Reflexiones sobre la paz integral en el nuevo gobierno
Contra las predicciones de muchos analistas que vaticinaban que el debate alrededor de la política estatal de paz sería flor de un día, lamentablemente la continuidad del conflicto armado no solo mantiene vigente esta temática, sino que el nuevo gobierno del Pacto Histórico la ha ubicado fundadamente entre sus prioridades. Lograr el cierre del ciclo de guerra bien podría significar el elemento distintivo y de mayor transformación histórica de esta administración, ante el fracaso de los sucesivos intentos fracasados de pacificación en medio de la perfidia estatal predominante.
Paz completa, Paz Total, Paz Integral, Paz con todos, repiten los nuevos funcionarios gubernamentales y exigen igualmente los movimientos sociales desde los territorios cada vez más golpeados por esta guerra perenne. A este respecto, es hora de abordar verdades de Perogrullo que, sin embargo, siguen siendo soslayadas por actores claves de este necesario proceso.
No se puede hablar de paz completa sin reconocer la persistencia del conflicto armado. El Acuerdo de La Habana tristemente no nos llevó al mentado posconflicto ni a una paz estable y duradera. Por errores y perfidia vivimos una nueva etapa de guerra interna, con intensidades refractadas territorialmente y mayor dispersión de los actores, pero con continuidad de sus causalidades económicas, sociales y políticas. No reconocer esta realidad y enmarcar todo en categorías de criminalidad y seguridad impide construir la Paz Completa, que debe asumir la desactivación de viejas y nuevas guerras que se libran en nuestro país. El sangriento post-Acuerdo colombiano dista abismalmente de escenarios igualmente cruentos, como los centroamericanos, ya que en nuestro país no solo subsisten organizaciones en armas del anterior periodo del conflicto, sino que las nuevas expresiones armadas tienen cordón umbilical directo con antiguos grupos guerrilleros y paramilitares. No estamos ante “maras” y bandas delincuenciales: seguimos en el último conflicto vigente de la vieja Guerra Fría.
Hay que avanzar en la caracterización de la actual fase de la guerra, diferenciando la multiplicidad de actores armados de orden nacional ⎼y regional⎼ hoy existentes, sin desnaturalizarlos ni descalificarlos de entrada. Eufemismos de moda como GAO (Grupo Armado Organizado), GDO (Grupo Delincuencial Organizado), Organizaciones Residuales, “Multicrimen”, entre otros, son tan inútiles hoy como lo fue en su momento el mote de BACRIM para negar la continuidad del paramilitarismo. Estas caracterizaciones a-históricas y malintencionadamente apolíticas, construidas y vendidas por costosos contratistas de la seguridad, son meras generalizaciones sobre fenómenos disímiles que de entrada enclaustran el problema del actual conflicto en lógicas de delincuencia común, desconociendo componentes políticos y económicos de la confrontación armada. En Colombia hay actualmente guerrillas ⎼antiguas y nuevas⎼, mercenarismo paramilitar (legal e ilegal, nacional e importado) y contrainsurgencia estatal (legal e ilegal), sin detrimento de las innegables transformaciones de todas estas expresiones en la actual etapa del conflicto y aunque ciertas realidades regionales alteren sustancialmente el grado y dinámica de confrontación.
Por ello no es cierto que sea el narcotráfico el demiurgo de la guerra como lo pregonó ridículamente el anterior gobierno de Iván Duque. Tampoco es veraz la nueva fábula de la paz que reconoce exclusivamente a la insurgencia del ELN y encasilla como simples narcos a los demás grupos armados. En Colombia hay conflicto armado desde antes de que apareciese cualquier cartel de droga o de que la economía del país quedara adscrita a esta empresa transnacional capitalista. El narcotráfico ha sido combustible de la guerra y la ha transformado, pero no es su único ni su principal motor. Obvio que la paz implica la resolución de la problemática de las drogas de uso ilícito, pero igualmente cierto es que va mucho más allá de darle salida a este problema que parece ser el único que trasnocha a ciertas entidades o personalidades. Perogrullada también es reafirmar que dado el carácter transnacional de este renglón capitalista, se torna inocua una salida nacional y enfocada únicamente hacia cultivadores y comercializadores, que no integre compromisos de consumidores, intermediarios y lavadores de activos ligados a este mercado.
La paz completa implica de facto y de iure reconocer el carácter político de las insurgencias que continúan con la rebelión armada. Una política de paz de un gobierno democrático debe romper con los prejuicios nuevos y viejos sobre las guerrillas, comprendiendo diferenciadamente cada grupo y no pretendiendo torpemente calcar modelos y esquemas de negociación. El difundido mito de la inexistencia de unidad de mando en el ELN no tiene asidero, en cuanto este grupo ha demostrado cohesión y disciplina en los pocos avances que ha logrado su paralizado proceso de paz. Bien se podría afirmar que el ELN no ha mostrado menos cohesión que el Estado colombiano, que será su contraparte en la mesa y en el cumplimiento de lo acordado. Desarrollar una política que promueva la fragmentación y tensión al interior del ELN, graduando a frentes y comandantes de amigos y a otros de enemigos de la paz, como se hizo en su momento contra las FARC-EP, sería un craso error que empujaría el proceso hacia divisiones y rearmes.
Creer que las demás guerrillas son simples narcos o delincuentes comunes es falso, fascista y estúpido, tanto como la fracasada política de guerra del uribismo. Tras más de 70 años de buscar una salida militar al conflicto ya es hora de que el Estado colombiano se baje de sus sueños hollywoodenses y comprenda que el problema del conflicto en nuestro país es esencialmente social, y que solo tiene salida política. El “Plan Pistola” del último año del gobierno de Duque dirigido a dar de baja selectivamente a posibles negociadores de paz ⎼para el que se ha contado con el concurso de tropas extranjeras y mercenarias⎼ no conlleva la destrucción de ningún grupo armado, sino que, por el contrario, puede abonar su fragmentación, con la consecuente mayor dificultad para los diálogos y los urgentes acuerdos humanitarios por los que se clama en las regiones. Hay que reconocer que entre las mal llamadas “disidencias” de las FARC existe un espectro que nunca se sintió representado en lo acordado y mantuvo su accionar armado, mientras otro sector justifica su nuevo levantamiento en armas ante el palmario incumplimiento estatal del Acuerdo de Paz y las evidentes traiciones a lo firmado. Más allá de la aquiescencia o no que generen las causas de estas rebeliones estamos ante orígenes políticos, y el despliegue de estos grupos sobre los históricos territorios de presencia de la exguerrilla da cuenta de la persistencia de condiciones socioeconómicas que permitieron el origen y desarrollo de la primera insurgencia armada, que hoy, nuevamente, explican la continuidad del conflicto armado.
No se puede hablar de paz completa sin reconocer la persistencia del conflicto armado. El Acuerdo de La Habana tristemente no nos llevó al mentado posconflicto ni a una paz estable y duradera. Por errores y perfidia vivimos una nueva etapa de guerra interna, con intensidades refractadas territorialmente y mayor dispersión de los actores, pero con continuidad de sus causalidades económicas, sociales y políticas. No reconocer esta realidad y enmarcar todo en categorías de criminalidad y seguridad impide construir la Paz Completa, que debe asumir la desactivación de viejas y nuevas guerras que se libran en nuestro país.
La llamada Paz Total podría resumirse bajo el lema “Muchas mesas, un proceso”, teniendo en cuenta la particularidad y complejidad de los actores. Sin duda el mayor error del proceso de La Habana fue el acuerdo construido por la Subcomisión Técnica que garantizó el desarme unilateral de las entonces FARC-EP, pero que no previó la persistencia de otros actores armados que coparon los territorios, ni tampoco tomó medidas efectivas frente a la continuación de la criminalidad organizada dentro de la Fuerza Pública y otras instituciones del Estado. Llevar inerme a un grupo armado a su disolución sin garantías plenas no puede ser el objetivo central de la nueva política de paz, ya que ello, lamentablemente, solo contribuye a que se perpetre un genocidio político como el que sufren hoy los firmantes del Acuerdo Final. Por tal razón, todos los actores armados deben confluir simultáneamente en un gran acuerdo de dejación social de las armas y de nueva política de seguridad y defensa.
La paz integral incluye de entrada el cumplimiento pleno del Acuerdo de La Habana, que exige varios ajustes normativos y no meras manifestaciones de intención. Faltan por lo menos 8 normas sin las cuales no se puede honrar lo firmado por el estado colombiano, que encabeza ahora Gustavo Petro. Varias de ellas sientan las bases para el desarrollo mismo de la paz completa como la tipificación del delito de paramilitarismo, las normas de la reforma rural integral o la necesaria reforma de la ley de víctimas. La inclusión del Plan Marco de Implementación en el PND del nuevo gobierno es la otra necesidad urgente para resarcir los 6 años de perfidia que vive el Acuerdo. Se deben corregir tanto la desfinanciación crónica como el desvío de recursos hacia intereses ajenos a los de la paz, como ocurrió con el manoseo presupuestal realizado por el gobierno de Duque evidenciado en escándalos como el de los OCAD Paz o el de la oficina de prensa de la presidencia.
Sin embargo, el cumplimiento cabal de lo firmado en La Habana ⎼que por demás implicaría rutas jurídicas para solventar las arbitrarias modificaciones que realizó la Corte Constitucional en sendas sentencias del año 2017 1 por no hablar de ajustes legales a normas que, lejos de desarrollar el Acuerdo, lo violan 2 ⎼ es condición necesaria, más no suficiente, para la conquista de la paz completa. No solo por la autonomía e identidad propia de las guerrillas no desmovilizadas, sino por las nuevas dinámicas políticas existentes y los evidentes yerros en metodología y contenidos que se han cometido en pasadas negociaciones. Colombia debe aprender de sus armisticios fracasados. No más “Nada está acordado hasta que todo esté acordado”, es hora de aplicar el “Pactando y Cumpliendo”. Se debe abandonar la recomendación sionista de “Dialogar como si no hubiese guerra, hacer la guerra como si no hubiese diálogos”. La cimentación de la paz integral requiere de acuerdos humanitarios bilaterales inmediatos y de abiertos diálogos regionales con la sociedad civil, superando el fetiche del “aislamiento” de la contraparte de las negociaciones y la opaca “confidencialidad” tan de gusto de ciertos facilitadores de diálogos.
Finalmente, valga ratificar otras obviedades, que no por ello no intentan ser negadas por muchos. La limitada desmovilización del grupo de las AUC bajo el gobierno de AUV y la persistencia del “orden contrainsurgente” permitió la continuidad del fenómeno paramilitar en formas aún más lumpenescas. De forma simultánea la hipertrofia del complejo militar económico colombiano, aunado a la intervención extranjera directa, ha posibilitado la presencia efectiva de grupos armados privados en múltiples territorios en conflicto, mediante diversas formas de mercenarismo. A estas dos realidades las atraviesan la existencia de organizaciones criminales al interior de la Fuerza Pública y el negocio del narcotráfico como irrigador de estas formas de mercenarismo. No obstante, la apariencia no puede eclipsar la esencia: coexisten viejas y nuevas formas de paramilitarismo en el país, siendo este un fenómeno en expansión más allá de nuestras fronteras. El carácter gansteril de estos grupos no niega su función contrainsurgente, sino que corresponde a la forma particular de esta expresión fascista en Colombia desde los años ochenta del siglo pasado. Su persistencia hasta hoy desnuda que su calidad contrainsurgente nunca estuvo enfocada esencialmente al combate contra las guerrillas, sino al control social y al ataque a otras formas de resistencia popular.
La llamada Paz Total podría resumirse bajo el lema “Muchas mesas, un proceso”, teniendo en cuenta la particularidad y complejidad de los actores. Sin duda el mayor error del proceso de La Habana fue el acuerdo construido por la Subcomisión Técnica que garantizó el desarme unilateral de las entonces FARC-EP, pero que no previó la persistencia de otros actores armados que coparon los territorios, ni tampoco tomó medidas efectivas frente a la continuación de la criminalidad organizada dentro de la Fuerza Pública y otras instituciones del Estado.
Para los grupos paramilitares y de crimen organizado la figura sería la de acogimiento a la justicia, partiendo de reconocer su existencia y su participación dentro del conflicto. Los mismos paramilitares han sugerido la figura de “agentes de facto del Estado”, que fue reconocida por el Tribunal de Justicia de La Haya a la Contra de Nicaragua, respecto al gobierno de EE.UU. El acogimiento a la justicia de estos grupos partiría de la garantía de no extradición ⎼lo que implica reforma constitucional y al código de procedimiento penal⎼; la extradición de nacionales es una medida neocolonial aceptada por muy pocos estados en el mundo y que, en el caso colombiano, ha demostrado su ineficacia para la eliminación del narcotráfico. No obstante, nada más equivocado que transar una negociación con paramilitares y otros grupos basada en este único aspecto, que es el de su principal interés. Se requiere incluir la exigencia de reparación material a sus víctimas hasta la actualidad, así como la del cierre definitivo de la Ley de Justicia y Paz que tras casi 20 años no ha logrado cumplir su cometido, pero sí es un óbice jurídico para la verdad y el tratamiento judicial de estos grupos que podrían ser incluidos en una nueva fase de la JEP. Las recomendaciones desarrolladas por la Comisión Nacional de Garantías de Seguridad, creadas por el Acuerdo de La Habana, así como las recomendaciones al respecto consignadas por la Comisión de la Verdad, deben ser tenidas en cuenta de igual manera: seguridad y convivencia en los territorios, reforma doctrinal a la Fuerza Pública y depuración efectiva de los organismos de inteligencia estatal.
Por fortuna la Paz Completa, Integral o Total está al orden del día. No es tan simple como lo anhelan algunos afanes políticos, pero será posible si se avanza en los necesarios debates de fondo que deben demarcarla. Sin definir de qué paz hablamos, nos quedaremos con paces parciales, y toda paz parcial es una guerra total.
1 En Sentencia C-332/17 la Corte dejó sin sustento la mayor parte del Procedimiento Legislativo Especial para la Paz, y en la Sentencia C-674 /17 se cercenó el carácter original de la JEP al levantar la obligatoriedad de comparecencia de terceros, excluyendo de la verdad y reparación a la mayoría de las víctimas. Ambos fallos son ostensibles alteraciones de lo firmado como Estado en su conjunto e incorporado al ordenamiento jurídico nacional e internacional.
2 En correspondencia con la terminación de la dejación de armas, los llamados desarrollos normativos se fueron alejando cada vez más de lo plasmado en el Acuerdo de Paz sin mayor incidencia de la contraparte firmante. La Ley Estatutaria de la JEP (1957 de 2019) está cargada de estas imposturas unilaterales que modifican lo firmado, pero también el Decreto Ley 898 y la Ley 1908 de 2018 promulgados a voluntad de un nítido enemigo del proceso, el entonces Fiscal General, Néstor Humberto Martínez Neira.