Recomiendo:
2

Juicio político y emociones morales en democracia

¿Perderá Sánchez las próximas elecciones?

Fuentes: Rebelión

«El poder de atenernos a la razón y a la verdad existe en todos nosotros. Pero, por desgracia, otro tanto sucede con la tendencia a atenernos a la sinrazón y la falsedad, especialmente en esos casos en que la falsedad evoca alguna emoción grata o el recurso a la sinrazón hace vibrar alguna cuerda en las primitivas y subhumanas profundidades de nuestro ser.» (Aldous Huxley Un mundo feliz.)

Es lo que le faltaba al Presidente Pedro Sánchez, que volvieran a la carga los ogros del independentismo catalán y de ETA. El primero revitalizado por obra y gracia del dictamen emitido hace unos días por el Comité de Derechos Humanos de la ONU, según el cual España violó los derechos políticos de Oriol Junqueras, Raül Romeva, Josep Rull y Jordi Turull al retirarles su acta en el Parlamento de Cataluña tras su procesamiento por rebelión en la causa del procés. En cuanto a la extinta banda terrorista vasca, el anunciado acercamiento de varios de sus más sanguinarios e irredentos miembros a cárceles del País Vasco la ha resucitado en el imaginario colectivo, demostrando por enésima vez que hay fantasmas que nos son muy queridos y otros no tanto dependiendo de las filias y las fobias vinculadas a los sesgos ideológicos. Ambos son en cualquier caso triggers o «disparadores», como se les llama en psicología a aquellos estímulos que, sin pasar por el análisis racional consciente, provocan en las personas respuestas difícilmente controlables por su intensidad emocional. Estos resortes son los que un demagogo que se precie ha de conocer bien si quiere que sean efectivos sus falaces argumentos; el principal de ellos, tan viejo como el nacimiento de la propia retórica, el argumento ad populum, con el que se juega con los sentimientos de la audiencia para ponerla de nuestro lado, sin reparar en la verdad de lo que se dice ni en la solidez lógica del razonamiento. Nada nuevo bajo el Sol, como fue puesto en evidencia por Sócrates hace dos mil quinientos años en aquella Atenas democrática en la que prosperaron los sofistas. La muerte del maestro y amigo de Platón fue la prueba de que con la verdad no basta para ganarse el favor de tus conciudadanos.

Seguramente no es la primera vez que lo escribo: nada más impopular que la verdad. Es una de las paradojas que definen al ser humano, animal de las mil y una paradojas: busca la verdad con el mismo afán con el que la manipula y disfraza. Ya lo dejó escrito Friedrich Nietzsche en su ensayo de finales del siglo XIX titulado Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, con estas palabras que no me resisto a citar: «apenas hay nada tan inconcebible como el hecho de que haya podido surgir entre los hombres una inclinación sincera y pura hacia la verdad». ¿Qué diría el filósofo alemán de la actual moda de la posverdad?

Pero volvamos a los mártires indepes y a los etarras desplazados. Aparte de que la causa común de sus respectivos sinos consiste en sus ardores nacionalistas, comparten ambos disparadores emocionales el ingrediente de las víctimas. En un caso las víctimas son los nombrados políticos catalanes, en el otro son los afectados por los asesinatos cometidos por los terroristas presos. En ambos casos la indignación que puede rayar en cólera proviene de la percepción intuitiva de una injusticia, de una falta de reconocimiento del daño por unos infligido y por otros padecido. Por lo que atañe a los políticos catalanes sus afines se indignarán por la injusticia cometida por el Estado, y sus detractores por la injusticia que se comete contra la nación española que no es comprendida en su defensa de la amenaza secesionista. En cuanto a quienes mataron creyéndose soldados de una guerra en la que se trataba de conducir al pueblo vasco hacia el paraíso de una patria plenamente abertzale están quienes vieron morir a sus seres queridos y quisieran una reparación plena y satisfactoria de su pérdida, cosa por otro lado del todo imposible.

El que fuera calificado como el más iconoclasta crítico de arte de América, el australiano Robert Hughes, ya hace décadas que llamó la atención sobre el poder de la víctima. Según sostiene en su libro La cultura de la queja, en la sociedad norteamericana «los únicos héroes posibles son las víctimas». ¿Cómo ejercen su poder las víctimas? Mediante el soborno emocional o la generación de culpabilidad social. Se trata de mecanismos infantilizadores, pues su empleo conlleva que la exigencia de los derechos no va acompañada de la otra mitad de lo que constituye la condición de ciudadano: la aceptación de los deberes y las obligaciones. Su efecto último y más preocupante –que no detectable a primera vista– es el debilitamiento de la democracia, dado que sustituye el criterio de la racionalidad universal por el del sentimiento particular al que se le atribuye valor de verdad sin más. Se ve muy bien este pernicioso efecto en el delito aún vigente en nuestro código penal que reconoce la ofensa de los sentimientos religiosos, dándole valor de universalidad a una experiencia absolutamente personal y subjetiva de difícil convalidación objetiva. Así, la democracia, artificio eminentemente institucional, por el que se define el ámbito de la convivencia política de acuerdo con el modelo de la racionalidad, muta en campo de batalla de las experiencias y sentimientos personales. El espacio para la solución de los conflictos de manera inteligente y sosegada y, por ende, el grado de posibilidad de alcanzar acuerdos disminuye ante el avance de lo que se ha dado en denominar polarización afectiva, definida como la distancia emocional entre el afecto que despiertan quienes simpatizan con nuestras mismas ideas políticas en contraposición con el rechazo hacia quienes tienen opiniones distintas. El reciente intento de magnicidio que tenía como objetivo la Vicepresidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner ha coincidido en el tiempo con el discurso del Presidente norteamericano Joe Biden en el que alertaba a la ciudadanía sobre las amenazas que se ciernen en la actualidad sobre la democracia. En una sociedad expuesta a las turbulencias de la polarización la verdad pierde todo su poder sanador. Es más: pasa a convertirse en un engorro.

Por eso Pedro Sánchez tiene muy difícil ganar las próximas elecciones; porque su gestión, dirigida en gran medida, con mayor o menor acierto, a proteger el bienestar de la mayoría social de este país en sucesivas coyunturas de extraordinaria dificultad (pandemia y crisis sobrevenida a causa de la guerra en Ucrania) no puede lucir frente a los disparadores emocionales que aprovechan la llama de la polarización afectiva y el enorme poder del individualismo. Este último quedó de sobras demostrado con el triunfo de Isabel Díaz Ayuso en Madrid, en cuya campaña logró la exitosa inserción de una idea de libertad sólo entendible si se asume tal sesgo ideológico.

El éxito de la política conservadora en general, a escala mundial, ha radicado en su modificación de lo que el antropólogo Wade Davis denomina «etnosfera», noción adaptada de la de biosfera. La etnosfera es algo así como la atmósfera cultural que respiramos, constituida por el sistema de ideas, convicciones, mitos y actitudes que prevalecen en la sociedad en un momento determinado. De ella resultan las cosmovisiones que moldean cómo pensamos y actuamos. Se halla sujeta a cambios constantes que devienen en lo que podemos reconocer como una suerte de evolución cultural. Se ve, pues, que igual que la biosfera evoluciona, lo hace la etnosfera, pero los factores de ambos procesos, claro está, no son los mismos. En la evolución cultural, y en lo que respecta al marco político dentro del cual se juzga en democracia, entre otras cosas, la labor de un gobierno, tienen mucho que decidir el resultado de la lucha ideológica así como los acontecimientos históricos y las inercias que de ellos resultan. A este respecto, a finales del siglo XX se abrió un proceso de cambio en la etnosfera política; perdió fuerza la creencia en los valores colectivos, como la justicia social, y gradualmente la ganó la ideología del individualismo. Su creciente pujanza en el mundo occidental vino de la mano del ascenso del neoliberalismo y del capitalismo consumista. ¿Puede ser que la explicación para el éxito político del Partido Popular en Andalucía después de décadas de domino socialista radique en esa evolución de la etnosfera, que quita relevancia al valor de la justicia social? Y podría valer como explicación asimismo del incremento del negocio de la sanidad privada cuando se proclamaba con la pandemia toda clase de loores a la sanidad pública, ahora indefensa en la práctica. Síntoma en la misma línea ideológica es que la desigualdad, creciente desde hace décadas, no aparezca en las encuestas en las que se pregunta a la ciudadanía sobre los principales problemas que le preocupan.

Es verdad que la cosmovisión que dimana de esa etnosfera actualmente vigente da síntomas de agotamiento a la hora de afrontar la solución de problemas globales de enorme magnitud y que suponen un peligro existencial para la humanidad (como la emergencia climática, la crisis energética o la propia desigualdad en aumento), pero la inercia histórica es un elemento nada despreciable de oposición al cambio así como la resistencia de la minoría favorecida por el presente statu quo. Las élites del diez y el uno por ciento disponen de una cantidad y variedad de recursos considerable para incidir en la evolución del marco político dentro del que caben las opciones concebibles.

Por otro lado, y profundizando en las raíces antropológicas, hay que tener en consideración las tesis que el psicólogo moral Jonathan Haidt desarrolla en su libro La mente de los justos. En él define los fundamentos morales en los que se basa el juicio político de los seres humanos, de todos, porque encuentra razones para presentarlos como elementos de una condición innata. Resultado de las observaciones antropológicas y de la teoría evolutiva tendríamos una especie de borrador de la naturaleza humana. De él, por así decir, sería parte constitutiva el conjunto de los elementos que conforman la estructura según la cual percibimos los hechos morales (y, por ende, políticos). No quiere decir que sean necesarios y determinantes, ya que son moldeables en función del contexto sociocultural donde el sujeto desarrolla su vida. Esto es congruente con lo que anteriormente se ha dicho sobre la etnosfera y la evolución cultural, que es incompatible con rígidas formas a priori.

Jonathan Haidt está convencido de que los políticos conservadores tienen una mejor comprensión intuitiva de los fundamentos morales sobre los que se asienta el gusto moral de la gente. Refiriéndose a los demócratas, que en Estados Unidos son los liberales –es decir, los que nosotros denominaríamos aquí progresistas–, los ve como promotores de políticas que priorizan la colectividad a costa del individuo, «políticas que –en sus palabras– los dejan expuestos a las acusaciones de traición, subversión y sacrilegio». Pedro Sánchez ha subrayado el valor de la justicia social a la hora de asumir los esfuerzos que la complicada coyuntura que se presenta nos exige; un valor colectivo, que no cotiza al alza en la etnosfera dominante en nuestra sociedad fuertemente condicionada por el poderoso componente individualista. Sus apelaciones a la protección del bienestar de las clases media y trabajadora conectaría malamente con la sensibilidad política de la mayoría de las personas, de acuerdo con las tesis de Haidt, amén de quedar deslucidas tras las iniciativas con fuerte halo feminista y de favorecimiento del colectivo LGTBI, potenciando al mismo tiempo la polarización afectiva (las acusaciones de Alberto Núñez Feijóo de que la política del Presidente Sánchez divide a la sociedad se aprovechan de ese efecto en buena parte de la opinión pública). Y, en efecto, sus acuerdos con las minorías nacionalistas (antagonistas del nacionalismo español) dan credibilidad para muchos a esas acusaciones a las que según Haidt están intuitivamente expuestas las políticas de izquierdas: traición a las victimas del terrorismo etarra (se lo hemos oído hace poco a algún portavoz de las víctimas), subversión del orden constitucional por sentarse a dialogar con los independentistas catalanes, sacrilegio, pues se atenta contra la sagrada unidad de la nación española.

La democracia no es un sistema natural ni una institución de larga tradición histórica como la religión. Es un producto cultural, artificial por tanto, muy complejo y muy frágil en muchos sentidos, contrario a rasgos muy insertos en la naturaleza humana, como el sentido tribal y los gustos morales innatos, todos ellos elementos apuntados por Jonathan Haidt en su mencionado libro; y que son contrarios a la racionalidad, imprescindible ideal que hay que tener siempre como referente para que la democracia funcione, pues solo desde la racionalidad podemos compartir un territorio común en el que dirimir civilizadamente los conflictos que son insoslayables en la convivencia humana.

La deriva de las democracias liberales en lo que llevamos de siglo, paradigmáticamente representada por el trumpismo, el Brexit y el procés, lleva a lo que el filósofo inglés Bertrand Russell llamó con un neologísmo emocracy, «emocracia». Lo acuñó en 1933para referirse al desbordamiento emocional de la Alemania nazi. En la presente coyuntura histórica si la emocracia prospera frente a la democracia, ¿seremos capaces de dar respuesta a los riesgos existenciales globales que hoy acechan a la humanidad?

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.