En los últimos treinta años, el ultraliberalismo impuso su pensamiento; creó un mundo basado en el individualismo, más calculador, menos solidario. Rechazó en nombre del mercado y de las cuentas fiscales ordenadas toda medida destinada a mejorar la vida de los ciudadanos y de los desamparados del mundo. Era sencillamente imposible. Logró al contrario una […]
En los últimos treinta años, el ultraliberalismo impuso su pensamiento; creó un mundo basado en el individualismo, más calculador, menos solidario. Rechazó en nombre del mercado y de las cuentas fiscales ordenadas toda medida destinada a mejorar la vida de los ciudadanos y de los desamparados del mundo. Era sencillamente imposible. Logró al contrario una fabulosa transferencia de recursos del bien público a los bolsillos privados, invirtiendo la lógica de la redistribución. Hoy, la trampa se ha desarmado. En nombre de los bancos, todas las reglas se han infringido. Sin embargo, los ideólogos del capitalismo pretenden salvarlo con un simple lavado de cara. ¿Dónde está la izquierda?
Así que todo era posible. Una masiva intervención financiera del Estado. El olvido de las obligaciones del pacto de estabilidad europeo. La capitulación de los bancos centrales ante la urgencia de una reactivación. Poner en la mira a los paraísos fiscales. Todo era posible porque había que salvar a los bancos.
Sin embargo, durante treinta años, la más mínima idea de una alteración cualquiera de los fundamentos del orden liberal, con el propósito, por ejemplo, de mejorar las condiciones de existencia de la mayoría de la población, chocó con el mismo tipo de respuesta: todo esto es bien arcaico; nuestra ley es la globalización; las cajas están vacías, y los mercados no lo aceptarán; ¿ustedes saben que el Muro de Berlín se cayó? Y durante treinta años, la «reforma» se hizo, pero en el sentido opuesto. El de una revolución conservadora que entregó a las finanzas franjas cada vez más espesas y más jugosas del bien común, como los servicios públicos privatizados y metamorfoseados en máquinas de dinero en efectivo, «creadoras de valor» para los accionistas. El de una liberalización de los intercambios que atacó a los salarios y a la protección social, obligando a decenas de millones de personas a endeudarse para preservar su poder de compra, a «invertir» (en la Bolsa, en los seguros) para garantizar su educación, prever sus enfermedades y preparar su jubilación. La deflación salarial y la erosión de la protección social dieron origen y luego fortalecieron la desmesura financiera. Porque la creación del riesgo alentó a garantizarse contra él. La burbuja especulativa se adueñó de las viviendas, a las que transformó en colocaciones. Sin interrupción, fue inflada por el helio ideológico del pensamiento de mercado. Y las mentalidades cambiaron, volviéndose más individuales, más calculadoras, menos solidarias. Entonces el crack de 2008 no es, en primer lugar, técnico, corregible mediante paliativos tales como la «moralización» o el poner fin a los «abusos». Es todo un sistema lo que cayó por tierra.
En torno a ese sistema se afanan aquellos que esperan levantarlo, revocarlo y barnizarlo, con el fin de que mañana le inflija a la sociedad un nuevo juego sucio. Los médicos que hacen la mímica de la indignación ante las (in)consecuencias del liberalismo son los mismos que le suministraron todos los afrodisíacos -presupuestarios, reglamentarios, fiscales, ideológicos- gracias a los cuales se ha gastado sin límites. Deberían considerarse como descalificados. Pero saben que un ejército político y mediático completo va a dedicarse a blanquearlos. Así, tanto Gordon Brown, el ex ministro de Finanzas británico, cuya primera medida fue otorgar su «independencia» al Banco de Inglaterra, como José Manuel Barroso, que preside una Comisión Europea obsesionada por la «competencia», y Nicolas Sarkozy, artesano del «blindaje fiscal», del trabajo los días domingo, de la privatización del Correo, parecieran dedicarse a una «refundación» del capitalismo…
Su descaro proviene de una extraña ausencia. Porque, ¿dónde está la izquierda? La oficial, la que acompañó al liberalismo, la que desrreguló las finanzas durante la presidencia del demócrata William Clinton, la que desindexó los salarios con François Mitterrand antes de privatizar con Lionel Jospin y Dominique Strauss-Khan, la que cortó de un hachazo las asignaciones que se pagaban a los desempleados con Gerhard Schröder, evidentemente no tiene otra ambición que dar vuelta lo más rápido posible la página de una «crisis» de la cual es coresponsable.
Sí, pero, ¿y la otra izquierda? ¿Puede en un momento así contentarse con desempolvar sus proyectos más modestos, útiles pero tan tímidos, como la tasa Tobin, el aumento del salario mínimo, un «nuevo Bretton Woods», las granjas eólicas? Durante las décadas keynesianas, la derecha liberal pensó lo impensable y aprovechó una gran crisis para imponerlo. Desde 1949, Friedrich Hayek, el padrino intelectual de la corriente que iniciaron Ronald Reagan y Margaret Thatcher, les había explicado: «La principal lección que un liberal consecuente debe sacar del éxito de los socialistas es que su valentía para ser utópicos (…) hace cada día posible lo que hasta hace muy poco tiempo parecía irrealizable».
Entonces, ¿quién propondrá el cuestionamiento del núcleo del sistema, el librecambio[1]? ¿»Utópico»? Hoy todo es posible cuando se trata de los bancos…
Traducción: Lucía Vera
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1 En agosto de 1993, el premio «Nobel» de Economía, el ultraliberal Gary Becker, explicaba: «El derecho del trabajo y la protección del medio ambiente se han hecho excesivos en la mayoría de los países desarrollados. El librecambio va a reprimir algunos de esos excesos obligando a cada uno a seguir siendo competitivo ante las importaciones de los países en vías de desarrollo».