Cada vez más recurrentes se han hecho las denominadas detenciones ciudadanas, ese acto en el cual los civiles las hacen de agentes de seguridad para contribuir a la captura de algún delincuente tras haber sido sorprendido de forma flagrante cometiendo un ilícito. Pero no se trata de una decisión que sea necesariamente reflexionada, sino más […]
Cada vez más recurrentes se han hecho las denominadas detenciones ciudadanas, ese acto en el cual los civiles las hacen de agentes de seguridad para contribuir a la captura de algún delincuente tras haber sido sorprendido de forma flagrante cometiendo un ilícito. Pero no se trata de una decisión que sea necesariamente reflexionada, sino más bien de un impulso que convoca a desatar la ira contra aquello que se interpreta como razón de la inseguridad que afecta la vida.
Si se apela al sentido común, termina siendo justificable la reacción de las personas ante una creciente sensación de impunidad, y aunque las cárceles se encuentran sobrepobladas y los datos lo corroboran, la demanda por protección parece superar con creces las posibilidades del sistema penitenciario y hasta la labor de las policías.
En ese contexto, no es poco habitual observar a decenas de transeúntes maniatando a ladrones en las avenidas de nuestro país, propinándoles golpizas grupales e insultándolos (a propósito de la Encuesta Nacional de Derechos Humanos 2015). Por cierto, difícilmente esa escena impacte demasiado porque, en realidad, ese tipo de personas, dentro de un determinado marco interpretativo, aparecen como no merecedoras de respeto alguno, esas «vidas no dignas de ser lloradas» de las que da cuenta Judith Butler.
Esto responde a cómo el sujeto del hampa ha sido definido públicamente y se vuelve un chivo expiatorio (favoreciendo las promesas durante las campañas electorales), atribuyendo sus conductas a causales estrictamente personales y naturales, asociadas a una condición psíquica o bien el resultado de un entorno familiar (como si las familias no fueran siempre el resultado de una estructura social). Esta concepción naturalista, producto de un régimen de sentido biopolítico que promueve la conservación de la vida atacando los males que la afectan, impide apreciar las causas de estos fenómenos en el orden de la cultura o, si se quiere, de la politicidad, como si realmente la conducta humana estuviera prescrita ahí donde se origina la existencia.
Por esto, el debate no ha de focalizarse en combatir las condiciones sociales que posibilitan el delito sino que en contrarrestar sus consecuencias y en diseñar los instrumentos necesarios para enfrentar estos actos que atemorizan a la sociedad, porque no solo la despojan de sus pertenencias sino que además irradian violencia y ponen en peligro la vida humana; y cómo no, pues si de condiciones estructurales se trata, estaría en cuestionamiento -sin ir más allá- todo el capitalismo.
Así, se activa una verdadera barrera inmunitaria que actúa como sistema defensivo del cuerpo político y, en consecuencia, ofrece mayores garantías al individuo posesivo del mercado en su demanda de cuidado frente a los agentes patógenos que le circundan (y es que en eso consiste el ejercicio del poder gubernamental), sin embargo ¿no es cierto acaso que la única forma de habilitar estos anticuerpos es introduciendo al interior de un sistema sus elementos antígenos? De esta forma, la delincuencia parece ser un «mal social necesario» porque permite, entre otras cosas, deslindar las fronteras de una falsa antinomia entre normalidad y anormalidad y diagramar el esquema de una moralidad constrictiva. Asimismo, valida la existencia de un férreo control y la implementación de sus técnicas en nombre de la seguridad de todos.
Pero ¿qué es lo reprochable de la «justicia por las propias manos»? Nada parece indicar que lo que se rechace sea la violencia sino que, más bien, que este ámbito y su ejercicio le corresponden al derecho, lo cual la naturaliza por medio de su pura racionalización jurídica (de lo cual da cuenta Roberto Esposito). Esto es un signo de la importancia que concita el problema en cuestión, pero también una señal del clima bélico en el cual habitamos, donde a la prensa algo de responsabilidad le corresponde asumir de una vez.
Si de incitación a la violencia se trata, la circulación de los discursos da cuenta de ello. Se puede observar cómo los canales de televisión han desplegado una verdadera ofensiva comunicacional para incorporar a su parrilla programática contenidos relativos a la delincuencia. Ya no son únicamente los 20 minutos de los noticiarios centrales los que nos informan sobre persecuciones espectaculares en las autopistas, quitadas de droga, asesinatos, violaciones, hurtos domésticos y hasta suicidios, por nombrar algunos, sino que ahora se le añade a todo ello programas emitidos en horario estelar.
Algunos exhiben la rutina al interior de los penales y se mofan de los reos con narraciones basadas en la ironía y la ridiculización de estos, o bien otros como el ya popular «Tío Emilio» con su herramienta televisiva «En su propia trampa» que, cuan superhéroe, se dedica a perseguir delincuentes (aunque no viajó a Europa para enfrentar a Rafael Garay) y, contratando matones a sueldo, les ofrece escarmientos escenificados que se pretenden como una suerte de pedagogía para la reinserción pero que se ampara en la misma violencia que se critica, reduciéndola a hechos puntuales que no explican el sentido de su potenciamiento en la sociedad.
Hace falta establecer cómo la mediación del dispositivo técnico en la comunicación periodística ha creado nuevas posibilidades para la configuración del orden, al punto de que la televisión parece consolidarse como un aparato que imparte justicia de forma paralela a los tribunales y es capaz de azuzar sensibilidades al punto de mediatizar el comportamiento de las audiencias.
De esta manera, qué de sorprendente hay en la paliza a plena luz del día a un ladrón de gargantillas, cuando Emilio Sutherland se interna en la casa de una familia narcotraficante en la población Parinacota, poniendo en riesgo su vida y la del equipo que trabaja en ese programa (lo que, al mismo tiempo, le renta no despreciables puntos de rating a Canal 13, por lo cual es un buen negocio); lo que en realidad quiero decir es que ambas expresiones son el resultado de una misma racionalidad que resulta absolutamente inservible para resolver el problema en cuestión y, más aún, profundiza el léxico violento y produce los significados que después se dejan ver en hechos de venganza por quienes se sienten a diario amenazados por un peligro que es real, pero donde la sensación actúa no como distorsión de la realidad sino que la condiciona para favorecer la demanda de protección y moviliza al poder que le da respuesta, esa respuesta biopolítica del capitalismo.
El mayor acceso al conocimiento y el desarrollo tecnológico de las últimas décadas no parecen estar aportando a construir una sociedad más reflexiva y capaz de hacerse cargo responsablemente de sus problemas, por fuera del morbo mercantilizado y la farándula. Desde los videojuegos, pasando por las series transmitidas por internet y la cinematografía hollywoodense, hasta las páginas rojas de la prensa criolla, se va conformando un entramado de significaciones que hacen de la violencia la cosa más natural del mundo, a la vez que alimentan un lucrativo negocio basado en ese lenguaje.
El compromiso contra la delincuencia ha concitado una voluntad colectiva, actuando así como factor de estabilidad del sistema y, cuan virus que debe ser combatido, se ha transformado en un odio hacia la misma (cuyo fármaco no es menos dañino que la enfermedad), legitimando el hecho de que la protección de unas vidas tiene como condición la muerte de otras para recuperar la estabilidad, hecho que se repite a lo largo de nuestra historia reciente y que se intensifica «en el umbral de la modernidad biológica», como le denominó Michel Foucault.
http://www.elmostrador.cl/noticias/opinion/2016/12/25/pedagogia-de-la-violencia/