilizan la locura de los locos -y el terror de los buenos y sensatos- para proteger sus intereses incluso al precio de un nuevo vuelco civilizacional. Esos cuerdos están en nuestros gobiernos y deben asustarnos aún más que los yihadistas y sus matanzas -porque estos son en parte, de alguna manera, sus hijos bastardos.
Santiago Alba Rico es filósofo y columnista.
Fuente: http://www.cuartopoder.es/tribuna/2015/01/13/paris-era-una-guerra/6699