Albizu Campos en su discurso de Lares del 23 de septiembre de 1950 afirmó enfáticamente que Estados Unidos estaba librando en Corea una guerra asesina en contra de un pueblo inocente.
El sábado 23 de septiembre de 1950 Pedro Albizu Campos compareció ante la Junta Municipal de Lares para pronunciar el discurso conmemorativo del 82 aniversario del Grito de Lares. El líder nacionalista, como sabemos, era un gran orador. En Cuba le apodaban «el mago de la palabra». Aun así, Albizu advirtió de que pronunciar el discurso conmemorativo de Lares en 1950 no era una tarea fácil. Puerto Rico vivía un momento decisivo de su historia. Uno de los temas que dominó su alocución fue la movilización de miles de puertorriqueños para la Guerra de Corea. Transcurría entonces el último fin de semana de septiembre de 1950.
Ese mismo fin de semana, pero a 8.495 millas de Lares, tres divisiones de marines estadounidenses esperaban en las riberas del río Han para efectuar el asalto a la ciudad de Seúl, Corea. Esta urbe se encontraba desde fines de junio de 1950 en manos del Ejército de la República Popular Democrática de Corea del Norte y de las guerrillas comunistas, quienes estaban a un paso de dominar toda la península. Pero el 15 de septiembre de 1950 la friolera de 80.000 marines estadounidenses había desembarcado en Incheon, apenas 25 millas al oeste de Seúl. El plan de Estados Unidos era cruzar el río Han entre el 24 y 25 de septiembre para, acto seguido, tomar la ciudad. Ya el 23 de septiembre Seúl entero era objeto de bombardeos aéreos incesantes y descargas de la poderosa artillería estadounidense.
El general Douglas MacArthur, como dato curioso, no estaba en Corea el último fin de semana de septiembre de 1950, sino en Tokio, Japón (Blair 267). Rodeado de un séquito enorme de periodistas, correveidiles y fotógrafos, MacArthur daba los toques finales a su anhelada ceremonia de entrada a Seúl, pautada para inmediatamente después de la toma de la ciudad. Esta habría de ser una ceremonia imperial, con un despliegue gigantesco de equipo militar y representantes oficiales de las Naciones Unidas.
La única espina en el corazón de MacArthur ese fin de semana de septiembre de 1950 era la prensa independiente (Casey 95-97). Cientos de corresponsales internacionales habían arribado a Corea del Sur desde junio de 1950 para cubrir las operaciones militares. Pero el comandante general de las fuerzas estadounidenses no había establecido un régimen de censura militar efectivo. Así, mientras la comandancia militar en Tokio glorificaba a más no poder las operaciones de las tropas de Estados Unidos en Corea, la prensa independiente destacaba las batallas tal y como estaban sucediendo o como no estaban, en realidad, sucediendo. También se colaban historias sobre de la complicidad de las tropas estadounidenses con las matanzas de civiles por el Ejército de la República de Corea del Sur. MacArthur, quien alardeaba de estar en contra de la censura, quería en realidad limpiar a Corea del Sur de la prensa independiente. Estados Unidos estaba allí, en la versión oficial, exclusivamente para salvar a ese país de la terrible «invasión de los rojos». Era, de acuerdo con el presidente Truman, una «misión policíaca por la paz y seguridad internacional» (Casey 28).
Albizu Campos, por su parte, no le dio el beneficio de la duda a la intervención de Estados Unidos en Corea. En su discurso de Lares del 23 de septiembre de 1950 afirmó enfáticamente que Estados Unidos estaba librando en Corea una guerra asesina en contra de un pueblo inocente:
“No es fácil pronunciar un discurso cuando tenemos la madre tendida sobre el lecho y en acecho de su vida un asesino. Tal es la situación de presente de nuestra patria, de nuestra madre, Puerto Rico. El asesino es el poder de Estados Unidos de Norteamérica […] No se puede pronunciar un discurso con facilidad cuando ese tirano se siente con derecho de arrancar del corazón de las madres de Puerto Rico a sus hijos para enviarlos a Corea o al infierno para que maten, para que sean asesinos de los inocentes coreanos…”
La movilización a la fuerza de boricuas a Corea, según el líder nacionalista, tendría el efecto de convertir a miles de nuestros compatriotas en partícipes de un acto de asesinato en contra de una nación inocente. Los días 26 y 27 de agosto de 1950 el 65 de Infantería (Tercera División de Infantería) fue embarcado en Puerto Rico con destino a Corea, por vía del Canal de Panamá (Summers, p. 21). Ya para el 23 de septiembre de 1950, señala Albizu en su discurso, la movilización local se acercaba a la cifra de 8,000 puertorriqueños. Las tropas estadounidenses en el campo de batalla coreano no pasaban de 80,000. Pero la población de la isla era 75 veces menor que la de Estados Unidos (2 millones versus 150 millones). Éramos pues, «carne de cañón» del imperio:
“Si ellos se sienten obligados a intervenir en Corea con todas sus armas, que se movilicen ellos, que vayan a pelear ellos por sus intereses, pero no abusar de la indefensión de Puerto Rico para que Puerto Rico vaya a defender la sordidez y la canallada de toda su política ante todo el mundo. Eso es una desvergüenza”.
Los enemigos militares de Estados Unidos en Corea el 23 de septiembre de 1950 eran, estrictamente, el Ejército de la República Popular Democrática de Corea del Norte, liderado por Kim Il Sun, y las guerrillas comunistas del sur de la Península. Es decir, los comunistas coreanos del sur y del norte del país. Pero Albizu Campos nos dice en su discurso que se trataba en Corea de una guerra asesina de Estados Unidos en contra de un pueblo inocente, los coreanos. ¿Por qué no condenó Albizu a Corea del Norte y los comunistas? ¿No fue acaso Corea del Norte la que invadió a Corea del Sur el 25 de junio de 1950?
Dos colonias un mundo aparte
La situación de la Península de Corea el 23 de septiembre de 1950 no podía sino despertar las reflexiones más alarmantes por parte de Albizu Campos. Desconocido por los miles de soldados boricuas que fueron movilizados en 1950, había mucho paralelismo entre la historia moderna de esa nación y la de Puerto Rico. Ambas estaban marcadas por el coloniaje de poderes imperialistas pujantes en el siglo XX: Puerto Rico por el de Estados Unidos, Corea por el de Japón. En junio de 1950 sus destinos quedaron súbitamente atados bajo los designios del imperio estadounidense. Eso, aunque Puerto Rico y Corea eran dos colonias un mundo aparte…
La idea de dos Coreas, la del Norte y la del Sur, nunca fue una aspiración de la población de esa península. Al igual que como ocurrió con la conversión de Puerto Rico en un territorio incorporado de Estados Unidos en 1903, el establecimiento del llamado Paralelo 38 en Corea hunde sus raíces en el racismo y prepotencia de la nación imperial estadounidense. Ante la rendición del Ejército Imperial Japonés el 14 de agosto de 1945, el general Douglas MacArthur emitió su Orden General Número 1. Conforme a ella, Estados Unidos asumiría el control absoluto de Japón. La Península de Corea, que hasta entonces había sido una colonia japonesa, habría de ser dividida en dos partes, siguiendo una marca arbitraria. MacArthur, quien no era menos loco que el general Nelson A Miles al invadir Puerto Rico en 1898, decidió que la parte norte de la península fuera entregada a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y que la porción sur quedara bajo su control personal. Fue una decisión militar exclusiva de Estados Unidos que traería consecuencias inmensas. Millones de habitantes de la Península de Corea morirían como resultado de esa disposición, en asunto de menos de 8 años. El mismo MacArthur movilizaría en septiembre de 1950 decenas de miles de soldados estadounidenses –además de 8,000 boricuas– para borrar la misma línea que él, arbitrariamente, había establecido en 1945. Nadie quiso nunca esa desmembración de la nación coreana, salvo el megalómano y furibundo anticomunista general Douglas MacArthur, comandante en jefe de las fuerzas armadas de Estados Unidos en el Océano Pacífico. Eso, hasta que le dio con el follón de eliminar el Paralelo 38.
Tras su rostro hoy truncado, la Península de Corea nos remite a la historia de una nación ideal. Bruce Cumings, una de las personas que más ha estudiado el origen de la Guerra de Corea, señala que mucho antes que los países de Europa, Corea poseía varios de los prerrequisitos fundamentales del concepto moderno de la nacionalidad (Cumings, Origins 8). El sentido de identidad nacional entre los habitantes de la península tenía, según él, una historia milenaria. Esto se debe, en gran medida, a su impresionante homogeneidad cultural, lingüística y étnica. Además, por siglos y siglos, Corea había preservado sus fronteras territoriales intactas, así como un sistema político estable. Gracias a esto, y a sus considerables recursos naturales, Corea logró evolucionar, sin influencia exógena alguna, en una nación independiente y soberana. Ese es, según Cumings, el punto de partida para comprender no solo el origen de la espectacular revolución social que ocurrió en la península en 1945, sino también el efecto catastrófico de la intervención militar de Estados Unidos.
Pero no solo la etnicidad, el lenguaje y las fronteras territoriales de la Península de Corea fueron consistentes por cientos de años. También la estructura social tenía esa cualidad. Todavía para los años 1898-1904, la nación coreana estaba compuesta de una gran masa de campesinos, casi todos arrendatarios, y una aristocracia de terratenientes latifundistas que vivían como lo habían hecho cinco siglos atrás. La agricultura comercial y la división social del trabajo brillaban por su ausencia. No había industria, más allá de los procesos artesanales simples. La recaudación del excedente agrícola era realizada por un estado soberano que, además de ser descentralizado, tenía muy poco interés en promover cambios económicos esenciales o alentar una economía mercantil. El dinero servía ante todo a la usura, con muy poco efecto corrosivo sobre las relaciones sociales. Se trataba, pues, de un sistema casi estático, una economía que cambiaba muy lentamente al pasar de los años. La política y la cultura estaban enteramente volcadas al interior. De hecho, al igual que en Puerto Rico, los cambios económicos fundamentales del siglo XIX, incluida la revolución industrial, impactaron muy poco la estructura social de la Península de Corea. No había conexión significativa con el mercado capitalista mundial.
El cambio fundamental para Puerto Rico y Corea sobrevendría a fines del siglo XIX y principios del XX. Ambas naciones, casi de manera simultánea, quedaron vinculadas a la modernidad capitalista por la vía del militarismo y el proceso de la repartición de territorios entre los países imperialistas. Puerto Rico fue anexado por Estados Unidos en 1898, al ser entregado como botín de guerra por España en la culminación de la Guerra Hispanoamericana. Corea fue entregada como botín de guerra a Japón en 1905, al finalizar la Guerra Rusojaponesa. Ambos casos eran parte de la proliferación de colonias modernas ligadas a la etapa monopolista de la economía capitalista mundial (Lenin 59). A partir de entonces, el coloniaje formal y el dominio aplastante de los monopolios extranjeros vendrían a ser los factores claves de la economía de ambos países.
La suerte de Puerto Rico bajo el coloniaje estadounidense de las primeras décadas del siglo XX fue estudiada con rigor por Albizu Campos. La isla del Caribe fue convertida en una «factoría» de azúcar no refinada para las necesidades del mercado interno de la nación interventora (Albizu Campos 93-110). En general, se trataba de una operación de agricultura capitalista de exportación, dominada por corporaciones absentistas. Entre 1910 y 1930 Corea fue transformada en una gigantesca operación agraria para satisfacer las necesidades de arroz de Japón. Aunque no dependiente de la aplicación de maquinaria agrícola, como en Puerto Rico, la agricultura coreana era altamente productiva, algo típico del sistema agrario asiático. El rasgo económico dominante en ambas colonias era la economía de exportación. Además, el paralelismo se extiende al hecho de que tanto en Japón como en Puerto Rico los poderes imperiales se valieron de una extensión modificada de sus aparatos estatales para organizar la explotación sistemática de los habitantes de los territorios adquiridos. Puerto Rico devino la colonia clásica por excelencia de Estados Unidos; Corea, la de Japón.
A grandes rasgos, la evolución de la economía de la Península de Corea durante la era colonial puede dividirse en tres etapas: (1) agricultura comercial de exportación, 1905-1930; industrialización de la región norte, 1930-1937; economía de guerra, 1937-1945.
La anexión de Corea por Japón no conllevó cambios bruscos en la agricultura latifundista tradicional (Cumings, Origins 41). Los grandes terratenientes coreanos siguieron existiendo, pero ahora en coexistencia con los nuevos y progresivamente más poderosos latifundistas japoneses, que estaban favorecidos por el estado colonial y las leyes agrícolas del imperio. La expansión imperialista de Japón en Corea avanzó, pues, por la vía de una alianza con los terratenientes locales o la clase yangban (equivalente a los samuráis en Japón), y no por su completa eliminación. La diferencia es que ahora el sobreproducto agrícola vendría a parar principalmente a manos de los intereses ligados a la nación invasora. Para 1926 cerca de 20% de toda la tierra cultivada en Corea estaba en manos de japoneses. Casi todos eran terratenientes absentistas, o sea, que se lucraban de rentar la tierra a operadores coreanos. Sus latifundios, además, representaban las tierras más productivas, por estar localizadas en lugares como las provincias del sur. Las relaciones de producción en el campo continuaron esencialmente inalteradas, o sea, dominadas por la sobreexplotación del campesinado arrendatario (en especie o dinero). Entre 1910 y 1930 desaparece el pequeño agricultor con derechos sobre el lote de tierra, aunque Corea sigue siendo un país de agricultores. A fines de la tercera década del siglo XX, los campesinos arrendatarios representaban el 80% de la población de la península. La renta en especie prevaleciente era de 50% de la cosecha. A esto hay que añadir la sobrevivencia de múltiples formas de prestación de servicios para la clase dominante y el Estado colonial, junto al opresivo sistema de préstamos usurarios. En la base de toda la pirámide social, pues, estaba el campesinado pauperizado. Los métodos tradicionales de cultivo húmedo del arroz servían de base a este tipo de proceso agrícola altamente opresivo. Las innovaciones introducidas por los japoneses estaban ligadas a los métodos de irrigación, al uso de fertilizantes y la introducción de nuevas semillas de elevado rendimiento. El arroz coreano era vital para la economía japonesa. Era más caro que el de India o Indochina, pero más barato que el de Japón, y su calidad era comparable. Ya para 1930 representaba el 57% de las importaciones del imperio. Simultáneamente, este producto desaparece de la dieta de las familias trabajadoras de Corea. En adelante, estas se alimentan de granos baratos (trigo, cebada, alpiste) importado por comerciantes japoneses. El grueso de la producción de arroz iba a parar al mercado de exportación, luego de ser recolectado como renta por los grandes terratenientes. El imperio creó también una corporación cuasipública, la Oriental Development Company, para explotar la producción de arroz en Corea. La Península de Corea entera quedó subordinada a los intereses de la economía de Japón. De hecho, la empresa Oriental Development Company, que pronto se convirtió en un latifundio, estaba vinculada al proyecto de crear una colonia de empresarios japoneses productores de arroz en Corea. En fin, durante este período Corea exportaba arroz e importaba productos manufacturados, en particular textiles de algodón. Japón controlaba el mercado exterior de la colonia, en ambas direcciones. Cerca de 90% del intercambio comercial era con la metrópoli. La semejanza con las estructuras de importaciones y exportaciones de Puerto Rico entre 1898 y 1930 no puede ser mayor.
La Gran Depresión de 1929-1932 provocó el colapso de la agricultura de arroz en Corea. Los agricultores de arroz en el interior de Japón buscaron restringir la entrada de la cosecha colonial. A partir de 1934 el gran capital industrial y bancario japonés se interesa en la industrialización de la colonia, particularmente de la región norte. Esta zona, con su gran riqueza hidroeléctrica y mineral, adquirió un gran valor para el imperio. Además, sobraba la mano de obra barata. Entre otros monopolios que llegan entonces a la Península, se encontraban el conglomerado industrial y financiero Mitsubishi, así como los poderosos intereses bancarios Mitsui y Sumitomo. Además, Japón extendió enseguida a Corea lo que era uno de sus mayores logros tecnológicos: las redes eficientes y rápidas de trenes de pasajeros y cargas. La colonia entera quedó cruzada por vías férreas y sistemas de transportación modernos. Dada la masividad de capital necesario para este proyecto, Japón creó corporaciones semipúblicas como la South Manchuria Railway Company (SMRC), que no era más que un órgano del estado suscrito por una alianza entre los grandes bancos, las casas comerciales y la banca de la nación imperial. La SMRC no solo obtuvo el monopolio del transporte ferroviario en Corea, sino que en 1933 se convirtió en la única empresa autorizada para construir carreteras y puertos en la colonia.
La revolución en los medios de transporte y comunicación en la década de 1930 abrió el camino para la llegada de la industria pesada y las factorías del imperio a la península de Corea. Estas empresas recibían también subsidios y ventajas de todo tipo de parte del gobierno colonial. De particular importancia eran la industria pesada, la generación de energía eléctrica a gran escala y las materias primas (como la Korean Nitrogen Fertilizer Corporation en Hungnam en el Noroeste, la segunda más grande del mundo, y las petroquímicas y procesadoras de metales). Se dice que Japón, contrario a otros poderes imperiales, llevó sus industrias más avanzada a las colonias, sobre todo a Corea. Entre 1932 y 1937, el número de personas empleadas en la industria en Corea pasa de 384,951 a 594,736. Entre 1938 y 1940, las industrias pesadas y de consumo intensivo de energía (químicos, metales y maquinaria) representaban 44% del valor total del producto industrial (Pao-San Ho 367). Si en la fase agrícola de 1910 a 1930 dominaban los grandes latifundios, ahora se trataba un pequeño número de empresas gigantescas apoyadas por el gobierno imperial (1% de las empresas controlaban 75% del valor del producto industrial de Corea). Casi todas las modernas industrias eran propiedad de los japoneses. Estos controlaban el 91% de todo el capital reportado por las factorías y no pagaban impuestos. La Gran Depresión, por su parte, movió a los grandes terratenientes a expulsar la población campesina de los latifundios. Así se creó una gran masa de campesinos desposeídos que vendrían a conformar las legiones de proletarios en la industria pesada, incluida la importante minería de carbón. Las exportaciones al imperio contenían aún productos agrícolas, pero con un peso mayor de las materias primas industriales. Cumings sostiene que el caso de la industrialización de Corea bajo el coloniaje japonés es único. Japón ubicó una cuarta parte de su industria pesada, incluida la metalurgia y la química industrial en la península, particularmente en lo que es hoy Corea del Norte. En Puerto Rico, la industria pesada no llegaría hasta la década de 1970. Desarrollo del subdesarrollo en nuestra isla; sobredesarrollo industrial en corea (Cumings, Legacy: 489).
En 1937 comienza la guerra entre Japón y China. Esta tendría efectos devastadores sobre la población de Corea. Un año después de iniciada la guerra, se aprueba en la nación imperial una ley fascista de movilización general para las necesidades industriales de la guerra. Toda la sociedad quedó sometida a la Policía Nacional Japonesa, una versión asiática de la Gestapo. Las relaciones obreropatronales se convirtieron en un asunto militar. Se trataba de la imposición de un sistema de esclavitud sobre la población trabajadora de la colonia. Entre 1938 y 1945, cuando acaba la guerra, un total de 4,146,098 residentes de la península habían sido reclutados a la fuerza para trabajar localmente en función de las necesidades de la economía de guerra. También se dio el traslado de familias enteras –incluidas mujeres y niños– para ser esclavizadas en el interior de Japón. Las cifras de esta movilización obligada resultan escandalosas. En 1945 los emigrantes coreanos representaban un porcentaje importante de la clase trabajadora en Japón. En 1941 había 1,4 millones de ellos sometidos a trabajo compulsorio en la industria, la minería, la pesca y la agricultura de la metrópoli imperial. Entre ese año y el fin de la guerra, Japón reclutó a la fuerza medio a millón más, para ser enviados a las minas de ese país. De hecho, muchos de esas personas esclavizadas terminaron en Nagasaki y la isla de Iwo Jima, con las consecuencias que el lector o lectora puede imaginar. Simultáneamente, cerca de 200,000 coreanos fueron reclutados, en su vasta mayoría involuntariamente, para servir en el ejército y la marina del imperio durante la guerra de 1937 a 1945. Corea devino, en general, una base logística para las operaciones militares del imperio. Además, miles de mujeres coreanas fueron forzadas a servir como «confortes» o esclavas sexuales para los soldados japoneses. Se trataba en su mayoría de niñas jovencitas provenientes de familias campesinas pobres.
A pesar de todo el salvajismo y brutalidad del régimen colonial japonés, la población de Corea mantuvo un punto claro: el amor por su nación y su cultura, la aspiración por el retorno a una Corea peninsular libre e independiente. Japón hizo lo imposible por destruir la cultura coreana. Prohibió que se hablara el lenguaje nativo de la población, obligó a que los coreanos se cambiara el nombre y el apellido, les alteró el nombre a los monumentos, estableció la enseñanza obligatoria en japonés, y sometió al pueblo coreano a la humillación de un régimen racista como pocos. Japón vivía obsesionado con liquidar todo sentimiento de identidad nacional coreana. El tema del lenguaje era central, razón por la cual todavía hoy muchos lugares son conocidos por dos nombres, uno en coreano y otro en japonés. También encarceló y torturó a decenas de miles de opositores de la política opresiva colonial, entre ellos muchos estudiantes y simpatizantes del comunismo.
Estados Unidos nunca hizo nada por la nación coreana. Ningún soldado estadounidense derramó una gota de sangre por evitar las matanzas de coreanos por los japoneses. De hecho, hasta el 7 de diciembre de 1941 Estados Unidos fue tolerante con el régimen colonial y fascista japonés en esa península. Luego, para colmo, mataron a más de 10,000 inocentes coreanos al tirar las bombas atómicas en Japón los días 6 y 9 de agosto de 1945. Nada bueno hicieron por esa nacionalidad. Pero solo bastó con que Japón se rindiera el 14 de agosto de 1945, para que la nación estadounidense se arrogara el derecho de controlar la vida y futuro de Corea por los medios que fuera. El régimen político y militar que Estados Unidos establecería en el sur de la Península entre 1945 y 1950 dejaría chiquitas algunas de las barbaridades y crímenes de los fascistas japoneses entre 1937 y el fin de la guerra. En realidad, resultó en muchos sentidos peor. No en vano se dice que la Guerra de Corea fue «la guerra antes de Vietnam» (McDonald 3-17).
La cuestión del poder
Para el 1947, año en que Albizu Campos regresa a Puerto Rico, la suerte de la Península de Corea no estaba echada por completo. Estados Unidos ocupaba militarmente el sur y la URSS, el norte. Pero los esfuerzos por lograr la independencia de la península seguían vivos entre los habitantes de ambas regiones. Tal había sido, precisamente, el anhelo del conjunto de la nación coreana desde la proclama revolucionaria a favor de la independencia en marzo 1919. En 1947 el Paralelo 38 no era todavía más que una frontera imaginaria entre dos ejércitos que antes habían sido aliados en contra de Japón. No obstante, entre septiembre y diciembre de 1945 Estados Unidos había introducido la semilla de una división que seguiría creciendo más y más, hasta arropar a la Península Coreana en una violencia imparable. El paralelo 38 terminaría siendo una línea divisoria difícil de eliminar, salvo militarmente. La historia de Corea, como la de tantos países coloniales, no es solo lo que sucedió, sino también lo que quedó negado.
La aceptación de derrota por el emperador Hirohito fue diseminada de inmediato por toda Corea. Esto tuvo dos efectos inmediatos. Primero, el colapso del gobierno colonial, incluidas las fuerzas represivas. Segundo, la explosión espontánea de una de las revoluciones más populares y democráticas en la historia contemporánea, a todo lo largo y ancho de la península. Trabajadores, estudiantes, campesinos y militantes feministas tomarían en sus manos la regularización de la vida social, mediante estructuras participativas de tipo horizontal, dando paso así a una «genuina revolución social» (Merrill 56). Análogos a los soviets de la Rusia revolucionaria, los comités populares que surgieron en Corea en agosto de 1945 eran órganos controlados directamente por las masas que despertaban a la revolución. Tres eran sus principios universales: (1) la nacionalización de la riqueza industrial y agraria; (2) la entrega de la tierra y las factorías a uniones obreras y campesinas y (3) la plena igualdad entre los hombres y las mujeres.
MacArthur había declarado a Corea «zona de interés exclusivo de los militares soviéticos y estadounidenses». Pero el general no consideró el hecho de que en agosto de 1945 Estados Unidos no tenía soldados en la península. Las tropas japonesas, que aún no habían tenido tiempo de digerir por completo la noticia de la rendición, se sometieron sin remedio a los dictámenes del poder popular. La Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas entró a Corea antes que antes Estados Unidos; incluso llegaría más allá de lo contemplado por la Orden Número 1 del 15 de agosto de 1945, pero los soldados del Ejército Rojo no tuvieron el estómago de reprimir la energía revolucionaria que explotó por toda la nación, incluido el norte. Stalin, cuyo interés por dominar Corea era mínimo, dejó que la revolución norcoreana siguiera su curso. De todos modos, Kim Il Sŏng, estaba en esa región y su prestigio de guerrillero revolucionario antijaponés era inmenso. Stalin no se comportó, pues, como Stalin. En el norte se daría una revolución comunista relativamente pacífica, en que se abolió la propiedad privada con muy poca violencia. Se establecería un régimen socialista autónomo de una popularidad enorme, sobre la base de los comités populares.
Al sur del recién anunciado Paralelo 38 florecían los comités populares integrados por trabajadores, campesinos, mujeres, estudiantes y veteranos de la conscripción japonesa. Todo lo concerniente a la sociedad, limpieza, la seguridad, la agricultura y la producción pasó directamente a manos de la gente. En Corea del Sur, no había un partido comunista organizado, pero los trabajadores tomaron las fábricas y las pusieron a funcionar. Se crearon uniones campesinas que emprendieron el cultivo, recogida y distribución del arroz. Más de 16,000 prisioneros políticos fueron puestos en libertad. Las mujeres y estudiantes pasaron a cumplir un rol central en la revolución de la sociedad. Además, crearon sus propias organizaciones independientes. Los veteranos de la guerra se organizaron en milicias de apoyo a la preservación de la paz. Era esta una revolución surgida del corazón mismo de las masas oprimidas. La diáspora coreana en Japón, que en 1945 ascendía a cientos de miles retornó a la patria, para unirse al impulso revolucionario y desempeñar un papel de vanguardia.
A todo lo ancho y largo de la nación cobró vida de nuevo el sueño, pospuesto por décadas, de una Corea independiente y unida. De la energía de las organizaciones populares de base y la intelectualidad progresista surgió el Comité para la Preparación de la Independencia de Corea. Al igual que ocurrió en 1919, se redactó una proclama para la independencia. El 6 de septiembre de 1945 se anunció la formación de la República Popular de Corea. Algunos aspectos de la constitución de la república fueron tomados de la Revolución Francesa, como la asamblea de representantes; otros hasta de la Revolución Norteamericana. La república prometía elecciones populares y una verdadera revolución social, centrada en la reforma agraria y la eliminación del latifundismo. Al igual que todo nacionalismo revolucionario de Asia, la proclama afirmaba principios modernos fundamentales como la libertad de expresión, reunión y religión; el derecho al voto para toda la población de 18 años y más; la jornada laboral de 8 horas; la prohibición de trabajo infantil; educación gratuita y la abolición de todos los privilegios, particularmente los relativos a la opresión de las mujeres. Se reconocía la igualdad plena entre los sexos. Finalmente, se extendía una invitación a Estados Unidos, Inglaterra y la URSS para que respetaran el derecho a la soberanía e independencia de la Península de Corea.
Pero todo era una carrera en contra del tiempo. MacArthur calculaba a mediado de agosto 1945 que le tomaría aún varias semanas para desembarcar las primeras tropas estadounidenses en Corea. Ya los militares estadounidenses habían establecido subrepticiamente una relación de colaboración mutua con los remanentes del ejército imperial de Japón en Seúl. Era cosa de ganar tiempo para ocupar militarmente el sur y poner fin al radicalismo de las masas. Aunque Corea no era una de las partes del acuerdo de rendición, fue calificada por Estados Unidos como una «nación enemiga y hostil», sujeta por tanto al control absoluto de las tropas invasoras, bajo el Artículo 43 de la Convención de la Haya. Al final, Corea del Sur recibiría por parte de Estados Unidos un trato más dictatorial que Japón.
Nada incomoda más a la burguesía que la destrucción o colapso del Estado de su clase. ¿Qué valor tenía recibir a Corea de botín de guerra si no había un órgano estatal que garantizara los intereses económicos de Estados Unidos? Y eso era, precisamente lo que pasaba en Corea. El poder estaba en manos de las masas revolucionarias. Las formas incipientes de autogestión anunciaban una nueva institucionalidad controlada por el pueblo y al servicio del pueblo. Se trataba, pues, para los militares estadounidenses, de revertir la situación, aunque ello implicara una alianza con los remanentes del Estado colonial japonés y sus agentes. O, lo que tanto vale, con la misma gente que había aplaudido el bombardeo de Pearl Harbor.
El 8 de septiembre de 1945 arribaron las tropas estadounidenses. Vinieron en 21 barcos militares, alineados en cinco columnas protegidas por una flotilla de naves destructoras. Su llegada fue aplaudida con entusiasmo por los militares japoneses todavía estacionados en el país, así como por los grandes terratenientes de Corea, cuyas propiedades estaban siendo nacionalizadas por el movimiento popular. Surgía así, bajo los auspicios del ejército estadounidense, la moderna derecha fascista en contraposición a la izquierda. Esta sería la estrecha base social del proyecto de recomponer el antiguo Estado colonial que se proponía Washington. John Reed Hodge, apodado El Patton del Pacífico, fue nombrado comandante de las fuerzas armadas de Estados Unidos en Corea. MacArthur era un liberal al lado de Hodge. Entre la fecha mencionada y el 15 de agosto de 1948, o sea por tres años, Corea permanecería bajo un régimen militar estadounidense. Tal y como hicieron en Puerto Rico entre 1898 y 1902.
Apenas tomó posesión de su cargo, Hodge dirigiría sus energías a la reconstitución del Estado colonial. Esto conllevaba por obligación tres tareas: (1) crear una burocracia fiel a los invasores, (2) organizar una policía nacional y (3) constituir cuerpos militares separados de la gente. Esto, claro está, después de negarle reconocimiento a las proclamas de la República Popular de Corea. Pero, ¿cómo hacer todo esto en medio de una revolución popular y un Estado colonial colapsado? Pues, por la vía dictatorial y reclutando a los antiguos funcionarios y colaboradores del fascismo japonés. Inicialmente, por puro racismo, Hodge consideró que solo un gobierno colonial integrado exclusivamente por japoneses podría controlar a los coreanos. Estos últimos eran vistos por él como desordenados y tercos; mientras que los primeros le resultaban metódicos. Al final, Hodge retuvo a los japoneses como asesores y creó un estado colonial integrado por antiguos colaboradores del imperio. Removió al antiguo gobernador general, Abe Nobuyoki, y nombró a un militar estadounidense, el general mayor Archivald V. Alnord, para gobernar a Corea. Este se dio a la ejecución de las tres tareas arriba mencionadas (Cumings, Origins 135-178).
Asesorados por los antiguos jefes de la burocracia colonial japonesa, el Gobierno Militar estadounidense procedió enseguida a reclutar coreanos de la ultraderecha para llenar las vacantes de antiguos funcionarios imperiales. Cada agencia quedaba ahora bajo la supervisión de dos directores, uno coreano y otro estadounidense. Para engrosar las filas de esta «nueva» burocracia había que obtener la aprobación del recién creado Partido Democrático de Corea. Esta organización derechista, archienemiga de la República Popular de Corea anunciada por los Comités Populares, fue fundada al momento del arribo de las tropas estadounidenses y agrupaba a los terratenientes y ricos. La friolera de 75,000 puestos burocráticos fue aprobada por el Gobierno Militar entre octubre y diciembre de 1945, siempre con el asesoramiento de los japoneses y los reaccionarios. Con el pasar del tiempo, los nombramientos ascenderían a 170,000. El resultado sería una vuelta estructural al estado colonial centralizado y poderosamente coercitivo. Se trataba de una contrarrevolución desde arriba, pues el efecto de los Comités Populares en toda la Península había sido poner la administración gubernamental en manos de los organismos populares. Eso, para Estados Unidos, había que erradicarlo.
La segunda medida, todavía más importante, fue la creación de la Policía Nacional de Corea del Sur, que se diseñó a imagen y semejanza de la que existía en la colonia. Esta última era considerada una de las más opresivas del mundo, con poderes y atribuciones casi absolutas. Buena parte de sus operaciones eran secretas y al margen de cualquier límite legal. La policía colonial japonesa era, ante todo, era una institución diseñada para eliminar la oposición política. No solo se encargaba del registro, control y observación de todos los grupos políticos antijaponeses, sino que además implementaba la censura de periódicos y las comunicaciones. Casi toda la administración local estaba en sus manos, incluida la recolección de impuestos. El aparato policíaco japonés cumplía una función dominante en la colonia. La cárcel sin derecho alguno era la norma. Bajo el gobierno militar estadounidense se mantuvieron en la práctica muchas de esas atribuciones, pero ahora definidas para servir a la intervención norteamericana en Corea del Sur. Cambió la etiqueta de la botella, pero el contenido era el mismo. Además, se incrementó significativamente el número de policías. Antes de agosto de 1945 la Policía Nacional de Corea tenía 20,000 miembros para toda la península, casi todos japoneses; ya para octubre, tenía más de 25,000 (tan solo para Corea del Sur). Inicialmente, el gobernador militar estadounidense dio muchos puestos directivos a la antigua oficialidad de la policía colonial japonesa. Pero luego se estableció la medida de reclutar coreanos que hubieran servido en la policía colonial o en el ejército japonés, o sea colaboradores del imperio. Cerca de 5,000 miembros del nuevo cuerpo policial habían estado activos antes del 1945 con los japoneses. Ocho de cada diez oficiales en la «nueva» policía nacional habían sido oficiales en la vieja. Además, se abrió la puerta para la entrada de gendarmes corruptos que huían de las transformaciones sociales y políticas en el norte de la península. En su mayoría, se trataba de policías que habían participado en la tortura de campesinos, estudiantes y obreros durante la era colonial. Incluso la academia del nuevo cuerpo policial mantuvo por un tiempo instructores japoneses. Apenas reconstituida, la Policía Nacional de Corea del Sur recibió equipo de guerra sofisticado (vehículos, rifles, bayonetas y ametralladoras), así como un avanzado sistema de teléfonos y radio transmisores. Esta institución contrarrevolucionaria, según Hodge, era clave para evitar que Corea del Sur cayera bajo el aducido proyecto totalitarista de la República Popular de Corea y los Comités Populares. Además, Estados Unidos calladamente fomentó la organización de jóvenes fascistas en cuerpos callejeros similares a la Juventud Hitleriana (Merrill 57). El mismo espíritu afín al fascismo impregnó la reconstrucción del sistema de tribunales por los militares estadounidenses.
La tercera medida fue la creación de fuerzas militares «propias» de Corea del Sur, al menos en nombre. Ya para octubre de 1945 comenzaron los enfrentamientos entre los Comités Populares y la odiada Policía Nacional de Corea del Sur. Esta última actuaba siempre con el apoyo de las tropas tácticas estadounidenses. Hodge tomó entonces la decisión de crear una fuerza militar surcoreana de apoyo a la Policía Nacional. La región norte de la Península estaba bajo la jurisdicción de la URSS, pero esta no había tomado medidas ni para extender su presencia al sur ni para formar un ejército norcoreano. La creación de un aparato castrense en el sur respondía, pues, únicamente al deseo de Estados Unidos de frenar el impulso revolucionario en ese territorio. La nueva institución militar recibió el nombre de Condestables de Corea del Sur. La cuestión clave era aquí la misma que se planteó con la Policía Nacional de Corea del Sur; es decir, la relativa a quiénes vendrían a integrar las filas de condestables. De nuevo se impuso el principio de excluir coreanos que hubieran luchado en contra de los japoneses. La totalidad de oficiales nombrados eran coreanos que habían luchado en el ahora parcialmente desbandado ejército imperial japonés. La élite militar de la era colonial japonesa fue transferida, sin reservas, a la nueva institución militar. Esto, aunque sus miembros eran culpables de crímenes horribles bajo la colonia y, en particular, durante la Segunda Guerra Mundial.
A fines de 1945 Estados Unidos inauguró la academia de condestables de Corea del Sur. Su currículo estaba enfocado en el uso de tácticas de contrainsurgencia y en la supresión de revueltas civiles. Se daba importancia particular a la aplicación de tácticas bansai para controlar la comunidad entera. Durante mucho tiempo las unidades de la Policía Nacional actuarían en conjunto con las tropas tácticas estadounidenses. Mas, no todo estaba bajo control. Dado que el cuerpo de condestables representaba una institución de nueva creación, fue infiltrada con inteligencia por la izquierda coreana, particularmente fuera de Seúl. Esto resultó de valor durante las numerosas revueltas obreras y campesinas de 1946 a 1948 en Corea del Sur. De todos modos, las fuerzas armadas de Estados Unidos continuaron ejerciendo la comandancia sobre la totalidad de las instituciones represivas en Corea del Sur, incluido el cuerpo de condestables, hasta el 30 de junio de 1949. Es decir, todo lo relacionado a la organización, administración, equipamiento y entrenamiento de la Policía Nacional y las tropas de condestables era responsabilidad del Gobierno Militar estadounidense (Jeong 59).
Sea como sea, el resultado es que, a fines de 1945, el liderato militar estadounidense en Corea del Sur había tomado medidas dictatoriales para reconstituir el aparato estatal de la colonia, en forma y en espíritu: Se restableció el poder de la burocracia colaboracionista con Japón, se confirió un papel privilegiado a la Policía Nacional de Corea del Sur y se pusieron las bases para lo que vendría a ser un cuerpo militar diseñado para combatir a la revolución en curso. Todo era parte de una contrarrevolución desde arriba que pronto descendería con violencia inusitada sobre los «inocentes coreanos».
Insurrección y violencia fascista: Cheju-do
Cheju-do es a Corea del Sur, lo que Vieques es a Puerto Rico. Localizada a 56 millas del extremo suroeste de la Península de Corea, la pequeña isla posee rasgos geográficos, geológicos y sociales deslumbrantes. Además, posee una rica historia de cultura separatista y rebelde. En 1948, Cheju se convirtió en un foco importante de rebelión en contra de la presencia militar estadounidense en Corea del Sur. Aunque Cheju es ahora es un lugar de veraneo de los ricos de ese país, en 1948 Estados Unidos no le perdonó el desplante.
Para 1945, la economía de Corea del Sur preservaba todavía muchos de los rasgos de la estructura agraria del pasado. El agricultor arrendatario era la norma en las principales provincias productoras de arroz y algodón. La industrialización se concentraba en lo que vendría a ser Corea del Norte. Con variaciones mínimas en el grado de desarrollo de la agricultura comercial, las 8 provincias al sur del Paralelo 38 –Chŏlla Sur, Chŏlla Norte, Kyŏngsang Sur, Kyŏngsang Norte, Ch’ungch’ŏng Sur, Ch’ungch’ŏng Norte, Kangwŏn y Kyŏnggi– tenían un gran parecido entre sí: llevaban la marca del subdesarrollo agrícola de exportación. Eran territorios dominados por los latifundios y grandes terratenientes japoneses. La producción agrícola estaba orientada a la exportación de arroz a Japón. La nota discordante la daba la isla de Cheju, también conocida con el nombre de Jeju.
Cheju es todavía hoy un lugar naturalmente paradisíaco. Se trata de una isla de origen volcánico, con un clima agradable y soleado durante todo el año. Mide 44 millas de largo y 25 de ancho. Tiene la forma de un huevo y posee el punto más elevado de Corea del Sur: Halla, un volcán inactivo desde 1007 que se eleva 6,400 pies sobre el nivel del mar y tiene, en su cima, un lago. El volcán Halla posee, además, numerosas cavernas y túneles de lava. Las formaciones volcánicas, playas hermosas y cascadas alucinantes hacen de la isla un lugar de mucho misticismo. Sus prados exuberantes no tienen comparación. De hecho, fueron esas dotes naturales las que conquistaron el corazón de los invasores mongoles en 1273, quienes convirtieron a Cheju en un lugar favorito para el apacentamiento de sus caballos. Los mongoles eran guerreros montados, pero los japoneses no se quedaron atrás en cuanto a visión estratégica. Durante la Segunda Guerra Mundial, el Ejército Imperial de Japón llenó a Cheju de fuertes militares, bases aéreas y un extenso laberinto de túneles y fortificaciones. La población militar japonesa localizada en Cheju a veces superaba el número de habitantes locales (Merrill 65) ¡Tal y sucedía con la marina estadounidense y los viequenses en Puerto Rico para los mismos años!
En lo que toca al desarrollo de comités populares después del colapso del imperio japonés, Cheju era una región particular (Cumings, Origins 344). Contrario a la mayor parte de las provincias de Corea del Sur, la isla no mostraba en 1945 una prevalencia del campesino arrendatario. La mayor parte de los agricultores eran pequeños propietarios independientes. Muchos de los suelos costeros estaban dedicados aún a la crianza de caballos y a la ganadería. Tampoco había monopolios industriales, como los intereses ferrocarrileros que existían por toda la península. Cheju era accesible únicamente por avión o por mar; esto último, mediante un sistema rústico de lanchas. La estructura ocupacional era diversificada en comparación con las demás provincias. Cheju era, y es, famosa por su división natural del trabajo: los hombres cuidan del hogar y de los menores; las mujeres se dedican al buceo. La industria local de mariscos y de algas marinas la efectúan las «mujeres buceadoras de Cheju», quienes no utilizan equipo de sumersión alguno. En justicia no se trata solo de mujeres; las niñas de la isla comienzan a bucear ocupacionalmente a los 10 años. El único instrumento artificial de trabajo es el cuchillo de pesca y recolección de algas. En promedio las mujeres buceadoras de Cheju se sumergen entre 45 y 60 pies de profundidad y permanecen sin respirar de 3 a 5 minutos. Es la combinación de profundidad y tiempo de sumersión lo que las hace únicas. Esta actividad es milenaria en su origen. También es importante mencionar que se trata de una isla poblada mayoritariamente por mujeres. Cheju (Jeju) es el lugar al que la norcoreana Sae-byeok sueña con ir en el episodio 6 de la serie Squid Game, en Netflix.
La cultura general de Cheju es asimismo muy independiente. Quizás como resultado de la herencia mongólica, la población local habla un dialecto no muy fácil de comprender por el resto del país. Eso ayuda a que en la isla prevalezca, desde hace siglos, una mentalidad de inclinaciones separatistas. Dialécticamente, la emigración de trabajadores de Cheju a los centros industriales de Japón, como Osaka, a lo largo del período colonial también influenció la cultura local. La diáspora de la isla absorbió lo mejor del radicalismo y combatividad del proletariado japonés. [Conviene recordar aquí, aunque sea brevemente, que los años de 1917 a 1920 se caracterizaron por grandes movilizaciones de trabajadores, campesinos, estudiantes y mujeres en todo Japón. De particular importancia fueron las rebeliones por el precio del arroz en el verano y otoño de 1918. Estas se extendieron a Corea y las otras colonias formales. La demanda por la democratización del imperio era enérgica, pero fue reprimida terriblemente.] Aun así, el movimiento constante de la población trabajadora de la isla hacia la metrópoli, y viceversa, enriqueció grandemente la cultura política de Cheju. Al caer el imperio japonés en 1945, esa diáspora regresó a la isla en grandes números buscando espacios sociales, políticos y económicos para reconectar con su lugar de origen. La verdadera dialéctica reside, como veremos, en que lo encontró no en la economía local, sino en la lucha revolucionaria (Dixon 108). Otros dos factores determinaron el curso de los comités populares en Cheju. Primero, el tardío establecimiento de los poderes militares y administrativos estadounidenses, debido a la lejanía y aislamiento geográfico de Cheju. Segundo, la rica historia de movimientos de protesta y afirmación cultural (dada la fuerte orientación shamanista de la gente).
El punto es que Cheju devino un lugar propicio para el florecimiento de los comités populares en 1945. Al llegar las tropas tácticas del Ejército de Estados Unidos el 10 de noviembre los organismos populares eran el gobierno de facto de la isla (Cumings, Origins 346). Entre otros aspectos, estaban a cargo de las milicias populares, las agrupaciones juveniles, la administración de las fábricas y la comida. Además, organizaban a nivel de base la educación continuada de las personas mayores, la educación física de la comunidad, el entretenimiento, la prensa escrita y la educación intermedia y elemental. Debido en no poca medida al retorno de la diáspora, los comités populares estaban fuertemente influenciados por la izquierda. Pero, en realidad, colaboraban mucho con la derecha en la administración diaria de la comunidad. La lejanía de Seúl y las limitaciones de recursos tácticos determinaron que el gobierno militar no prestara a Cheju la atención que dio a otras regiones (Cumings, Origins 275). De hecho, en 1946 la isla obtuvo estatus de provincia. Hasta esa fecha había sido parte de Chŏlla Sur. Los comités populares estarían en el poder en la nueva provincia hasta 1948.
Levantamiento campesino en Corea del Sur
Demasiada suerte, según Bertolt Brecht, a veces trae mala suerte. Si bien es cierto que la distancia geográfica mantuvo a Cheju fuera del radar de interés del Gobierno Militar hasta 1948, también es cierto que la población de la isla quedó al margen de los eventos insurreccionales que se propagarían por todas las provincias del área baja de Corea del Sur entre septiembre y diciembre de 1946, o sea, de lo que se conoce como el Gran Levantamiento de la Cosecha de Otoño (Cumings, Origins 351). Estos meses servirían de prueba de fuego del horrible sistema político colonial revivido por Estados Unidos. También, del impulso revolucionario y organizativo de los comités populares a nivel nacional. La movilización de las fuerzas militares estadounidenses, junto a los fascistas, sería el factor clave en la resolución de la disputa.
Las causas inmediatas de los eventos insurreccionales en el otoño de 1946 fueron las decisiones económicas neoliberales tomadas por el gobierno militar estadounidense apenas comenzó el año. En lo que toca a la industria, se promulgaron una serie de leyes antiobreras cortándole el vuelo al recién creado Concilio Nacional de Uniones Obreras de Corea del Sur (Chŏnp’yŏng). Entre otras medidas, se estableció el taller cerrado en todas las factorías, se estableció una Junta Nacional de Mediación y se instituyó el arbitraje compulsorio en la solución de disputas entre trabajadores y administradores de las empresas. También se prohibió la posesión y toma de empresas por las uniones, así como las huelgas. Todo el capital expropiado de capitalistas japoneses pasaría al Gobierno Militar, como fiduciario de los futuros empresarios coreanos.
El 23 de septiembre de 1946, más de 8,000 obreros de los ferrocarriles se lanzaron a la huelga en Pusan, provincia de Kyongsang Sur. El paro no tardó en extenderse a Seúl y el resto del país. También los obreros de las impresoras, servicios de electricidad, telégrafo y correos se unieron a la protesta. Con el apoyo de miles de estudiantes, estas acciones dieron paso a un paro general (Cumings, Origins 352). El Concilio Nacional de Uniones Obreras logró movilizar un cuarto de millón de trabajadores. Los reclamos de la huelga general eran tanto reformistas como revolucionarios. En términos de reformas, se demandaba un incremento en las raciones de arroz disponibles a la población, mejores salarios, ocupación y comida para las personas indigentes y para la diáspora en retorno, mejores condiciones de trabajo y el derecho a formar uniones. En términos de revolución, se pedía una nueva ley obrera democrática similar a la que acababa de ser implementa en Corea del Norte, la libertad de todos los prisioneros políticos y el fin del terror fascista. Por último, se exigía la transferencia de todo el poder a los comités populares, pues muchos trabajadores de los ferrocarriles eran de orientación izquierdista. A fines de octubre, el paro general se tornó violento y hubo enfrentamientos de miles de trabajadores con la Policía Nacional de Corea y los rompehuelgas.
En lo que concierne a política agraria, el Gobierno Militar introdujo una serie de medidas entre 1945 y 1946 que resultaron desastrosas para el consumo de arroz por la población surcoreana. Durante la cosecha de 1945 se eliminaron todos los controles a la venta y especulación con el arroz. Este adquirió enseguida un precio exorbitante. Entre febrero de 1946 y fines de año, los precios se triplicaron. El Gobierno militar revirtió entonces al sistema económico de la era colonial, en que la policía, junto a los terratenientes y jueces, controlaban la extracción de arroz y su distribución entre la gente. Esto no detuvo ni la inflación ni las especulaciones con la exportación de arroz. La agricultura cayó en una crisis profunda. Más de un millón de personas quedaron desempleadas, particularmente en las provincias arroceras. Muchos de los desempleados eran coreanos que habían regresado después del colapso del imperio japonés. Al profundizarse la crisis, la Policía Nacional Coreana se hizo cargo de todo lo relacionado con la extracción y distribución racionada del arroz. Los gendarmes utilizaban las golpizas y el terror para obtener mayores cantidades de arroz de la población. El grano era luego exportado a Japón por especuladores.
La insurrección campesina de 1946 en Corea del Sur comenzó, de todos los posibles eventos, con una marcha de niños hambrientos el 1 de octubre pidiendo un incremento en la ración de arroz en Taegu, Kyongsang Norte. Para vergüenza y deshonor del gobierno militar de Estados Unidos, la policía colonial respondió con violencia (había presencia de militares estadounidenses). Una persona murió. Al día siguiente el mayor John Plezia, destacado en Taegu, ordenó la dispersión de miles de manifestantes en las calles del pueblo. La respuesta no se hizo esperar. Ese mismo día comenzó el patrón de insurrección campesina que se extendería por toda la provincia. Además, se difundiría también en las provincias colindantes. Duró tres meses.
La dinámica de masas era siempre la misma y consistía en los siguientes actos: la toma y destrucción de cuarteles de la policía, el ajusticiamiento de agentes y funcionarios con historial de actos represivos, la toma y destrucción de oficinas del gobierno, el saqueo de propiedades y negocios de los antiguos colaboradores japoneses (ahora empleados por los militares estadounidenses), la apropiación de almacenes de arroz y su distribución entre la gente, la destrucción física y económica de la clase terrateniente y la exigencia del reconocimiento de los comités populares. El general Hodge, a cargo de toda Corea del Sur, reconoció de entrada que el gobierno colonial se desplomaba en la provincia y movilizó las tropas tácticas estadounidenses. Taegu se llenó de tanques y soldados de Estados Unidos. Se decretó la ley marcial por el Gobierno Militar, y este se hizo cargo de dirigir las operaciones de parar la insurrección en toda la provincia. Aunque la gente solo contaba para sus acciones con varas de bambú, lanzas, instrumentos de labranza y garrotes, tenían que enfrentase a la Policía Nacional de Corea y a los soldados de Estados Unidos, todos bien armados y con vehículos militares.
El 7 octubre la insurrección se extendió a la provincia de Kyŏngsang Sur, donde la violencia represiva comenzó a cobrar más vidas de manifestantes. Esto, porque en esta provincia la insurrección abordó temas políticos que tocaban a la presencia militar estadounidense en Corea del Sur. Por ejemplo, se pedía que el Gobierno Militar dejara de ser un instrumento de la clase terrateniente y de los especuladores. La solución para la gente era que se llevara a cabo una revolución agraria similar a la ocurrida en Corea del Norte. Pero el general Hodge declaró que las manifestaciones eran parte de un complot comunista internacional. Así, Estados Unidos continuó con las masacres de campesinos. El movimiento insurreccional adelantó entonces cuatro demandas: 1) la independencia de la Península de Corea, 2) la transferencia de todo el poder al pueblo, 3) reforma agraria y 4) un alto a la recolección forzada de arroz.
Las mismas demandas se repitieron pocos días después en la provincia de Ch’ungch’ŏng Sur, pero ahora más politizadas. En este caso las manifestaciones pedían la abolición del Gobierno Militar Estadounidense, la transferencia de todo el poder a los Comités Populares, la promulgación de leyes obreras y agrarias similares a las de Corea del Norte y un alto a las políticas arroceras de Estados Unidos y sus aliados terratenientes.
El carácter de clase de la insurrección se afinó todavía más en las provincias de Ch’ungch’ŏng Norte y Sur. Bajo los auspicios del Gobierno Militar estadounidense y la Policía Nacional de Corea, entraron ahora en acción bandas de fascistas armados para enfrentar a los trabajadores y campesinos. Por su parte, los eventos insurreccionales en Chŏlla Sur a fines de octubre parecen calcados de los pasajes de Cien años de soledad en que Gabriel García Márquez habla de la huelga de las bananeras en Macondo. Los informes del Gobierno Militar sobre las matanzas en la provincia hablan del «incontable número de cadáveres de campesinos». Pero aquí también se dio una gran movilización de la clase obrera industrial. Las minas de Hwasun eran de las más grandes en el país. Miles de mineros y sus familias se unieron en apoyo a los Comités Populares. Se declararon en huelga a fines de octubre. A ellos se unieron los trabajadores de las comunicaciones el 6 de noviembre. Comenzaron a nivel local las matanzas por la Policía Nacional y las tropas tácticas estadounidenses.
A principios de noviembre, la clase obrera de Chŏlla Sur llamó a una alianza obrero-campesina. Para ello, organizaron eventos en los campos, mediante el uso de tambores, fogatas y mensajeros. Miles de campesinos de todos los condados respondieron al llamado. Aviones C-47 estadounidenses comenzaron a sobrevolar lugares como Naju, donde se concentraban los obreros y campesinos. El gobierno militar movilizó el 20 de Infantería de Estados Unidos, los condestables y cientos de policías. Hodge tuvo que reconocer que solo la represión sistemática pondría fin a la insurrección. Y eso fue lo que sucedió durante las primeras dos semanas de noviembre de 1946 en Chŏlla Sur. En total, 47 ciudades, pueblos y aldeas, así como dos terceras partes de los condados de Chŏlla Sur, fueron parte del levantamiento (Cumings, Origins 366). Cerca de veinticinco mil personas se movilizaron al llamado de la unidad obrera-campesina.
La insurrección campesina en Corea del Sur duró tres meses. Fue derrotada por la contrarrevolución militar y policíaca. Desafortunadamente, los eventos en las diferentes provincias no lograron sincronizarse. De todos modos, sin la intervención violenta de Estados Unidos, y su apoyo táctico a la Policía Nacional, habrían triunfado los revolucionarios de Corea del Sur, como sucedió en el norte de la península. Este fue casi el final del intento de crear un gobierno propio por los Comités Populares y las masas campesinas y trabajadoras de las provincias industriales y agrícolas de Corea del Sur. Faltaba Cheju. Todo esto, interesantemente, a cuatro años de iniciarse la guerra convencional en la Península…
Rebelión y masacre en Cheju, 1948
Resulta fascinante que Cheju, la isla desatendida por el gobierno militar estadounidense, con una cultura isleña y separatista, fuera la que arriesgara todo por adelantar principios de emancipación universales, concernientes a toda la Península. El 1 de marzo de 1947, los Comités Populares de la isla llamaron a una marcha pacífica en remembranza de la Proclama de Independencia de 1919. Ese día, veintiocho años antes, cerca de un millón de habitantes de toda Corea respondieron al llamado de intelectuales y líderes de Seúl y Pyongyang para reclamar la independencia de la nación (Gi-Wook & Moon). La efeméride se conoce como el Día de Sam-il. Japón respondió en 1919 con una represión violenta. Cerca de 8,000 personas murieron a manos de la policía y otras 46,000 fueron arrestadas. Ryu Gwan-Sun, una joven estudiante de 17 años de edad, se convirtió en símbolo de ese evento, después de que el gobierno imperial japonés la arrestara, torturara y matara a golpes en la prisión. La lucha pacifista del pueblo coreano en 1919 vendría a influir las aspiraciones emancipadoras de otros países, como China, Filipinas y Egipto en la década de los veinte. Se le conecta también con el origen del pacifismo de India. Ahora, en 1947, más de 20,000 habitantes de Cheju marcharon en repudio a la formación de un gobierno provisional separado para Corea del Sur. Estados Unidos respondió tal y como Japón había hecho en 1919. Ordenaron que la Policía Nacional de Corea del Sur disparara en contra de la manifestación (Dixon 109). Seis personas murieron el 1 de marzo de 1947. Nueve días después, se organizó otra protesta pacífica y el Gobierno Militar actuó de la misma manera, disparando en contra de la manifestación. Tres de los manifestantes arrestados el 10 de marzo de 1947 murieron a manos de torturadores estadounidenses y coreanos que nunca fueron procesados. Fue ahí que el Gobierno Militar extendió el gobierno colonial fascista a Cheju: removieron nativos de Cheju de la unidad local de la Policía Nacional de Corea del Sur, trajeron gendarmes anticomunistas de Seúl y forzaron la renuncia del gobernador local. Además, removieron a los simpatizantes del Partido Laborista de Corea del Sur de todas las funciones administrativas en la isla y, bajo el auspicio del Ejército de Estados Unidos, movilizaron al Grupo de Jóvenes del Noroeste (Sŏpuk), una organización compuesta de cientos de fascistas emigrados de Corea del Norte, para que ejercieran las mismas. En adelante, pandillas de criminales asociadas a este grupo controlarían el racionamiento del arroz entre la población de la isla, ejercerían poderes policíacos dictatoriales, incluida la supervisión de las cárceles, y darían palizas a habitantes arbitrariamente identificados como simpatizantes del comunismo. Lo que vendría después es una horrible masacre de civiles que fue instigada, coordinada y facilitada por el Ejército de Estados Unidos.
La noche del 3 de abril de 1948, las flamas en el volcán Halla eran visibles a la distancia. Pero no se trataba ahora de una erupción de la montaña inactiva desde 1707. Las llamaradas tenían un origen social: miles de campesinos de Cheju encendieron fogatas en las laderas del volcán para proclamar el inicio de una insurrección armada en contra del Gobierno Militar estadounidense y su engendro fascista. Querían rescatar la aspiración, frustrada por Estados Unidos, de una Corea independiente y unida. No una Corea del Sur y una Corea del Norte, sino una Corea Peninsular libre y soberana.
Lo que se conoce como la Rebelión del 3 de abril en Cheju 1948 tuvo una duración de casi doce meses. Fue una gran guerra campesina bajo un gobierno militar impuesto a la fuerza por Estados Unidos. Los detalles del levantamiento, no obstante, constituyen uno de los secretos más celosamente guardados de la historia moderna. Por cincuenta años, el gobierno de la República de Corea del Sur, aliada fiel de Estados Unidos, prohibió que se mencionara nada de lo sucedido en la isla. Las penalidades eran la tortura y el encarcelamiento (Dixon 106). No es de extrañar que así fuera, pues la Rebelión de Cheju resultó en la muerte de entre 30,000 y 80,000 civiles inocentes a manos de tropas militares y grupos fascistas comandados por el Ejército de Estados Unidos. Lo primero equivaldría al menos al 10% de toda la población local en ese año; lo segundo, a una cuarta parte. Además, cerca de 50,000 personas huyeron, de todos los posibles sitios, a Osaka, Japón (Cumings, Korean 121). No fue hasta el año 2000, bajo la administración del expresidente Kim Dae-Jung y la Primera Comisión de Verdad y Reconciliación, que comenzaron a salir los detalles sobre las horribles masacres cometidas en ese país antes y después de 1950. Las investigaciones de la Comisión concluyeron que lo sucedido en Cheju fue una «violación de derechos humanos por la autoridad pública» (Suh Hee-Kyung 42). Miles de descendientes de las víctimas de los eventos de Cheju pudieron por primera vez expresarse en público y apuntar con el dedo a los culpables. Los informes y declaraciones de la Comisión están accesibles en inglés para quien quiera verlos (USIP 2012). Además, la Universidad de Mujeres de Ewha en Corea del Sur realiza estudios continuados sobre el tema, pues se trata de un proceso aún abierto en lo que toca a la responsabilidad de Estados Unidos. Recientemente, el gobierno de Corea del Sur admitió su culpabilidad en la comisión de las atrocidades (Jae-Jung 1-18). Falta que lo haga el gobierno norteamericano. Ni la URSS ni Corea del Norte tuvieron parte alguna.
De acuerdo con los Comités Populares, la insurrección armada de abril de 1948 tenía dos propósitos. Primero, defender a los habitantes de Cheju de la represión por parte de los militares estadounidenses, los grupos fascistas y la policía. Segundo, impedir que se celebraran las elecciones programadas para el 10 de mayo de 1948 en Corea del Sur. En realidad, los Comités Populares de Cheju no se oponían en principio a los procesos electorales. No había discusión aquí sobre conveniencia de la vía armada vs. la electoral. El problema es que la consulta electoral del 10 de mayo de 1948 fue diseñada por Estados Unidos para consolidar la división de la península en dos países separados, así como el control estadounidense sobre la parte sur. O sea, buscaba derrotar el sueño de los coreanos de una nación completamente unida e independiente, lo que suponía la reunificación como meta fundamental. Los Comités Populares se envolvieron en una lucha política por un gobierno unido (Jeong 41). Es obvio que entre las dos causas de la insurrección armada existía una relación estrecha, pues la protesta pacífica del 1 de marzo de 1947 rescataba la visión de una Corea libre y unida, lo que había sido el fundamento de la Proclama de Independencia de 1919. Por eso fue reprimida con violencia. La decisión unilateral de Estados Unidos de convocar a elecciones solo en Corea del Sur, sin embargo, vincula lo sucedido en esa parte de la península a procesos que van más allá de Cheju y hasta de todo el país. En los meses iniciales de 1947 Estados Unidos anunció el inicio de la Guerra Fría en contra de la URSS (McDonald 13). Corea del Sur se convirtió, además, en una pieza clave para las estrategias del gran capital multinacional estadounidense en Japón y toda Asia (Mandel 63). Finalmente, en el interior de Estados Unidos la sobreacumulación de capital privilegió la inversión en armamentos como estrategia dominante en la postguerra. Eran tiempos de una profunda reagrupación de los intereses corporativos en este país. Aquí, por infortunio, no podemos detenernos en la evaluación de todos los factores que caracterizaron este período. Para el tema que nos interesa, lo que hay que destacar es lo siguiente. En lo que se conoce como la Conferencia de Ministros Exteriores de 1945 en Moscú, se acordó resolver la situación de la presencia militar extranjera en Corea mediante la creación de un gobierno provisional que abarcara toda la península y existiera bajo una administración fiduciaria de las Naciones Unidas. El fideicomiso duraría por cinco años, al final de los cuales llegaría la independencia plena de la nación intervenida. Ya vimos, sin embargo, que entre 1945 y 1947 Estados Unidos buscaba, por motivos económicos y políticos, una ruptura de su vieja alianza con la URSS en Asia. Fue así que, en octubre de 1947 los estadounidenses le propusieron a la Asamblea General de las Naciones Unidas elecciones para crear una asamblea nacional coreana. La URSS y Corea del Norte, como Estados Unidos contemplaba, se opusieron. La propuesta comunista consistía en el retiro inmediato de las tropas extranjeras en la península, seguido por el establecimiento de un gobierno provisional autónomo. Los estadounidenses hicieron claro, a partir de ese momento, su plan de llevar a cabo elecciones separadas en Corea del Sur y establecer lo que vendría a conocerse como la República de Corea. A nadie, excepto a los ultraderechistas del país, le gustó la idea de las elecciones separadas que impulsaba Estados Unidos. Syngman Rhee, un político de la derecha ultrafascista, era el candidato del Gobierno Militar. La oposición a través de toda Corea del Sur era generalizada. La derecha moderada y la izquierda se resistían. Se anunció un plan para impedirlas. Estados Unidos militarizó el proceso de consulta. Los habitantes de las montañas de Cheju, conscientes del comportamiento de Estados Unidos durante el levantamiento del otoño de 1946 en las provincias litorales del sur de la península, optaron por dar el primer golpe (Merrill 63).
La respuesta de Estados Unidos al levantamiento del 3 de abril de 1948 no se hizo esperar. El 5 de abril se organizó el Jeju Emergency Defense Command, organismo a través del cual los militares estadounidenses establecerían y dirigirían un plan operacional para destruir la insurrección. La comandancia estaría en manos del gobierno militar estadounidense, pero todo sería implementado por los condestables y la Policía Nacional de Corea del Sur. Cerca de 2,000 policías arribaron para servir de refuerzo a los cuarteles locales en Cheju. Tan pronto como el 10 de abril comenzó la movilización de soldados hacia la isla. También se facilitó el arribo de 800 miembros de los Jóvenes del Noreste, el grupo fascista que venía operando, bajo la tutela estadounidense, desde los levantamientos campesinos de 1946. Esta organización de gusanos del norte cumpliría el papel de vanguardia en las acciones en contra del levantamiento popular (Jeong 63). El gobernador militar de Corea del Sur, mayor general William Dean, ordenó el equipamiento de los condestables con armas modernas para las operaciones punitivas en contra del alzamiento. Junto a otro batallón de gendarmes (800 soldados), trasladaron aviones de reconocimiento y barcos de la Guardia Costanera de Corea del Sur. Se suspendió el transporte marítimo no militar. La isla fue bloqueada por un destructor y un crucero de guerra. El general Hodge declaró que la insurrección de Cheju, ahora llamada por él la «isla roja», era parte de un plan comunista para dominar el país entero. Incluso inventó historias de desembarcos soviéticos. Todo estaba listo para llevar a cabo las elecciones del 10 de mayo que quería Estados Unidos.
Dos semanas antes de las elecciones, ocurriría un acto criminal que volvería repetirse una y otra vez entre la insurrección de Cheju y el 23 de septiembre de 1950. Se trata de la masacre de un poblado de civiles por tropas comandadas por Estados Unidos, con el solo propósito de fabricar un caso en contra de las guerrillas. El 1 de mayo de 1948 fuerzas de la «operación punitiva», comandadas por oficiales estadounidenses, no solo dispararon en contra del poblado indefenso de Ora-ri, sino que lo incendiaron para quemarlo. La unidad de Comunicaciones del Ejército de Estados Unidos grabó la masacre. Titularon la cinta May Day, un documental que les sirvió para justificar las operaciones terroristas. Al final de la insurrección, el Gobierno Militar habría comandado la destrucción total de 230 poblados de los 400 existentes en Cheju el 3 de abril de 1948 (Dixon).
Las elecciones del 10 de mayo de 1948 se llevaron a cabo en Corea del Sur bajo un clima de total vigilancia por parte de los militares, la Policía Nacional y los grupos fascistas. Por todo el país, la gente reaccionó destruyendo centros de votación, atacando funcionarios del gobierno y con protestas. Tropas de Estados Unidos intervinieron directamente para garantizar el proceso electoral. Cheju y la provincia de Kyŏngsang Norte fueron las más activas y violentas en términos de la oposición.
Cuando Kim Tal-Sam, un maestro de matemáticas originario de Cheju, y 500 guerrilleros descendieron del volcán Halla el 3 de abril de 1948, nadie tenía idea de la violencia desproporcionada que desplegaría Estados Unidos a través de la Policía Nacional, los condestables y los bandidos fascistas. Aproximadamente 3,000 campesinos se unieron esa madrugada al grupo guerrillero y marcharon a la costa norte de Cheju. La mayoría venía armada de espadas, hoces de labranza, lanzas de bambú, bombas caseras, palas y picos. Menos de la mitad de los guerrilleros tenía rifles japoneses (de calidad inferior a los estadounidenses). En la guerrilla dominaban estudiantes influenciados por círculos de estudios de marxismo de la época colonial japonesa. El objetivo inmediato era apoderarse de 10 cuarteles policiales. Las guerrillas se impusieron con facilidad. Ese día murieron 34 personas, entre policías, fascistas y miembros de la insurrección. Kim Tal-Sam insistió en que no se provocara a las tropas estadounidenses en la isla. También estableció una distinción clara entre los miembros de la Policía Nacional y los condestables, pues entre estos últimos había simpatizantes de la insurrección. De paso, bautizó a sus tropas con el nombre de Ejército Popular de Liberación (EPL). El 17 de abril de 1948 ocurrió la primera gran confrontación entre el EPL y la policía. Las guerrillas prevalecieron de nuevo y organizaron Tribunales Populares, en los que las mujeres actuaban de verdugas de los policías, pues ellas eran las que «más habían sufrido a manos de las fuerzas represivas» (Merrill 68). De hecho, la lucha adquirió un matiz interesante el 29 de abril, cuando una compañía de condestables se unió a la insurrección, se apoderó de una armería y atacó a un destacamento de policías y fascistas. Después de ajusticiar a los policías y maleantes fascistas, la compañía de militares alzados se fue para las montañas a unirse a las guerrillas. El gobernador de la isla abandonó su puesto y fue proclamado líder del Comité Popular de Lucha. Poco después llegó a Cheju otro batallón de condestables no oriundos de la isla. Faltaban apenas 11 días para las elecciones.
Pues bien, gracias a la intervención directa del Gobierno Militar estadounidense, las elecciones del 10 de mayo de 1948 fueron un éxito en casi todas las provincias de Corea del Sur. Cheju fue de nuevo la gran excepción. Allí fue un fracaso total. El gobernador militar Dean optó entonces por una mano más dura, como pasa siempre que Estados Unidos sufre una derrota. Las costas de la isla de Cheju estarían en adelante totalmente controlada por destructores de la marina estadounidense. ¡Para derrotar una guerrilla armada de palas, picos, rifles viejos y herramientas de labranza! La meta era arrestar indiscriminadamente a toda la población en par de días y realizar una segunda elección «libre de interferencias» el 23 de junio de 1948. Para ello, asignaron al coronel Rothwell Brown, del 20 Regimiento de la Sexta División del Ejército de Estados Unidos. Brown era lo que algunos sociólogos llaman un filofascista, o sea, alguien que no practica directamente el fascismo, pero gusta que otros lo hagan. Un verdadero voyerista del dolor humano. Él estaría a cargo de supervisar a los condestables y a la Policía Nacional en la obra de arrestar y controlar físicamente a los 300,000 habitantes de Cheju. Bueno, y de matarlos también (Jeong 53).
El 22 de mayo de 1948 se puso en efecto el plan «pacificador» del coronel Brown. Este era, en esencia, era un refrito de las estrategias de contrainsurgencia empleadas por el Ejército Imperial Japonés en la era colonial. De hecho, Brown reclutó antiguos oficiales y soldados imperiales y los trasladó a Cheju. Además, estaba la Policía Nacional Coreana, cuyos oficiales y agentes habían sido parte de las antiguas fuerzas represivas japonesas. La estrategia, calcada de la empleada por los militares japoneses en Manchuria, tenía tres fases. La primera consistía en crear caseríos herméticamente rodeados de murallas de piedras. Nadie podía salir ni entrar, salvo los gendarmes. La policía se hacía cargo de mantener la gente adentro. Es decir, eran campos de concentración. La segunda fase radicaba en ataques masivos a los campamentos de guerrilleros en las montañas. Los condestables, junto a la Policía Nacional y los grupos fascistas, efectuaban los mismos. Los acantonamientos de las guerrillas eran detectados por aviones de reconocimiento pilotados por estadounidenses. También se quemaban las aldeas campesinas, y sus habitantes, en particular los varones mayores de 10 años, eran relocalizados a las aldeas herméticas. En la tercera fase se establecían centros de interrogación para identificar guerrilleros y sus simpatizantes (Merrill 86). Los condestables, junto al Cuerpo de Inteligencia del Ejército de Estados Unidos, hacían los interrogatorios (Jeong 58). Miles de personas fueron interrogadas a partir del 23 de mayo. El Gobierno Militar ordenó que se detuviera la recolección y distribución de comida. Aun así, la estrategia no daba resultado. La gente seguía del lado de la insurrección armada. El 10 de junio de 1948, el coronel Brown a regañadientes emitió la Orden No. 22, que posponía indefinidamente las elecciones.
¿Para qué fue eso? Brown se enfureció aún más y ordenó lo que, en lenguaje contrainsurgente, se conoce como Scorched Earth Tactics, o sea, guerra total o matar a tutiplén. Colocó batallones de soldados en las cuatro costas de Cheju, y ordenó que marcharan en paso sincronizado hacia el volcán Halla. Los militares estadounidenses se encargarían de interrogar a quienes trataran de huir del cerco. Ahí empezaron de verdad las muertes y la destrucción. Un total de 39,285 casas en las montañas fueron demolidas por los batallones de militares. Y no se podía emigrar porque te esperaban los interrogadores de la inteligencia estadounidense.
La insurrección armada de Cheju cobró un segundo aire con la Rebelión de Yosu el 19 de octubre de 1948, provincia de Chŏlla Sur. Esta fue una rebelión de varios regimientos de condestables que habían recibido órdenes de embarcar para Cheju a realizar operaciones de contrainsurgencia (Cumings, Korean 131; Merrill, 98). Los condestables se rehusaron a montarse en los barcos. La insubordinación dio paso a un levantamiento que enseguida se regó por el cono sur de la península. La Rebelión de Yosu es un capítulo importante de lo sucedido en Corea del Sur antes del 23 septiembre de 1950, fecha del discurso de Albizu. Aquí solo nos limitamos a mencionar el evento. En realidad, lo sucedido allí no fue sino una repetición, en tierra firme, de lo que ya había acontecido en Cheju. Estados Unidos se hizo cargo de sofocar la rebelión, comandando todas las operaciones de los condestables leales al gobierno, la policía y los esbirros fascistas. Y matando mucha gente. De nuevo impusieron el terror.
En lo que toca a la insurrección armada en Cheju en 1948, no obstante, hay admitir que la naturaleza se encargó de dar el golpe de gracia a las guerrillas. No había modo en que estas pudieran sobrevivir el invierno sin suministros regulares y objetivamente desconectadas de las comunidades. Además, el nivel de violencia desatado por el Gobierno Militar estadounidense dejó atrás todo lo que esta isla había sufrido bajo el imperio japonés. Hombres, mujeres, infantes y personas de edad avanzada fueron torturadas y asesinadas en masa. Para marzo de 1949, la insurrección perdió su impulso. El 10 de mayo de 1949 se celebraron las «elecciones libres» que quería Estados Unidos.
Ahora bien, si lo que el coronel del Ejército de Estados Unidos Rothwell Brown quería era ser recordado por sus acciones de contrainsurgencia en la isla paradisiaca, la verdad es que lo logró. Tan reciente como el 17 de octubre de 2017, grupos civiles de derechos humanos de Cheju (Jeju) exigieron públicamente una disculpa del gobierno de Estados Unidos por las masacres de 1948 en la isla. Además, pidieron una investigación por las Naciones Unidas y compensación por las pérdidas de vidas humanas. Según el parte de prensa publicado en The Korean Herald, las organizaciones cívicas denunciaron que «Colonel Rothwell H. Brown played a critical role in escalating tensions on post-war Jeju that ultimately led to a mass murder». O para decirlo en las palabras de Albizu Campos, que las acciones de este fascista estadounidense llevaron al asesinato en masa de «inocentes coreanos» …
Llorar Corea
Apenas dos semanas antes de que Albizu campos pronunciara su discurso del 82 aniversario de Grito de Lares, MacArthur preparaba el terreno para el gigantesco desembarco en Incheon, al este de Seúl. Antes de la incursión, el megalómano general ordenó que la islita de Wolmi, localizada a un kilómetro del lugar de desembarco, fuera bombardeada con napalm. El 10 de septiembre de 1950, la población de Wolmi despertó con el estruendo de 43 aviones de Estados Unidos volando a baja velocidad y saturando el poblado con 95 bombas del agente químico. Los pobladores, en ropa de dormir, hicieron todo lo posible por alertar a los aviones de que estaban bombardeando civiles, pero no les hicieron caso. Decenas de personas murieron. Después del desembarco del 15 de septiembre, el Ejército de Estados Unidos niveló el terreno a ras con bulldozers, eliminando todo rastro de la historia de Wolmi. Por lo menos, eso es lo que dice la Comisión de Verdad y Reconciliación creada por el gobierno de Corea del Sur en el año 2005. Los descendientes de las personas masacradas por el Ejército de Estados Unidos el 10 de septiembre de 1950 reclaman hoy compensación por la violación de los derechos de sus familiares (South Korea Says U.S. Killed Hundreds of Civilians, New York Times, 8/3/2008). La verdad, sin embargo, es que el asesinato masivo de coreanos inocentes por Estados Unidos apenas se iniciaba cuando Albizu pronunció su discurso en Lares.
El 25 de septiembre de 1950 tropas estadounidenses cruzaron el río Han para «retomar» a Seúl. La ocupación de la ciudad tardaría más de tres días en completarse. No es fácil narrar lo que efectivamente sucedió allí. Es cierto que para fines de septiembre no había censura militar oficial, pero MacArthur mantenía un control estricto de la información y los partes de prensa. Las principales agencias de publicaciones de Estados Unidos tenían acceso casi directo al general, solo si no lo contrariaban. Había mucho miedo a su ira. Y mucho temor a lo que se decía. No solo era la época del Macartismo, sino que el 23 de septiembre de 1950, el mismo día del discurso de Albizu Campos, el Congreso de Estados Unidos aprobó lo que se conoce como la McCarran Internal Security Act, que proveía para la detención preventiva de comunistas en el país (U.S. Statutes at Large, 81st Cong., II Sess., Chp. 1024, p. 987-1031). Durante los meses de junio a diciembre de 1950, libres de censura oficial, una cosa era lo que pasaba en el frente de batalla y otra lo que se publicaba. Hablar mal del comunismo era importante para avanzar en la carrera de periodista. Hollywood se plegó a ese control, particularmente por el tema de la bomba atómica, que en 1953 resultaría en la ejecución de Ethel y Julius Rosenberg. MacArthur siempre mantuvo un séquito de periodistas fieles. La fidelidad ciega al general era la puerta para obtener un mínimo de información y prebendas en la labor de prensa. Estar fuera de su círculo de confianza podía costar mucho. Se publicaban muchas mentiras. Así surgirían, con respecto a Corea, dos historias: la oficial, llena de falsedades, y la verdadera, de la cual se conoce poco. Nunca se ha mentido oficialmente tanto sobre un conflicto militar en que Estados Unidos haya participado. De hecho, hay libros enteros sobre el tema de la fabricación de mentiras sobre la Guerra de Corea entre 1950 y 1953 (Casey 2008).
En 1951, sin embargo, se publicó en Londres el primer libro crítico de las tropas estadounidenses y la Guerra de Corea. El autor era Reginald William Thompson corresponsal de guerra de la revista Sunday Times en Inglaterra. Thompson había cubierto el frente de batalla europeo desde el desembarco en Normandía hasta la rendición de Hitler. Previo a su labor de periodista, fue un agente de la inteligencia británica, a lo James Bond. La inmensa mayoría de los periodistas que reportaron los eventos de la Segunda Guerra Mundial había cambiado de profesión para 1950. La moda era ahora trabajar en la radio o la televisión. Thompson, con una curiosidad periodística innata, decidió en 1950 dar una última ronda en Asia. Llegó a Incheon el 17 de septiembre de 1950, dos días después del desembarco. Estuvo en el frente batalla hasta finales de diciembre, o sea, durante los meses de aducida libertad de reportar. Vio la toma de Seúl, así como la gran derrota de decenas de miles de marines en Chongchon. La idiosincrasia de Thompson era muy particular. No era partidario del comunismo. Se consideraba sobre todo un liberal de inclinaciones individualistas. Pero siempre colocó la labor del periodismo en un pedestal. Él no estaba allí, y así lo dice en su libro, para confeccionar falsas historias con adjetivos inflados. Tampoco, para depender de los comunicados estandarizados del mando militar. Sus ojos y oídos eran sus instrumentos de informar. Ese era para él el verdadero periodismo de guerra.
Al leer los reportajes de Thompson sobre la toma de Seúl por las tropas estadounidenses no puede uno sino recordarse de periodistas como Hemingway o el fabuloso John Reed. Su libro era, en realidad, el cuaderno de notas sobre lo que vio y vivió personalmente en Corea. Thompson, por supuesto, no estaba en el círculo de confianza de MacArthur ni quería estarlo. Se paseó por el frente de batalla como Reed hizo en la Rusia zarista o en México, mezclándose con las tropas y la gente, durmiendo en el suelo las más de las veces, pasando frío y hambre y, ante todo, sin participar de las operaciones castrenses. Contrario a muchos periodistas estadounidenses en Corea del Sur, no andaba armado ni listo para matar al «enemigo». Se la jugó fría, podríamos decir, con una suerte envidiable. Sobre todo, Thompson tenía una gran empatía frente al sufrimiento humano. Hasta en eso se parecía a Reed. No solo se rehusaba a la idea de matar personas gratuitamente, sino que se negaba a hablar de los coreanos, amigos o enemigos, en el lenguaje insultante que era característico de la prensa comercial y de las tropas estadounidenses. Tenía asimismo otros dos rasgos que distinguen el buen periodismo del malo. Escribía bien y poseía una cultura literaria impresionante. Ambas cualidades estaban reflejadas en su libro. Su capacidad descriptiva era significativa, como todo buen cronista de la vida real. La combinación de estos factores mencionados, llevó a Thompson a conferirle el protagonismo de la historia no a los militares, sino al pueblo coreano. Por eso el título de su libro era Cry Korea.
Llorar a Corea quizás sería una traducción acertada del título de Thompson, pues el libro es una invitación a que el lector o lectora se acerque a la Guerra de Corea al margen de las falsas historias de honores y gloria de los militares estadounidenses. Hay en él un rechazo a la literatura de guerra para entretenimiento. Y es que, en lo que Thompson vio en el conflicto de Corea del Sur, desde el desembarco en Incheon hasta la brutal derrota de los marines en Chongchon y Changji, había poco de honor y gloria para Estados Unidos y sus tropas. Su sentir era de pena y vergüenza ajena por lo que allí sucedía. En este escrito nuestro, la narración no pasa de la cobertura que hizo Thompson de la toma de Seúl en la última semana de septiembre 1950.
La primera impresión que se llevó Thompson de la ciudad de Seúl fue la de un cuerpo postrado en el suelo, inerme y a punto de expirar por la andanada gigantesca de golpes recibidos. En los pocos instantes en que se interrumpía el bombardeo de la artillería estadounidense, la ciudad permanecía en completo silencio. No había respuesta alguna a la ofensiva descomunal. Thompson se impresionó, sin embargo, con la chispa de vida inmanente que todavía emanaba de Seúl, como si la urbe buscara expandirse una vez más antes de morir. En efecto, no había un ejército enemigo en el lugar, como aducían los comunicados de prensa oficiales. Se trataba, como en Cheju, de una milicia campesina «casi desarmada», a la que la imagen de un ejército organizado le quedaba grande (Thompson 59). Lo que no les faltaba a esos campesinos «casi desarmados», según él, era valor para seguir luchando. Seúl, que pocos días atrás había contado con una población de casi un millón de personas, estaba casi desierta y era custodiada por un grupo desorganizado de estudiantes, civiles y comunistas recalcitrantes. El grupo que le hizo frente a los 80.000 marines de Estados Unidos no pasaba de 3.000 a 10.000 combatientes. Armas, lo que se dice armas, no tenían. Solo contaban con rifles viejos, carabinas y morteros. Quizás al principio tuvieron una docena de tanques de fabricación soviética, pero estos fueron prontamente destruidos, como todo en Seúl, por el incesante bombardeo. Las bombas de los defensores de la ciudad eran de fabricación casera y servían de muy poco. Metían cartuchos de dinamita en cajas de madera. Los espacios breves entre bombardeos de Estados Unidos eran empleados por la población de Seúl para huir del lugar. De hecho, antes de que los marines entraran al lugar el 28 de septiembre, cerca de 750.000 personas habían salido despavoridas de la ciudad dejándolo todo atrás. Como cuando se pisa un hormiguero.
La de Guerra de Corea, según Thompson, era un evento militar terrible y deprimente. En ella la muerte del adversario rara vez llegaba como resultado de un enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Él, personalmente, no vio ni uno solo. El procedimiento militar era siempre el mismo, desde Incheon a Kimpo y de ahí a Seúl. Antes de que los marines dieran un solo paso en el frente de batalla, la artillería y los bombardeos aéreos destruían los poblados, los barrios y las estructuras físicas. Si sonaba tan siquiera un tiro de escopeta, los soldados salían a refugiarse tras los tanques y pedían refuerzos. Venía entonces otra oleada indiscriminada de bombas de la artillería y de los aviones estadounidenses. Entretanto, los marines se dedicaban a mascar chicle y comer con una glotonería insaciable. Cada porción de terreno «rescatada» del enemigo se llenaba, según Thompson, de cajas de pertrechos y alimentos. Se creaban montañas de cajones de alimentos por todas partes, que desaparecían y eran recreadas una y otra vez. Los alimentos se repartían copiosamente entre los soldados en envases de metal: vegetales, agua. carnes, pan, mantequilla y jamones. El paso de las tropas podía registrase con facilidad, simplemente por la estela de basura que quedaba atrás.
El día 25 de septiembre de 1950 la división de marines que comandaba el coronel Puller cruzó el río Han en el embarcadero de Yongdung-po, y se acercó a Seúl a través de los suburbios de la ribera de la ciudad. Thompson no pudo escapar a una sensación de falsedad que le resultó perturbadora. Los gigantescos vehículos militares estadounidenses avanzaban por el laberinto de callecitas destrozándolo todo, los huertos, las casas de madera y los tendidos de electricidad. Para los marines la destrucción resultaba entretenida. Se sintió, en sus palabras, testigo de un «mad, senseless journey of wanton destruction» (Thompson 69). Pudo ver, además, algo que sería característico del Ejército de la República de Corea del Sur, aliada de Estados Unidos: prisioneros desfilando completamente desnudos y forzados a mantener las manos en la cabeza. Era una humillación racial indignante. Entre las columnas de presos, había mujeres que apenas podían cubrirse los senos. Lo que él no vio fue soldados de Corea del Norte, durante los 30 minutos que tomó la travesía. Es que casi no existían. Pero los boletines de guerra de la comandancia describieron falsamente la aproximación a Seúl como un evento de lucha «mano a mano» (Thompson 72).
El martes 26 de septiembre de 1950 los marines continuaron su avance por los enmarañados callejones de los suburbios de la ciudad. Primero los bombardeos, luego el movimiento cuidadoso de tropas. Ese día, según Thompson, Seúl sufría su «segunda jornada de muerte». En sentido contrario, en dirección al cruce de Yongdung-po, iban los desfiles de prisioneros desnudos, siempre con las manos en la cabeza. También eran visibles grupos de civiles que huían de las bombas, así como los cadáveres apilados a la orilla de los caminos. En realidad, ya le quedaban muy pocas señales de vida a Seúl. Todo estaba siendo consumido por un horrible infierno de llamas y explosiones. Thompson concluyó que esta no era sino un nuevo tipo de conflagración, «más terrible en sus implicaciones que cualquier cosa que haya pasado antes» (Thompson 74).
Al otro día, las tropas estadounidenses entraron al corazón de Seúl. Fue un día sombrío, según Thompson. Milagrosamente, el Capitolio había sobrevivido intacto el bombardeo de los dos días anteriores. Sus jardines, no obstante, mostraban el efecto calcinador del napalm. Thompson había acompañado a las tropas del coronel Puller durante la travesía a pie por la calle principal de Seúl que daba, primero, a las embajadas de varios países y, segundo, al Capitolio. Por el camino, el jefe de la Primera División de marines mostraba poca preocupación por los ocasionales disparos de algunos guerrilleros escondidos en los edificios arruinados. Patéticamente, no daban en el blanco. Parecía que los defensores de la ciudad disparaban guisantes y no balas. El coronel Puller sí expresó su disgusto con la ausencia de periodistas estadounidenses en el lugar para reportar sobre sus tropas. El 27 de septiembre fue el día del izamiento de la bandera de Estados Unidos en el centro de Seúl. Thompson, que había cubierto la liberación de París, Bruselas y Ámsterdam, así como las caídas de Hamburgo y Bremen, pensó que la toma de Seúl adolecía de falta de drama y acción. Era un momento apagado. El 27 de septiembre de 1950, dominaba en la recién liberada capital de Corea del Sur un espíritu de desolación y tristeza. No era para menos. Estados Unidos había movilizado 80,000 marines y una cantidad gigantesca de armamento militar pesado, de bombas y aviones, destrozando buena parte de la ciudad, para combatir lo que no pasaba de ser un «ejército campesino mal armado». La historia de Cheju repetida en el escenario urbano. Los cálculos más conservadores estimaron que 50,000 civiles perecieron en los ocho días que tomó bombardear y capturar a Seúl. «Few people –escribió el periodista inglés en su cuaderno– can have suffered so terrible a liberation» (Thompson 94). En efecto, una liberación espantosa y triste, sin esplendor militar alguno…
Entonces llegó el 28 de septiembre de 1950. Thompson amaneció en un ambiente irreconocible. La carretera de Kimpo a Seúl, en sus 11 millas de extensión, estaba transformada. Ya no eran visibles ni las casas destrozadas ni la basura ni los tendidos eléctricos en el suelo. Todo estaba impecablemente limpio. La friolera de 60 jeeps, acabados de pintar y con chóferes inmaculados, se aprestaba a salir en caravana para Seúl. Un tropel de políticos y funcionarios de las Naciones Unidas, en vestimenta de ocasión, iría en ellos. Ya en la capital, una escuadra de seis camiones de limpieza fumigaba, en ambas direcciones, la calle principal. Además, rociaban por todas partes aerosoles aromatizantes. Se removieron los escombros en 50 metros a cada lado de la travesía. Era como transitar por un lugar despoblado por siglos. Al final de la calle, estaba el Capitolio de Seúl, listo para la ceremonia de victoria militar que presidiría el general MacArthur. Cientos de fotógrafos, correveidiles y alcahuetes formaban el séquito del «César del Pacífico», como lo tildaban algunos periodistas. Su estilo era imperial. Para la ceremonia del 28 de septiembre de 1950, el interior del Capitolio fue decorado con amplias cortinas de terciopelo color morado. Toda la galaxia de políticos corruptos del gobierno de Corea del Sur fue citada al evento. También estaban los generales y oficiales de la Policía Nacional que, luego de colaborar con el Imperio de Japón, ahora masacraban al pueblo bajo las órdenes de Estados Unidos.
Thompson apenas pudo contener las náuseas al ver al general. «Hay algo profundamente perturbador acerca de esta guerra y algo profundamente perturbador acerca de su comandante en jefe», anotó en el cuaderno. Nadie lo toleraba, pero nadie se atrevía a contrariarlo. Las historias verídicas sobre el conflicto, en las que escaseaban los momentos de gloria y valor de las tropas estadounidenses, eran sacadas del país secretamente por sus autores (Thompson 84). A pesar de todo, sintió algo de compasión por MacArthur. Le pareció un ser deplorable. MacArthur hizo una rara aparición sin sombrero, lo que resaltaba la pérdida de cabello. Previo a su llegada, los edecanes habían repartido copias del discurso celebratorio de la victoria. Del brazo del general, a modo de discípulo escogido, venía Syngman Rhee, el jefe del corrupto gobierno de Corea del Sur. Internacionalmente, Rhee era tan desagradable como Chiang Kai-Shek. Pero ese era el escogido de la «democracia» que Estados Unidos estableció en la parte sur de la península.
Fue aquí que comenzó el verdadero drama. MacArthur se subió a la tarima y leyó el discurso que la gente ya había recibido en forma impresa. Parecía llorar, por su voz quebrada y ojos lagrimosos. Acto seguido invocó una oración a Dios. Leyó la oración del Padre Nuestro. Sus palabras finales, no obstante, estaban dirigidas a Rhee, encomendándole la administración civil de Corea del Sur. Pero este último no estaba ni para gimoteos ni sollozos. Con un cinismo espantoso, el político fascista de 75 años prometió «justicia, misericordia y perdón» para todos los revolucionarios que se rindieran. Mientras Rhee hablaba, tal y como si fuera una escena propia de El Padrino III, las prisiones de Seúl se comenzaron a abarrotar con los arrestos indiscriminados por la Policía Nacional de Corea del Sur. Reinaba entre las tropas gubernamentales el deseo de matar. Hombres, mujeres y hasta niños, eran brutalmente golpeados. Cientos de personas, según Thompson, terminarían pronto frente a los escuadrones de fusilamiento de Corea del Sur. Los cuerpos, llenos de balas, serían amontonados en fosas comunes. De nada sirvieron las nubes de aerosoles perfumados. Seúl olía de nuevo a muerte. Buena parte de la delegación periodística salió de Corea del Sur, espantada ante la escena horrífica que se estaba desarrollando. Thompson se quedó. Le tocaría comprobar con sus ojos que la tragedia de la península coreana apenas había comenzado. Solo quedaba el llanto de Corea.
Los condenados de Borinquen
Bruce Cumings es una de las personas que con más rigor y detalle ha estudiado las causas de la Guerra de Corea. En su libro The Origins of the Korean War, Vol. I & 2, Cumings nos dice que de lo que se trataba en Corea, ante todo, era de una guerra civil. Sus causas fundamentales eran el colonialismo, el latifundismo y la opresión nacional. Además, el conflicto comenzó en 1945, no en 1950. Detrás de la violencia indiscriminada estaba Estados Unidos. La intervención militar de este país en la península respondía a la misma lógica que su intromisión en lugares como Haití y Nicaragua o, simplemente, Puerto Rico. Lo que el imperio buscaba en Corea era poner freno a una revolución en curso. Y no escatimó recursos ni actos de violencia, como bien lo ha documentado la Comisión de Verdad y Reconciliación de Corea del Sur a partir de 2005. De hecho, el coronel Puller, que dirigió la entrada de los marines en Seúl, había estado en Haití y Nicaragua. Su especialidad era la acción de contrainsurgencia.
Surge aquí la pregunta de qué impacto tuvo sobre nuestra psicología de pueblo el que, ya en septiembre de 1950, ocho mil puertorriqueños estuvieran peleando, del lado equivocado, en un conflicto que emanaba de los mismos problemas que había en la isla: latifundismo, colonialismo y opresión nacional. Además, Thompson insiste en su libro que la Guerra de Corea era un conflicto abiertamente racista. El uso de epítetos era dominante entre las tropas estadounidenses y sus oficiales. El deseo de matar por matar era generalizado. Así era también entre los periodistas:
“Most of the war correspondents carried arms, and it seemed that very man’s dearest wish was to kill a Korean. ‘Today’, said many of them as they nursed their weapons, ‘I’ll get me a gook.’ There is something inhuman about the word, but it could not rob the slain or the living of their human kinship, nor the naked processions of prisoners, with their hands folded upon their heads, –as though they might conceal weapons even in their bodies– of an uncouth and tragic dignity.” (Thompson 39).
Curiosamente, el primer comentario que leí de un oficial estadounidense acerca de las tropas boricuas en Corea fue despectivo (Peters & Li 53). Lo hizo cuando las tropas estaban de camino, bajo su supervisión, hacia la península. ¿Podemos concebir una deformación cultural más extrema que los hijos de un pueblo colonizado forzados a pelear en contra de una revolución anticolonial que hace falta en su propio país? De hecho, fue a eso a lo que Albizu llamó el 23 de septiembre de 1950: a una revolución en Puerto Rico. Y esta se inició el 30 de octubre. La respuesta del imperio fue la misma que en Corea: reprimir y bombardear la población civil.
Al movilizar a miles de jóvenes puertorriqueños para la Guerra de Corea, Estados Unidos puso la historia de nuestro pueblo en unidad real con los eventos que allí ocurrían. Ello dio paso a una dialéctica perniciosa que en nuestra isla se ha estudiado poco. Miles de boricuas llegarían a esa nación de Asia para ser parte del proyecto de Estados Unidos de sofocar una revolución nacional genuina y de un fervor social extraordinario. Los costos humanos para la nación coreana fueron descomunales. En Corea, Estados Unidos retomó con gusto la tradición sangrienta de sus guerras en contra de las poblaciones indígenas de las Grandes Llanuras. Por eso hoy el reclamo de muchos grupos de derechos humanitarios surcoreanos para que los estadounidenses no solo se disculpen por las masacres, sino que paguen compensaciones a las comunidades afectadas. Tal fue el caso de la tortura morbosa y matanza cruel de casi 400 mujeres y niños por soldados estadounidenses el 25 de julio 1950 en el poblado de No Gun Ri, Corea del Sur (Jeong 68).
Albizu no podía sino alertar del peligro que significaba el que decenas de miles de boricuas salieran de la isla a ser parte de la carnicería humana en Corea. No iban allí a participar de una guerra emancipadora de un pueblo, sino de un acto de asesinato por parte del Ejército de Estados Unidos ¿Podemos pensar en un suceso más destructivo de nuestra identidad nacional, en una manera más retorcida de corrompernos? Albizu reconoció que se trataba aquí de una dialéctica que no tendría resolución positiva para ninguno de los dos pueblos, ni el coreano ni el boricua. Por eso, él defendía una política de no colaboración con los partidos coloniales que apoyaban la movilización hacia Corea. La mera solidaridad internacional imponía eso como un deber revolucionario, tanto para los nacionalistas como para los socialistas boricuas. Sesenta y un mil soldados no es una cifra cualquiera. Ahí estaba buena parte del contingente humano que pudo haber nutrido las tropas redentoras de nuestra nación.
La lucha del pueblo coreano durante la guerra civil de 1945-1950 no era distinta a la del nacionalismo revolucionario puertorriqueño. Ambas eran parte, como diría Franz Fanon, de la respuesta universal de los condenados de la tierra a la violencia inherente a la dominación colonial. Pero en septiembre de 1950, como bien indicó Albizu Campos, Estados Unido abusó de la indefensión de Puerto Rico «para que Puerto Rico fuera a defender toda la sordidez y canallada de su política ante el mundo». Sin duda alguna, una desvergüenza del imperio…
Epílogo
Mi padre fue uno de los 68.000 boricuas movilizados para la Guerra de Corea. Fue reclutado por el Ejército de Estados Unidos a los 17 años de edad. Estuvo en la batalla del río Han el 21 de febrero de 1951, con el Cuerpo Médico del 65 de Infantería, Tercera División de Infantería. Allí fue herido y condecorado por su valentía mientras curaba heridos en medio de la batalla. Como muchos otros veteranos boricuas de la Guerra de Corea, no hablaba mucho de la experiencia en Corea. De niño, sí lo escuché hablar de las matanzas de civiles por parte de las tropas estadounidenses, aunque él no participó de ellas. Más allá de la justificación oficial, no decía nada ni cuestionaba nada. Se destruían poblados enteros supuestamente para librarlos de simpatizantes comunistas. No me cabe la menor duda que mi padre nunca comprendió la naturaleza de clase del conflicto en esa península de Asia. Tampoco la entendía yo plenamente hasta hace poco que leí el libro de Bruce Cumings titulado Origins of the Korean War: Liberation and the Emergence of Separate Regimes: 1945-1947. En este artículo hago uso extensivo de esa importante obra.
Bibliografía:
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- Peters, R & Xiaobing Li (2004). Voices of the Korean War. Kentucky: University Press.
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