Cuando di por terminada la clase, Steven (su verdadero nombre era otro) se me acercó preocupado y me dijo que, luego de una hora y media de cuestionar a Tirios y Troyanos, tenía las cosas más confusas que al principio, que lo que se llamaba «pensamiento crítico» era una teoría y, de existir, no veía […]
Cuando di por terminada la clase, Steven (su verdadero nombre era otro) se me acercó preocupado y me dijo que, luego de una hora y media de cuestionar a Tirios y Troyanos, tenía las cosas más confusas que al principio, que lo que se llamaba «pensamiento crítico» era una teoría y, de existir, no veía cómo podía significarle algún beneficio.
Lo miré a los ojos. Lo conocía de antes. Era un muchacho de buenas intenciones, asustado (aterrorizado es un adjetivo más justo) por sus convicciones religiosas (su mayor miedo eran los demonios; en su iglesia, desde que tenía uso de razón, o de fe, había sido cuidadosamente informado sobre la existencia de estos terribles seres, imposible de desvincular de la creencia de Dios, según me dijo) y aterrorizado por la menor posibilidad de dudar de sus convicciones patrióticas (la posibilidad de que Vietnam e Iraq no fuesen lo que se suponía que fueron, era algo que combatía cada día con estoicismo).
Cuando regresó maltrecho de la guerra, el equipo de psicólogos y psiquiatras que lo trató por meses lo convenció de que él no había sido una víctima. Negar la posibilidad de considerarse una víctima era la única forma de curación de todos los insoportables traumas que había traído de tan lejos, según los especialistas. Se habla muy poco, pero en Estados Unidos se suicidan más soldados al regresar a su país que los que mueren en combate.
Aquella vez tuve la cuestionable idea de preguntarle si acaso pensaba que en una guerra no había víctimas, que en la gran política no existía la mentira, que si no le parecía que con semejantes maquillajes no estábamos condenados a repetir la tragedia de la historia, indefinidamente. No es que no tuviese compasión por aquel muchacho que finalmente terminó abandonando mi curso y la universidad; simplemente nunca creí ni en el valor ni en la posibilidad de curación alguna arrojando la verdad en la papelera de reciclaje. Curiosamente, el mismo psicoanálisis y hasta la confesión cristiana nace en base a ese principio tan simple: sin verdad no hay curación ni redención.
Unos meses atrás, Steven se había referido a la teoría de la evolución como eso, una teoría más, algo con una relación muy discutible con la verdad. Recordé que en otro estado, en Georgia, un senador quiso obligar a las universidades a enseñar hechos, no teorías. Lo cual hubiese prescripto todo el pensamiento humano y hasta la definición de los hechos mismos. Toda la ciencia está construida en base a teorías, y todas son discutibles por necesidad. Si a alguien teme un investigador serio es a la opinión de otros investigadores serios, no a las opiniones contundentes de los aficionados.
Las religiones también pueden entenderse como un conjunto de premisas y teorías, con la diferencia que las teorías religiosas no necesitan ningún compromiso con ningún hecho verificable. Lo cual, en su ámbito, como diría Averroes, está bien. Son cuestiones de fe y ahí no hay nada para discutir o para probar sino para repetir.
La teoría de la evolución es una de las preferidas por los indicios y las evidencias materiales, cosa que no se puede decir sobre la multimillonaria arca de Noé que levantaron en Kentucky y ni siquiera puede flotar; mucho menos albergar a representantes de la fauna del planeta. Y mi ironía no es con Dios sino con su club de fanáticos.
Steven confiaba y estimaba las convicciones sólidas, y poner la historia patas arribas no estaba en sus planes. Ni en la de sus terapeutas.
Si el pensamiento crítico es una teoría, le dije, es una teoría muy práctica y necesaria, si es que todavía tenemos alguna estima por la verdad, la cual no siempre coincide con nuestras «sólidas convicciones». De una forma o de otra, vivimos en alguna burbuja. Ahí dentro están las respuestas a cada problema. Ahí dentro están nuestras sólidas convicciones, ahí dentro nos sentimos cómodos, protegidos, seguros, arrogantes.
Esa es la realidad que conocemos. La nuestra. Eso es lo que llamamos Realidad, a secas, con mayúscula o acompañado por su artículo único, La realidad.
No podemos ver la burbuja desde adentro, no importa el color de su cristal. Si es azul, todas las demás burbujas se verán azules. Si es roja, todo lo demás será rojo y serán los demás los incapaces de ver que son rojos o son azules.
Mucho menos podemos ver la burbuja que contiene a todas las burbujas. Si la vemos desde dentro.
Pero si tuviésemos un espejo por fuera de nuestra burbuja, podríamos vernos atrapados y sonriendo, como vemos a los demás que nos miran desde sus propias burbujas.
Si tuviésemos un espejo por fuera de la burbuja que contiene a todas las burbujas, podríamos vernos en nuestras propias burbujas y podríamos ver a los demás en sus burbujas, todos juntos en una burbuja mayor.
Es decir, no podemos ver ninguna de las burbujas que nos contienen, pero podemos ver en el espejo nuestro reflejo.
El espejo puede ser turbio o puede deformar las imágenes, si es que una imagen curva es menos real que una plana, si es que una imagen turbia es menos real que una imagen nítida. Pero, al menos, al vernos en el espejo tenemos cierta idea, ya no solo de que estamos incluidos y atrapados en nuestras propias burbujas, sino que el espejo que refleja, nuestra reflexión, también tiene su propia naturaleza y sus propios límites. Aunque revela algo nuevo, a veces distorsiona la realidad o nos dice que la realidad es múltiple, aunque nosotros queremos que sea una sola, como se quiere cuando se quiere intensamente.
Pero al menos ahora sabemos que hay algo más. Ahora ya no tenemos las respuestas tan claras. Ahora sabemos que no sabíamos tanto, que lo que creíamos saber eran sólo distracciones, convicciones sólidas, pero arbitrarias; ruido, confort, mera arrogancia de creer.
Al menos ahora fuimos capaces, aunque más no sea por un tiempo breve, de salir de nuestras burbujas sin salir de ninguna.
Este acto requiere de coraje intelectual, no sólo para desafiar nuestras propias convicciones sino para sobrevivir a las convicciones ajenas que, con particular frecuencia, son las convicciones del poder de turno.
Eso es el pensamiento crítico.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.