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Sesenta años después de la Declaración Universal de los Derechos Humanos

¡Pensar la rebelión, enfrentar la criminalización de las resistencias y romper ya las listas terroristas!

Fuentes: Rebelión

1. Un marco de referencia. Lo que se creyó muerto vuelve y grita Una nueva ola de inquisición recorre el mundo y va tras un fantasma resucitado. Se redime así la subversión social desahuciada que aterroriza al poderoso. No sólo cuando la versión dominante entra en crisis (a la crisis económica, ambiental, financiera, hay que […]

1. Un marco de referencia. Lo que se creyó muerto vuelve y grita

Una nueva ola de inquisición recorre el mundo y va tras un fantasma resucitado. Se redime así la subversión social desahuciada que aterroriza al poderoso. No sólo cuando la versión dominante entra en crisis (a la crisis económica, ambiental, financiera, hay que sumar y oponer la crisis ética) exhibiendo la impotencia del sistema hacia el futuro, sino cuando la prepotencia antisocial capitalista puede llegar al límite. Sus lógicas son criminales e insostenibles, y pueden ser desenmascaradas por concretos seres humanos y colectivos encarnados como parte de las alternativas que en muchos lunares del planeta han dicho y seguirán diciendo ¡no más! Esos límites son entonces afirmados a partir de la desobediencia o la rebeldía de quienes se indignan por las injusticias cometidas contra el otro y organizan la convulsión de una común vergüenza.

En medio de las enajenaciones estructurantes de nuestras sensibilidades o insensibilidades, puede distinguirse el potencial de ciertos hechos que son ese límite necesario, que son trazos de luz para el encuentro y el debate de las revueltas probables contra un orden injusto. Provienen de largas bregas o son actos profundos de quienes en la insumisión nos hacen recobrar inteligibilidad y honradez en este lento y complejo nuevo ciclo de luchas de emancipación.

Las rupturas propuestas para la humanización no pueden surtirse sin análisis, sin pensar desde un lugar social los transcursos y determinaciones que más lesionan la vida de las mayorías. Por ello la fidelidad con y desde los sujetos populares negados nos compele optar de modo urgente no por la fatalidad del sufrimiento sino por el bienestar de los más y del planeta, en pos de relaciones sociales. La opción ética y política se expresa así a partir de lo negado, apostando de manera radical por el reconocimiento de los derechos que son violados por los dictados y resultados de una racionalidad vencedora, que tras su aparente omnipotencia esconde carencias sustanciales.

Ante las estrategias de mercantilización de la totalidad; de ocupación y saqueo; ante el cinismo neoliberal y la negación del otro que necesita vivir y es excluido; es decir, frente a la alteridad pisoteada con la sistemática selección de vidas, hasta sumar asesinatos masivos que no se sienten, una alter-globalización se ha expresado en diversidad de espacios y ha gritado desde hace años que otro mundo sí es posible. Pero antes que ella saliera a las calles, otras búsquedas de esa humanidad que no acepta la esclavitud como destino, se adentró en los derechos de los pueblos en ciernes, en la lucha revolucionaria por la justicia y la liberación nacional. Esas utopías de autodeterminación y transformaciones se fraguaron entonces como resistencias ante procesos de agresión, en causas y consecuencias de conflictos políticos y sociales que derivaron también hacia confrontaciones armadas, por ejemplo las que hoy viven Palestina y Colombia, echando ambas sus raíces en 1948, el mismo año que alumbró la Declaración de Derechos Humanos, en cuyo Preámbulo se reivindicó un postulado histórico: que tales derechos humanos debían ser protegidos por un régimen de Derecho, «a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión«.

Pese a lo abstracto del problema teórico enunciado con la rebelión, la misma vida diaria enraizada nos enseña que su observación no es banal ni improductiva, sino que es básica y apremiante, y que puede ser fértil. No obstante, entre la pluralidad e identidad pacifista de la ebullición que critica la globalización capitalista, parece un despropósito reflexionar sobre el derecho a la rebelión. Hacerlo hoy de cara a la galería reformista vista la promesa de abandonar el salvaje neoliberalismo y la ilusión de nuevas regulaciones del sistema que maquilla su colapso, puede ser tenido ya no sólo como apologético de irracional violencia sino como signo de locura. Se proclama que un ser racional y realista debe aceptar responsablemente que el mundo se pueda cambiar un poco, sólo dentro de las reglas ya establecidas por el modelo y su administración de la fuerza; que siempre los seres humanos pueden tolerar un poco más, hacer más sacrificios, renunciar a más derechos, es decir, no ser límites al avance del mercado, incluso si se comprobara que hay un estado de evidente subyugación. No tienen más derecho que a la protesta limitada; que no hay derecho material a ser límite tangible o corpóreo en la resistencia, ni por supuesto a la rebeldía que ejerza coacción frente a la normalización de la destrucción. Este es el pensamiento que nos domina, el cual puede ser confrontado en el núcleo mismo de la artificiosa preocupación por el terrorismo. Su obsesión primordial. Su hilo conductor: el que puede terminar enredando -debería ser así- sus pies de barro.

2. Un gran pilar de la estructura escuálida

Ese pensamiento dominante busca ser algo así como un gran bunker en la roca misma del mundo de la que eleva un pesado edificio de ficciones. Tiene para ello unas fuertes columnas que sostienen a diario su farsa. Si una de ellas es la legitimidad presunta de su violencia democrática, otra contigua es el discurso del anti-terrorismo, que se teje y expande para ocultar o negar la incapacidad del sistema, no para hacer justicia. Por eso, su negacionismo traduce o encripta un mensaje de miedo. De miedo que se quiere sembrar en los más, pero también miedo que revela la perturbación de un sistema que se sabe agresor. El mensaje es que no se admite que en algún momento haya quienes ante la opresión digan ¡no más! Y si lo llegarán a decir, sus palabras se las debe llevar el viento, pues deben estar desarmados, sin posibilidad real de respuesta, sin poder hacer frente materialmente a la carrera capitalista. No pueden ser un palo en la rueda; no pueden ser distorsión u obstáculo del mercado neoliberal, no pueden nunca responder con algún grado o tipo de violencia a las violencias más opresoras e infames.

Oímos a George Bush lo que leyó en la Asamblea General de la ONU el 23 de septiembre de 2008, afirmando que este organismo, al que la estrategia de su gobierno desconoció y luego usó, debe prevenir ataques terroristas y no solamente condenarlos. Dijo: no hay ninguna causa que pueda justificar la muerte de gente civil e inocente, y señaló especialmente el repudio a los ataques suicidas y secuestros. Aseguró también que la esclavitud y la pobreza tampoco deben tener lugar en el mundo, que deben tratarse para evitar el extremismo. Que se debe tener un modelo de alianzas, planes de ayuda, pero no con paternalismos. Que (volviendo al tema central: el terrorismo) es un objetivo fundamental luchar contra esta «amenaza del Siglo XXI«, enfrentando la ideología de los terroristas, para lo cual la ONU debe hacer cumplir sus resoluciones. Bush se refirió a las revoluciones pacíficas (poniendo como ejemplo Georgia) y a las bases de la joven democracia de Afganistán, citó; y a Irak, donde la vida diaria ha mejorado de forma radical en los últimos meses. Pidió finalmente revisar el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, porque, según Bush, protege a violadores de estos derechos. Así, habló en esa ocasión el patrón moral del mundo libre, fue escuchado, su decadencia no fue advertida, sino enmascarada y aplaudida. Ahora vuelve Bush y nos dice que es indiscutible el libre mercado, mientras Sarkozy predica la refundación del capitalismo. Al lado de los dos en Camp David estaba Durao Barroso, presidente de la Comisión Europea. El atributo de escolta sicarial de este último, recordó la reunión de las Azores en 2003, cuando se preparó la guerra terrorista contra Irak. Aquella vez fue el conserje de Bush, Blair y Aznar.

3. ¿Listas de qué en manos de quién?

Ese edificio del sistema salvaje del capital que Bush, Uribe Vélez y más asesinos representan, tiene esta columna, el anti-terrorismo, y para ello lo toman como bandera en nombre de la humanidad, mientras vivimos o sobrevivimos a diario con evidentes hechos de violencia irracional, en todos los continentes, donde el discurso va adelante, sembrando no sólo confusión sobre los responsables de atroces violencias, sino favoreciendo paranoias y miedos extensos, mientras el control de las fuentes de la vida aumenta en manos de un neoliberalismo armado hasta los dientes, que no está en crisis, pese a los altibajos financieros de estos días. Y un instrumental visible de esa política son las famosas listas antiterroristas.

Las listas, de los grupos o países que los poderes consideran son terroristas, nos las mencionan por doquier, como supremas verdades. Ahí están viejos o más recientes movimientos armados que desde otras consideraciones y en otra época, fueron incluso valorados como alzados en armas, rebeldes, o luchas de liberación nacional o popular.

Tales listas las elaboran Estados Unidos o Europa, a partir del 11-S del 2001, o antes, juzgando que esos grupos ya no merecen trato político, que son terroristas, que no puede haber diálogo, y para ello afirman unos supuestos valores éticos y políticos, persiguiendo redes de extremistas, aislándoles, llevándoles a la cárcel, en lo legal; o ilegalmente desapareciéndoles, torturándoles o asesinándoles, como muchos casos lo demuestran. Mientras, verdaderas campañas de guerra y agresión han sido impulsadas o mantenidas, con pretexto de luchar contra el terror, como nos consta. En Afganistán, Irak, Palestina, Colombia, por mencionar sólo unos casos. Y hace unos días nos han dicho que Corea del Norte está fuera de la lista: que ya no es terrorista.

4. Un deber: el aprendizaje y la no renuncia

Simultáneamente, dos fenómenos han tenido también una evolución. Por un lado, la conciencia e ilusión en muchos sectores que luchan por un mundo mejor, que deben probarse nuevas vías de empoderamiento, de protesta y de propuesta, lejos de las experiencias de intentos de rebeliones del pasado, en su mayoría fracasados, que dieron preeminencia a contenidos militares. Y el segundo, de otro lado, la prueba de eventuales violaciones a derechos cometidas por insurgencias que han caído en la desesperación o la desesperanza, en la acción sin límites, con actuaciones donde han caído seres inocentes por lo general empobrecidos, marginados, igualmente víctimas de un sistema de exclusión. Uno y otro fenómeno no son nuevos. Siempre ha habido en la historia de la humanidad preguntas sobre cuáles son los medios idóneos o correctos para responder a la injusticia, siendo éste el fin orientador, y muchos colectivos han optado por la no violencia activa o comprometida, no por la no violencia funcional al capital. Esa es la experiencia de una parte de las resistencias del Siglo XX. Y el otro fenómeno, el de la descomposición o la falta de corrección en la rebeldía, es también una constatación, para la cual hay tristes evidencias.

Pero se olvida lo que debemos a la rebelión, a la lucidez de los que en el pasado hicieron frente con valor y con valores de humanidad, ante poderes ignominiosos. Y se desprecia en nuestras cómodas posiciones a los que hoy todavía combaten.

Ahora bien, lo que hay que resaltar es que nunca antes, como ahora, había sido no sólo desplazada sino enterrada la pregunta por la rebelión. Y cuando me refiero a la rebelión, lo hago resaltando el ejercicio de un derecho, que conlleva en algún grado coacción, fuerza, coerción o violencia, como respuesta a las violencias opresoras. Hay mucho silencio o casi nadie habla. Los profesores de ciencias sociales críticas callaron en su mayoría; los estudiantes no interpelan; muchas organizaciones sociales aceptan que sólo puede haber la violencia institucional, la del sistema injusto que impugnan, y que la cultura de paz, cualquiera sea, de por sí es salvadora o movilizadora. Hay un cierre epistemológico, y con ello una servidumbre moral y política. Lo que era, y es, un derecho, se ve ahora como un crimen. La resistencia de los resistentes armados ha sido demonizada. El bombardeo diario de los mass media exitosamente ha funcionado sobre las cabezas y los corazones de millones y millones, y las enseñanzas conservadoras y neocons echan raíces en nuestras mentes y músculos.

5. La experiencia de la Colombia actual

En Colombia desde 1980 o un poco antes, el sistema de poder se dio cuenta de lo rentable que resultaba el discurso antiterrorista. Aprendió también de las enseñanzas europeas. Por supuesto también de la doctrina estadounidense. Lo aplicó en los ochenta y noventa, y desde el 2002 lo acrecentó, en el nuevo contexto mundial de asimetrías y persecución global de terroristas. A las organizaciones rebeldes, que han mantenido posiciones de lucha, y que lamentablemente también han quebrantado prohibiciones de un derecho internacional que, debe decirse, es dual y proclive a favor de los poderosos, se les viene tratando como desalmados sin código moral alguno, sin razón política, sin justificación, sin ningún futuro. Este año 2008, en enero, el presidente Chávez de Venezuela y el órgano legislativo de este país, expresaron que a las guerrillas colombianas se les debe reconocer el estatuto de organizaciones beligerantes, y que para buscar una salida negociada al conflicto se les debe tratar como interlocutores políticos, no como terroristas. Cayeron muy mal esas palabras en gran parte del mundo podrido. Ese desafío no podía ser radical ni tolerado, y tras la reacción del gobierno colombiano, de los EE.UU. y de Europa, el propio Chávez se desdijo de eso, llamando luego a dejar las armas, conciliando en éste y otros asuntos, no en todos, pero sí sumándose en la líneas de ese cierre epistemológico, político y ético.

Hoy se ha desatado una inmensa criminalización respecto del conflicto de Colombia, alcanzando a Italia, España, Canadá, Dinamarca, en muchos países, donde hubo o hay quienes apoyan la paz con justicia social, es decir producida con compromisos de cambio en Colombia; seres que piensan o pensamos que es necesario hacer la pregunta sobre el derecho de los rebeldes ante estructuras de opresión o de injusticia, no para llegar a las mismas conclusiones, pero al menos sí para buscar unas luces.

6. La propuesta

No obstante ese clima, el tema está expuesto. Y algunos de los que defendemos un enfoque académico, político y ético que reconoce el derecho a la rebelión de los pueblos, como un derecho histórico, en la base de instituciones progresistas y de algunos de los mayores logros que ha producido la humanidad, pensamos que debe debatirse esta materia. Al menos eso. Que no puede hacerse más silencio. Y no necesariamente esperando positivas respuestas de los gobiernos más abiertos, o de los foros internacionales donde se congratulan, y menos de los poderes imperiales y sus reglas en la diplomacia con sus intereses, sino que la tesis debe ser admitida en los espacios de encuentro de luchadores-as de los pueblos, de organizaciones civiles y redes que resisten al capitalismo.

De ahí que se propone luchar por el derecho a romper las listas. Para confrontar el negacionismo, la prepotencia, la impotencia y la ilegitimidad de un sistema de opresión que no reconoce límites, al que hay que enfrentar con la indignación por la injusticia de sus leyes y lógicas, con procesos de rebelión moral o resistencias en nombre de los límites. Podemos hacerlo en al menos siete niveles o modos:

i) Lo que ya hacemos, fácil o mecánicamente en múltiples espacios: no dar importancia a esas listas, no tomarlas en cuenta, no adherirnos activamente a su matriz política.

ii) Como ello no basta, porque podemos estar pasivamente respaldando esas listas y sus fines, es necesario entonces impugnarlas, demostrando su perverso fundamento, pues si fueran verdaderas listas de terroristas, deberían éstas incluir (en consecuencia quizá -es una posibilidad- hay que elaborar otras listas con) los nombres de responsables de actos y campañas terroristas: Bush, Uribe, Blair, el hoy moribundo Sharon, y muchos más.

iii) Esa impugnación de esas listas, tiene una dimensión especial en el hecho de preguntar e investigar no sólo qué gobiernos y qué alianzas son las que nos dicen lo que es terrorismo y que mandan combatirlo, esgrimiendo supuestos valores de humanización de los que carecen, pues sus actuaciones militares son verdaderas acciones terroristas de agresión contra los pueblos, sino denunciar cómo sus crímenes persiguen (o se articulan con) inicuos objetivos económicos, de sojuzgamiento político y humillación cultural. Bush o Uribe no han hecho más que guerra antiterrorista para enriquecer grandes capitales, para agenciar el expolio que lleva al hambre, a la huída, a la muerte.

iv) Pero no hacer más, es todavía dejarnos condicionar por esas listas. Es dejarnos amordazar y atar los pies y las manos, aunque tengamos libres todavía nuestros ojos y despierto nuestro olfato. Por eso, es lícito romper las listas y su tendencia a criminalizar más grupos y personas, dando el paso de caracterizar los conflictos sociales, económicos y políticos, reconociéndolas como confrontaciones asimétricas que hoy día nos circundan, y comprendiendo cómo se relacionan estas asimetrías o los medios desiguales con los recursos y proyectos enfrentados, devalando el control dominante, por lo tanto redescubriendo la condición política de esas confrontaciones, los derechos negados de los pueblos, las ocupaciones de territorio (Irak, Palestina, Sahara Occidental), la corrupción, criminalidad, impunidad, servilismo, miseria, tiranía, la anti-democracia, de las estructuras políticas y económicas (Colombia).

v) En un juicio que sigue siendo objetivo, es posible suscribir un dictamen ético, político y jurídico referido a la beligerancia, producido no sólo por gobiernos, sino por voces de los pueblos, que pueden reconocerla más allá de los moldes convencionales, indicando que ese estatuto existe y debe aplicarse con ajuste a los contextos de las confrontaciones en sus causas y consecuencias.

vi) Una mayor implicación, viable y legítima, es solidarizarnos con las personas procesadas o criminalizadas, ya por haber apoyado soluciones de diálogo para salidas políticas en las que cuente la rebeldía (el caso de Remedios García en España, o de Ramón Mantovani, exdiputado de Refundación Comunista y de Marco Consolo, representante para América latina de este misma formación de la izquierda italiana), como pasa en Colombia hoy con compañeros-as de la izquierda perseguida por un régimen totalitario, o también, con más implicación, en solidaridad con los presos políticos en tanto rebeldes con postulados políticos y éticos que han sufrido extradición y cárcel, por ejemplo en EE.UU., en México, o en Palestina (pese a las diferencias en los contextos, conectar con referencias esas situaciones creará sinergias claves).

vii) Y una crucial opción, de quienes no tenemos el valor o condiciones para luchar de otro modo, pero tampoco para deslegitimar moralmente la lucha rebelde de quienes en el límite han dicho ¡basta!, es afirmar conceptual, política, social, cultural y éticamente, que son necesarios gritos y acciones de rebelión que (re)construyan el humanismo social, es decir que eleven las posibilidades de justicia enfrentando al capital y su cinismo, y que debe el alegado humanismo social, que nosotros decimos defender, entrar en diálogo con la resistencia, para (re)construir la rebelión. Es decir la resistencia que en nombre de los límites enfrenta la opresión, pero que por definición tiene límites, que en esencia deben surgir del Derecho de los pueblos, porque respeta niños y niñas; no atenta contra inocentes, ni contra pobres; no violenta a la mujer; ni contra bienes culturales de la humanidad; ni contra poblados de trabajadores; ni contra espacios y medios populares de sobrevivencia. Esa es la rebelión, ni ingenua ni criminal, con elementos de coacción, que nosotros no podemos hacer porque nuestra preparación es otra, y nuestra opción no está armada, pero que tampoco debemos condenar para que mueran arrodillados-as quienes han decidido en el límite ser el decidido límite material de esta carrera de muerte. Es racional y justo reconocer a las insurgencias que lo son, no desconociendo su carácter político-militar, como beligerantes, proponiendo que los pueblos y sus luchas piensen perspectivas históricas y éticas del derecho de y a la rebelión.

Humano derecho a rebelarse que tiene obligaciones, no sólo algunas por emanación o mandato de un derecho internacional que hay que deconstruir o transformar, sino porque (in)surgen o provienen de las aspiraciones y los códigos éticos, culturales y político-jurídicos de los pueblos, superiores a los del enemigo. Existe ese derecho al lado del deber de establecer límites correctos a ese ejercicio histórico, que apenas hace sesenta años, en 1948, una Declaración Universal de derechos humanos nombró como recurso supremo contra la opresión, vigente hoy, ya en Palestina como en Colombia, ya en Chiapas como en Irak.

No hay un solo mandato legal y ético válido, para en conciencia no hacer lo que algunos consideramos justo y necesario, en cualquiera de esos niveles descritos. Para poder refugiar e interpelar a los seres rebeldes y sus acciones. No hay nada legítimo en este mundo de injusticia que nos lo impida o que deba prohibir: – romper esas listas; – desconocerlas activamente; – caracterizando los conflictos, sus partes y proyectos; –calificando el estatuto de beligerancia de organizaciones resistentes; – solidarizándonos con personas criminalizadas por su pensamiento y compromiso; – reconociendo la rebelión, y su posibilidad moral, establecido su derecho y sus límites.

De este modo, el horizonte de las resistencias puede ser entendido y asumido, porque nos concierne y porque las compromete a existir dignamente, con valentía y valores. Reconocerlas, no para estar infaliblemente siempre de acuerdo con su fondo ni con su forma, sino para, en una lúcida herejía, cuestionar al menos y en la práctica desconocer las listas terroristas facturadas por los centros de poder que sí cometen verdadero y sistemático terrorismo.

Sin alguno de esos pasos, y por supuesto sin avanzar sucesivamente con conciencia de estar caminando hasta las fibras más sensibles de un sistema de enajenación, las alternativas que alegamos serán legítimas en parte, pero estarán sojuzgadas, oprimidas, hipotecadas. No serán del todo congruentes. Hay riesgo en plantearlas: sí. Pero es mejor asumirlo, que ser parte de la trama de una lógica de lo que François Houtart llama el neoliberalismo terrorista, con sus listas y sus enunciados para que se le abrace como único destino, como salvación de los seres humanos y del planeta.

Éste, el planeta Tierra, donde todavía habitamos y donde se sufre hasta morir, de varias formas ya ha dicho ¡basta!; no quiere resistir más muerte, y responde con su fuerza a la agresión que un sistema y una historia de destrucción le impone como final ajeno. La naturaleza ha gritado alguna vez ¡no más! y la humanidad paga costosamente lo que hizo o hacemos con ella ¿Cuándo vendrán superiores huracanes de vida de los seres humanos?, que griten desde lo más profundo ¡no más! Hoy lo hacen pueblos indígenas y campesinos en regiones de Colombia y por eso son asesinados. Como en México o Palestina. Seamos parte de su potencial, no sus verdugos; ni apaguemos con indiferencia los fuegos que nos alumbran unas cárceles de injusticia a donde serán llevadas y llevados compañeras y compañeros. El sistema nos manda callar o sólo hablar de terrorismo. Demos la cara. Entablemos el debate: ¡hablemos de su terrorismo y de nuestra rebelión!

– Carlos Alberto Ruiz Socha es autor del libro «La rebelión de los límites. Quimeras y porvenir de derechos y resistencias ante la opresión» (Ediciones Desde Abajo, Bogotá, 2008).