«Lo que la inmensa mayoría nos exige, es darle una solución de verdad a los problemas y conflictos del pasado de manera de recuperar la indispensable confianza recíproca que debe existir entre todos los sectores del ámbito nacional, para así poder abocarnos de lleno y con urgencia a la solución de los problemas reales que afectan a nuestros compatriotas».
(Senador Andrés Chadwick Piñera, 2000)
Las palabras del entonces Senador UDI y exministro Andrés Chadwick corresponden a su alocución el año 2000 ante el Congreso Nacional en el contexto de la presentación del proyecto de Reforma Constitucional que su coalición, la Alianza por Chile, propuso a inicios del gobierno de Ricardo Lagos Escobar. El proyecto de la “Alianza” era anunciado como una posibilidad de “perfeccionar nuestra constitución” y buscaba -según el senador Chadwick- un acuerdo de toda la clase política que posibilitara la ‘paz social’ para el país. Curiosa preocupación aquella del senador UDI en tiempos en que el Parlamento chileno estaba integrado por una derecha sobrerrepresentada electoralmente, donde convivían senadores designados, ex-uniformados, senadores vitalicios, tiempos en que la tutela militar sobre el poder civil era evidente y abiertamente antidemocrática. Además, Joaquín Lavín, el presidenciable de la derecha, había obtenido 3 millones y medio de votos en la última elección presidencial (1999) dejando muy bien aspectado el retorno a La Moneda de la generación de jóvenes que en 1977 desfilaron ante Pinochet en el cerro Chacarillas: Chadwick, Lavín, Coloma, Bombal, Larroulet, Melero y otros. Ya olfateaban el poder y ajustarían todo lo que fuera necesario ajustar en pos de la anhelada “paz social”. Con todo, sobrevivían en la mente de Chadwick “conflictos del pasado” y la sombra de la desconfianza social lo perseguirá por los siguientes años. Pero ¿Estuvo en riesgo la paz social en los albores de los 2000?
Es probable que Chadwick y el gremialismo tuvieran en ese momento alguna preocupación por el destino final del exdictador, senador vitalicio Augusto Pinochet Ugarte, y todas las eventuales repercusiones de su desaparición política. Pero, más probable era su interés en la conservación del poder y en el destino del ‘modelo’ que construyeron junto a Pinochet, precisamente con ese objeto era la reforma a la Constitución. Sin embargo, lo sucedido con Pinochet no es menor. Su detención, posterior retorno al país y muerte están estrechamente ligadas al susurro inanimado que surgió en la elite bajo la amenaza de la “paz social”, cuestión que Chadwick pone frente al Congreso hace veinte años atrás. Luego de estar detenido en Londres en 1998, Pinochet volvió al país en una milagrosa silla de ruedas, que no solo lo puso de pie cual Lázaro bíblico, sino que además lo elevó a la categoría de (patético) mártir octogenario en medio de una sociedad postdictatorial con serias muestras de deterioro moral y político. Asegurada la impunidad para el General y teniendo a la vista su inminente muerte, la clase política comenzó a jugar a la democracia consensuando lo que llamaron el fin de la Transición. Hoy sabemos que tal afirmación fue bastante exagerada. Obviamente, para que la democracia funcionara había que convencer a todo el mundo de lo mismo de siempre: la “sociedad libre” tiene en frente agresores que han pretendido y pretenden destruirla; y, junto a ello, los perseguidos de siempre debían entender, por fin, que en realidad la “sociedad libre” los protege, jamás los oprime. Era lo que tenían que haber entendido los estudiantes secundarios de la naciente ACES en 2001 cuando, al irrumpir en la escena pública con su mochilazo, anunciaron con una fuerza histórica hasta hace poco indescifrable lo que el mismo Ricardo Lagos denominó el fin del ciclo iniciado en 1990 (es decir, otra vez el fin de la Transición). Afortunadamente los jóvenes chilenos siguieron sordos a las lecciones que pretendía inculcar la democracia del shopping y el sale off.
Mientras todo eso ocurría, la reforma a la Constitución de 1980 presentada por Chadwick y otros senadores de derecha corrió en paralelo con otra propuesta de reforma emanada de un grupo de senadores de la Concertación de Partidos por la Democracia, ambas fueron lo suficientemente coincidentes para terminar finalmente en un “gran acuerdo” de toda la clase política que pudo ver la luz en 2005. Según el entonces Senador RN Alberto Espina – y recientemente Ministro de Defensa de Piñera durante la Revuelta Popular de 2019– el texto constitucional que se estaba aprobando debía servir para terminar con “la inequidad social y apoyar a millones de chilenos emprendedores que sólo piden una oportunidad para salir adelante con su propio esfuerzo”. Seguramente sin proponérselo el Senador Espina preanunciaba lo que sería el programa del primer gobierno del empresario Sebastián Piñera: la sociedad de las oportunidades y las seguridades que nos ofreció Piñera en 2010 estaba basada, como no, en el propio esfuerzo (meritocracia) y en el emprendimiento individual. Pero eso es otro cuento. En lo concreto, las reformas a la Constitución de Pinochet que se aprobaron en 2005 estuvieron a cargo de la Comisión de Constitución del Congreso, lo que significó que tales reformas fueran concebidas por los partidos políticos, discutidas por los partidos políticos y aprobadas por los partidos políticos. Al igual que en la reforma a la Constitución en 1989, no hubo ciudadanía sino negociadores. El Senador Espina al hacer uso de la palabra frente al parlamento en 2005 repartió agradecimientos para los senadores que integraron la Comisión de Constitución, tanto a los de su partido como a sus oponentes. Además, agregaba, que sin el talento y participación de todos ellos no se hubieran alcanzado acuerdos de tal trascendencia. Aprobadas las reformas a la Constitución de 1980 los senadores se abrazaron, el Congreso celebró, la clase política sonrió, la ciudadanía mientras tanto sufría de pesadillas.
¿Qué vino después del Acuerdo de 2005? ¿Paz social o sometimiento ciudadano? A los problemas reales que afectaban a nuestros compatriotas, y que tanto le preocupaban a Chadwick en 2000, se agregaron otros. El nuevo siglo se había iniciado con inamovible impunidad en materia de Derechos Humanos; sin los cuerpos de los Detenidos Desaparecidos, sin justicia (como hasta hoy); con la misma Constitución heredada y por lo mismo sin democracia real; y una sociedad cada vez más alejada de la participación ciudadana y más cerca -como diría el sociólogo Tomás Moulian -de sucumbir ante el consumo. En 2004 y 2005 se daba inicio a un sistema que automatizaba el cobro de los peajes por el desplazamiento en autopistas interurbanas concesionadas (TAG), un adelanto más -se decía – en el paraíso del crédito; en 2005 un crédito único en el mundo permitiría el endeudamiento de miles de familias que a partir de su propio esfuerzo buscarían una oportunidad en la Educación Superior a través del CAE; en 2006 el cadáver de un ex dictador yacía en medio de la Escuela Militar recibiendo honores de ex Jefe de Estado, demostrándole al mundo cuán fracturado podía estar un país pese al paso de los años y cuánta justicia era aún necesaria; en 2008 las escuelas del país hacían su ingreso al sistema de accountability, por intermedio de la Ley S.E.P. consolidando el ethos de la educación de mercado que subvenciona la demanda, abriendo paso a las lógicas del desempeño y la rendición de cuentas en educación, intensificando el control del trabajo del profesorado y el gerencialismo centrado en los “resultados” estudiantiles cuantificables, sumando otro malestar más en el corazón mismo de la sociedad democrática. A la élite todo esto le pareció y le sigue pareciendo correcto y oportuno, dirán que fueron decisiones que respondían al momento histórico. Sin embargo, como sabemos, post acuerdo de 2005 también emerge una sorprendente agitación social que responde a estos y otros ajustes del modelo. En 2006, 2011 y 2019 una parte muy significativa de los protagonistas de esa agitación tenían menos de 18 años. Todos ellos estudiaron en escuelas y liceos sin “paz social”. Allí no hubo pacto o acuerdo nacional que hiciera valer los derechos de niños, niñas y adolescentes, tampoco hubo protocolos de seguridad para el actuar de la policía y otras instituciones que vulneraron derechos por décadas en las escuelas secundarias como si fuera mayo o junio de 1983. Todo lo contario, hubo Ley “Aula Segura” contra las comunidades escolares, detenciones por sospecha entre adolescentes, alteraciones unilaterales al calendario escolar, expulsiones, controles ilegales y hostigamiento policial en los accesos, cierre y fusión de escuelas públicas. Hubo muertes inexplicables como la de Manuel Gutiérrez en 2011, tragedia que obligó a Sebastián Piñera a volver a hablar de “paz”. Hubo de todo, menos paz social. Mucho menos hubo preocupación por esas individualidades, por la violencia que acarreaban sus jóvenes vidas, por la marginalidad heredada de sus madres y abuelas. Toda esa geografía escolar fue olvidada, reprimida y estigmatizada. Condenada a que su proyecto de vida fuera rendir la Prueba de Selección Universitaria (pagada, además). Hasta que se cansaron, y como los dragones salieron a volar.
La ‘paz social’
volvió a ser convocada por Piñera el pasado 12 de noviembre de 2019. Y es el
marco que sustenta el “Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución” que
firmaron los partidos de gobierno y la mayoría de los partidos de oposición. El
llamado del Presidente de la República fue en torno a tres acuerdos: un acuerdo
por la paz, un acuerdo por la justicia y un acuerdo por una nueva constitución.
Si concedemos que lo que se materializó este 25 de octubre con el triunfo del
apruebo fue el acuerdo por la paz y la nueva constitución eso dejaría pendiente
la materialización del acuerdo por la justicia. El Presidente señaló tras el
plebiscito que “Una Constitución nunca parte de cero (…) debe recoger la
herencia de las generaciones que nos antecedieron”, y además puntualizó: “Hoy es tiempo de sanar las
heridas del pasado, unir voluntades y levantar la vista hacia el futuro”. Es básicamente la misma expresión
de Chadwick hace 20 años atrás y el mismo espíritu de los acuerdos de 1989.
El pasado es un escalofrío crónico que recorre a la élite chilena. Un eterno retorno que le recuerda a cada tanto que no se puede “levantar la vista hacia el futuro” así no más. Por desgracia, hoy sabemos que a las ‘heridas del pasado’ que aun inquietan a Piñera o a los ‘conflictos del pasado’ que preocupaban a Chadwick en 2000, se deben sumar las heridas del presente: varios miles de atropellos a los Derechos Humanos, cientos de mutilaciones oculares, una treintena de muertos, además de la irracional y cotidiana represión policial contra la protesta social. Por lo tanto, es cierto lo que señala el presidente, con tantas cifras a la vista es evidente que una nueva constitución no puede partir de cero; o, como se dijo en la campaña del Rechazo, no se puede partir de una “hoja en blanco”. Es imposible partir de cero, cuando ha sido tanto lo acontecido. No hay tal hoja en blanco. Sería más apropiado que se partiera por aquello que muchos acuerdos anteriores han desatendido repetidas veces, aquello que en muchas sociedades en conflicto ha demostrado ser anterior a la paz. Sería oportuno que esa hoja inicial con la que comienza la labor constituyente, antes que ninguna otra palabra, tuviese impresa la palabra justicia: justicia social, justicia histórica, justicia ancestral, justicia territorial, justicia económica, justicia en todas sus formas. Si algo alentó la lucha de varias generaciones en los últimos 30 años y que se acrisoló en la revuelta del 18 de octubre fue luchar contra las injusticias. Que no vaya a ocurrir que las elites se emborrachen una vez más con los acuerdos políticos y la ‘paz social’ y nos olvidemos de la justicia, por las generaciones que nos antecedieron -como dijera Sebastián Piñera – por las de hoy y las de mañana.
Fabián González Calderón es Académico en la Facultad de Pedagogía de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano