Ni los extremos se tocan ni hay una equivalencia entre las posiciones de derecha y de izquierda. Al contrario de la configuración espacial del arco parlamentario, las ideologías se organizan según el nivel de profundidad de sus análisis, su comprensión ética y la coherencia de sus principios. Hay ideas que son mejores que otras. Hay […]
Ni los extremos se tocan ni hay una equivalencia entre las posiciones de derecha y de izquierda. Al contrario de la configuración espacial del arco parlamentario, las ideologías se organizan según el nivel de profundidad de sus análisis, su comprensión ética y la coherencia de sus principios. Hay ideas que son mejores que otras. Hay unas que tratan de hacer posible la plenitud vital de la comunidad y otras que intentan arrancarla.
En 1965 el Partido Comunista de Indonesia contaba con tres millones y medio de miembros y era el tercero más numeroso del mundo, tras los de China y la URSS. Un millón de ellos, así como de otras organizaciones de la izquierda revolucionaria, fueron ejecutados entre 1965 y 1966 a partir de listas elaboradas por la CIA. El director norteamericano Joshua Oppenheimer, que trabajaba desde 2004 en la producción de series en ese país, filmó durante 8 años el documental The Act of Killing, del que este mes se publica una edición especial en DVD, y con más de 40 minutos de metraje extra, gracias a la editorial madrileña Avalon.
The Act of Killing es el relato de una sociedad donde las ideas y las acciones de la izquierda han sido exterminadas. Donde los asesinos se jactan en los platós de la televisión basura de haber matado con sus propias manos a más de mil personas, los empresarios se sienten bendecidos por la masacre que financiaron, y los directores de periódico explican junto a las rotativas de su diario cómo interrogaban a los disidentes y ordenaban la tortura y el asesinato, hasta que no quedó ninguno. Es el plan del neoliberalismo avant la lettre, ejecutado con más rudeza y con más prisas, pero el modelo social que se obtiene de ello es exactamente el mismo, por mucho que nos asombre.
Aún hoy, es tal la impunidad, que las organizaciones mafiosas y paramilitares que aglutinan a los que ejecutaron directamente el genocidio y a los que se reivindican como sus herederos, como por ejemplo la Juventud Pancasila, pueden presumir en sus ceremonias de la asistencia del vicepresidente del país y de la invitación a seguir dando palizas para engrasar las cosas, porque sin esa libertad sería posible la libertad de otros.
La película de Oppenheimer no intenta salirse de lo artísticamente convencional, ni tampoco reivindicar para sí los valores morales de las víctimas. Su victoria es otra, la de proponernos la visión cierta de un mundo donde el mal no puede ser decodificado ni criticado, donde la justicia no existe y apenas queda un reproche que nadie, sino el dueño de la muerte, está autorizado a hacerse a sí mismo. Un país en el que la normalidad se ha instituido a costa de la objetividad, y de casi todas las subjetividades. En el que la lógica no es operativa y lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, son consecuencia de la asimilación ordinaria de la propaganda de la clase dominante y que determina, más allá de las condiciones materiales, el grado de conciencia del conjunto del pueblo. Indonesia, mostrada desde la verdad del cine, y la verdad de la historia, como una distopía, un punto del espacio en el que por fin todos han sido dominados y se ha hecho realidad el aserto de Malraux: «una vida no vale nada, nada vale una vida«.
Miel, de Valeria Golino.
En una sociedad que se caracteriza por permitir la muerte de casi todo lo que existe en el planeta, excepto los plutócratas, los cigotos de homínidos y los seres humanos que no desean seguir viviendo (y a éstos precisamente por el goce de verles sufrir) la película de Golino tiene el valor de defender la eutanasia, pese a que pueda resultarle extraño a la minoría que decide quién vive y cómo. Todas las contradicciones de proporcionar una muerte digna, allí donde el derecho está perseguido, se tienen en cuenta, añadidas a las discordancias que rodean la existencia de una protagonista que no va a ser mostrada como un personaje inmaculado. La tesis final es que las paradojas particulares de quienes toman parte no pueden servir para refutar, no sólo el derecho inalienable, sino tampoco la realidad misma. La diferencia entre la tragedia y la dicha es la libertad de ser dueños de nuestras propias decisiones.
Matterhorn, de Diederik Ebbinge.
Hay películas que tienen cierta consciencia de que van a asestar un pequeño golpe final a un prejuicio del pasado. Sucede hoy con los temas relacionados con la homosexualidad , cuyos detractores, en todo caso, sólo pueden anticipar la vuelta de un régimen remoto, más en el tiempo que en sus deseos. Confrontar la moral religiosa y conservadora con el hecho indiscutible de las afinidades electivas de los seres humanos es una batalla ganada, por mucho que haya que seguir defendiendo esa plaza de las alimañas que la rodean. La película de Ebbinge tiene una peculiaridad que sólo puede deberse a las características de la sociedad holandesa. La normalización ha llegado a tal punto que lo que se plantea en este caso es que dos hombres, que han estado anteriormente casados con una mujer, deciden empezar una relación. Puede observarse alguna tentativa de elaborar una comedia con ciertos estereotipos, pero todo queda redimido por el respeto que la película se tiene a sí misma gracias al objetivo que se propone.
Gloria, de Sebastián Lelio.
Premiada en diversos festivales, y editada ahora en DVD y Bluray por Paramount, Gloria es un film que va a conseguir transmitir esa idea que mueve al realizador a llevarla a pantalla, más allá de lo que nos guste su protagonista, la densidad del argumento o la elección de los planos. Aquí de lo que se trata es de reivindicar la vida de una mujer con casi 60 años. Una mujer que trabaja, que se folla a quien quiere y que intenta ser feliz e independiente como sabe y como puede. Localizada en el Chile contemporáneo, no pretende cuestionar directamente las limitaciones de la realidad de su propio país, pero ofrece un retrato de cierta complejidad de los que viven de espaldas a las condiciones que determinan la posibilidad de sus deseos. Es la Gloria que mira su teléfono móvil mientras una manifestación, la misma que combate los obstáculos que dan forma a lo que le frustra, marcha en sentido contrario. Y ese universo antagónico convive con ella y es simultáneo aunque le sea invisible.