«Pereira, la obra perfecta que Dios, A mi Colombia le dio, Demostrándole su amor « Dicen que cada cual juzga la fiesta según como le fue en el baile. Pero cuando son unos poquitos los que organizan la música, y son tantos los que no pueden bailarla, los juicios personales están de más. La imagen de […]
A mi Colombia le dio,
Demostrándole su amor «
Dicen que cada cual juzga la fiesta según como le fue en el baile. Pero cuando son unos poquitos los que organizan la música, y son tantos los que no pueden bailarla, los juicios personales están de más. La imagen de Colombia como el país más feliz del mundo ha sido promovida por un selecto círculo de gente que se ha beneficiado enormemente al lomo de las crecientes inequidades sociales; y los compradores de ilusiones abundan. Bajo la superficie de la cosmética «seguridad-prosperidad democrática» se agitan, empero, turbias aguas, repletas de figuras patéticas, miserables, en medio de una exclusión y marginalidad social apenas imaginables. A esas figuras se les ha erradicado del imaginario colectivo desde el momento en que unos cuantos gomelos y estirados decretaron que «Colombia soy yo». Los «otros» quedaron relegados a una especie de limbo distópico, al cual apenas se puede dar un vistazo fugaz en la crónica policial, pero hacia el que no vale la pena fijar la vista por mucho rato.
Nuestro último viaje a Pereira, después de largos años de ausencia, nos reveló una ciudad agreste, segregada, descompuesta, ajena, violenta. Una ciudad que, pese a todo lo que pueda escribir, no nos es indiferente, pues en ella viven personas a las que queremos y las cuales hacen parte de nuestra familia, pese a todo. Personas que, a veces, han tomado opciones de vida radicalmente distintas a las nuestras, en medio del limitadísimo número que tenían para escoger. Escribir este artículo no es fácil; lo hago para desahogarme de un cierto malestar que me quedó de la visita, de un cierto sabor amargo que no me abandona. Los nombres personales han sido cambiados para proteger la identidad y la dignidad de las personas acá descritas, las cuales son pisoteadas todos los días; no es necesario pisotearlos también aquí.
«Vea, que Pereira está muy bonita, está muy limpia», nos decían amigos de la comunidad colombiana acá en Irlanda, clasemedieros unos, charangas resucitadas otros. Cada vez que escucho la palabra «limpio» en relación con Colombia me dan escalofríos. En cualquier otro lugar del mundo, decir que una ciudad está limpia puede ser algo positivo; en Colombia esta palabra tiene una connotación extraordinariamente violenta.
Nos conecta con la práctica de la limpieza social, que tuvo uno de sus laboratorios urbanos en esta ciudad, precisamente. Según Carlos Eduardo Rojas, en «La Violencia llamada Limpieza Social» (CINEP, 1996) fue en Pereira donde, en 1979, se formó el primero de los autodenominados «escuadrones de la muerte» para hacerse cargo de los llamados «desechables», es decir, seres humanos que en su opinión no tienen derecho a existir (comunistas, homosexuales, vagabundos, borrachos callejeros, jíbaros, prostitutas, etc.). En su primer año de vida, que fue el más letal, cayeron cerca de 300 personas. Muchos de ellos aparecían con el cráneo acribillado y sus manos atadas en la espalda, con carteles que tenían leyendas como «yo fui atracador». El respaldo de la policía a estos escuadrones de la muerte, se evidenció cuando la Procuraduría en 1991 sancionó a medio centenar de policías pereiranos por su participación en estas campañas de «limpieza social».
Hoy en día la limpieza social prosigue igual que entonces, con la misma complicidad cuando no aquiescencia de la fuerza pública. Hace unos años hubo un escándalo por un video ( http://www.youtube.com/watch?
Las bandas paramilitares y sicariales actualmente se disputan el control de los centros de la economía mafiosa en la ciudad, y en el camino, caen todos los «desechables» (prostitutas, jíbaros) que no están en sus redes de control. En ese proceso, se dan la mano con una fuerza pública que también considera «desechables» a otros habitantes de la ciudad: gamines, vagabundos, alcohólicos, sindicalistas, comunistas, etc. Esto en nada ha cambiado por la remoción de algunos policías hace 22 años. Estas prácticas son alimentadas y estimuladas por fuerzas más profundas que unos cuantos agentes policiales. Ya los «desechables» no aparecen con carteles: sencillamente se los «traga la noche» y sus cadáveres desaparecen en las corrientes del río La Vieja.
Pasamos por el Parque del Lago, en la 24. «En esa pileta la gente echaba monedas para que los gamines se arrojaran al agua por ellas… eso les parecía gracioso». ¿Dónde están esos «gamines» ahora? ¿Dónde se han ido? Pereira está bien limpia es verdad. En todo el centro, carteles de la policía mostraban imágenes de borrachos tirados en la calle o chupando bóxer, con leyendas llamando a no permitir esta clase de escenas en «nuestra» ciudad. Estos carteles transmiten en criollo el decreto 716 emitido en septiembre del año pasado por la alcaldía, según el cual se prohíbe a los vagabundos dormir en la calle, bajo la excusa de que la ciudad tiene que estar «bonita». El ejercicio de entender la miseria y el abandono social que lleva a personas a ese lamentable estado brilla por su ausencia; lo preocupante, para las autoridades, no son las circunstancias por las que esas personas existen, sino que se les vea. Por ello es que paracos y fuerza pública se dan la mano en la «noble» tarea de mantener «nuestra» ciudad limpia. Implícito, en esa clase de mensajes, está buscar la legitimación de la limpieza social. Es un ejemplo de relaciones públicas y de estrategias de comunicación de masas bastante siniestro.
El viaducto, símbolo del progreso de Pereira, domina el escenario urbano, se yergue por encima de las miserias en que habitan los pereiranos más empobrecidos, miserias que cada invierno se lleva el río Otún. «Selección natural», dirán los más cínicos, que aún se hacen eco de las desacreditadas teorías del darwinismo social. Al final del viaducto, se entra a Dosquebradas, plaza fuerte paramilitar, otrora de bandas bajo la influencia del «Frente Héroes y Mártires de Guática», del Bloque Central Bolívar de las AUC, hoy del Grupo Cordillera, territorio donde los carteles mafiosos son la única ley visible. Acá «Macaco», el hijo del carnicero, superó a su padre en el arte de matar y descuartizar, y se convirtió en el hombre fuerte de la localidad.
Allá abajo, al lado del río, las casas que no se lleva el río las tumban, en otras ocasiones, los policías con el argumento de «liberar espacio público» ocupado por las urbanizaciones improvisadas. De día el ESMAD está metiendo bolillo y gases, de noche sus socios secuestran y desaparecen. Ya se sabe, hay que conservar a Pereira limpia.
Al borde del viaducto, desde Dosquebradas, se aprecia físicamente la estratificación social de Pereira: abajo, los «desechables», arriba, los pereiranos de bien. Entre medio, los que viven día tras día la ansiedad de descender al infierno, y ven frustradas sus aspiraciones de ascender al paraíso.
Llegamos finalmente donde el tío Chucho, en el barrio el Japón. Los muchachitos en casa todos tienen lombrices y muchos no saben ni leer ni escribir. Las muchachas no quieren estudiar ni trabajar: se gastan las remesas que les llegan de algún pariente en España, haciéndose el pelo, manicuras, maquillándose, en la esperanza de que algún día las coja alguien con plata (de la buena o de la mala, da igual que al final todos están untados de lo mismo). Es lo que han aprendido con las narco-novelas y la cultura mafiosa que ha capturado por asalto el imaginario de los estratos populares, que ven en esta cultura su única posibilidad de acceder a los bienes de este paraíso terrenal. Esa cultura de la Pereira mafiosa que ha moldeado el lenguaje y los cuerpos de los muchachos y las muchachas -en las tiendas de ropa, hasta los maniquíes tienes tetas rellenas de silicona- la cual el periodista Juan Miguel Álvarez aborda en un libro de reciente aparición llamado «Balas por Encargo». La mafia es el único punto de encuentro entre los miserables y las clases dominantes en una de las sociedades más estratificadas y excluyentes del mundo. En ella se mezclaron los más miserables del lumpen proletariado, con cacaos, policías, gamonales, políticos y otros respetables. Hoy el centro comercial Antonio Correa, llamado así por uno de esos capos de la mafia pereirana, se alza en medio del centro de Pereira como testimonio de esta simbiosis de la mafia con la elite.
Acá Pereira no se ve limpia. Los combos de bazuqueros están en todas las esquinas y con la lluvia, las calles se convierten en lodazales. Acá todos bailan el «Baile de los que sobran»: entre el desempleo (que según cifras oficiales ronda el 15%, pero que con seguridad es por lo menos el doble) y la pobreza, son parte de esos millones de seres humanos que el sistema capitalista no necesita como productores y que son demasiado pobres como para ser consumidores. La violencia es una cosa cotidiana: Brayan, nieto de Chucho, apenas un adolescente, apareció hace un par de semanas con 9 puñaladas en la cabeza. Alguien le cogió el culo a su hermana en una fiesta y su madre lo despertó para que fuera a chuzar al perro aquel. El que volvió chuzado fue él. Pero eso es pan de cada día. El año pasado hubo alrededor de 167 homicidios en Pereira, siendo ésta la principal causa de muerte en la ciudad.
Cuando decíamos que iríamos a Pradera, en el Valle, todos nos repetían que eso era muy peligroso, que era zona roja, etc. Pero ahí, pese a la represión omnipresente, se encuentra uno con esperanza, con un tejido social -todos elementos ausentes en el entorno social que vimos en el Japón. Esta visión esquizofrénica refleja un discurso ideológico según el cual el pueblo organizado para reclamar sus derechos es más peligroso que los combos criminales; reflejo de la naturalización de la mafia y la criminalización de la protesta social. Es verdad que hay chispazos ocasionales de esperanza por aquí y por allá: un caballero que vendía vinilos usados en la calle y regalaba discos a los muchachitos para culturizarlos y «que dejen de escuchar tanto reguetón que tiene un mensaje muy maluco»; un barbero que estaba interesado en el proceso de paz para que el gobierno soltara la tierra a los campesinos; rayados aquí y allá de la Marcha Patriótica, que nos revelaban que aún hay resistencia, compañeros; ahí están los barrios Cuba y La Habana, los barrios Jaime Pardo Leal, Salvador Allende, José Martí, Primero de Mayo, Leningrado, Nueva Colombia, que son testimonio de aquella época anterior a la cocaína y la silicona, en que amplias capas poblacionales se comprometían con la revolución… ¡pero es tan difícil ver todo esto desde el Japón!
Alberto, un hombre que vivía en la casa con una de las hijas de Chucho, sin trabajo y sin capacidad de conseguir nada, estaba aplicando para la red de informantes. Inquisidor, me preguntaba mientras tomábamos una cerveza que si yo trabajaba en derechos humanos, que por qué así que los de «derechos humanos» se inclinan tanto hacia la subversión… Andaba viendo si decía algo que le podía dejar unos pesitos. Sólo le dije que buscara un modo más honesto para ganarse el pan que andar haciendo preguntas tan chimbas y molestando a la gente. Esa sensación de ser observado, espiado, evaluado, hizo que fuera en Pereira el lugar donde más respiré la inseguridad, porque claro, «para qué se mete uno en vainas».
Pero bueno, Pereira, según dice la mitología oficial está seguro (ie, no hay guerrilla) y está limpio (ie, apenas se ven «gamines» en el centro). En medio de la descomposición social, uno no puede dejar de pensar que esto es en la práctica el proyecto social del gobierno, esta es la Pereira donde el Estado tiene control absoluto, control frecuentemente subcontratado a las bandas sicario-paramilitares, como corresponde a un régimen neoliberal mafioso y en armas. Una sociedad violenta, donde se crece en la violencia, y la esperanza no se hace ver, donde muchos no quieren pensar más allá del próximo invierno, por miedo a que el río les arrastre violentamente sus miserias. Esa violencia antropófaga, de pobres contra pobres no le molesta en lo más mínimo al gobierno. La única violencia que les molesta, es la violencia que puede poner en entredicho sus privilegios. La violencia que les molesta es, en pocas palabras, la violencia revolucionaria. Que los pobres se maten, se violen, se desaparezcan, se intoxiquen entre ellos: eso es orden, pues así no pondrán cuidado en cuestionar las injusticias que les rodean.
Luego terminamos en casa de John Jairo, un muchacho que había servido en el Ejército. Con cara de perro, nos miraba desde fotos colgadas en la pared en poses de Schwarzenegger, con fotomontajes de helicópteros a sus espaldas. En la parte superior de la imagen, la leyenda «Sólo temor ante Dios, Comando de la Muerte». Nos comentaba que lo habían dado de baja por un incidente en Puerto Berrío. Había habido un ataque guerrillero en el cual murieron unos soldados; ellos después del ataque, vieron a un campesino viejito lavando su ropa en el río y le arrojaron una granada, reventándolo en mil pedazos. Lo contaba como quien habla de una película, sin que su rostro mostrara expresión alguna. Con frialdad absoluta, decía que el señor ese no era un guerrillero, que era un campesino de ahí que se les cruzó de malas, pero que como los campesinos apoyan a la guerrilla, entonces era legítimo matarlo. Sencillamente llevó a la práctica las doctrinas que se les enseñan a estos muchachos en los cuarteles. Finalmente, el caso terminó denunciado como «falso positivo» y lo dieron de baja, no por matar al viejito sino porque el asesinato trascendió a la opinión pública y hubo escándalo.
No puedo dejar de pensar cómo el ejército se cargó a ese muchacho. Verdad es que se lo venían cargando de mucho antes: fue un niño golpeado, que creció en medio del abandono, al que su madre le quemaba el cuerpo con cigarrillos «pa’ que no joda la vida». Creció en medio de esa violencia cotidiana que infecta el espacio más íntimo, ese refugio de la infancia que es el hogar. Es un muchacho que, pese a sus crímenes terribles e injustificables, nos causa una mezcla de espanto y compasión. En el ejército lo terminaron de convertir en un monstruo: violento, homicida, irresponsable, arrogante. Le enseñaron que matar campesinos está bien; y por cumplir con esa directiva, terminó de chivo expiatorio, como muchos otros, dado de baja mientras los que han impartido las órdenes siguen ahí, con medallas colgando de sus chaquetas. No pagó cárcel, pero es que casi que da igual, en medio de ese ambiente sórdido, desesperanzado, miserable, sin perspectivas, violento, su vida bien podría compararse con una pesadilla.
Terminó drogadicto: ahora se pasa el día durmiendo y luego por la noche se mete bazuco. Nadie sabe bien en qué trabajaba, pero algo de plata le llega a veces, cuando le hace «unas vueltas», con una moto, a un caballero de Buga. Ahí lo ven por las tardes irse en la parrilla y ya no volver sino hasta el otro día, hediendo a trago y a ese olor a plástico quemado que tiene el bazuco. Parece que su nueva ocupación es una continuación lógica de la vida que había comenzado en las filas castrenses. Como dijo Víctor Hugo: a veces se comienza teniendo hambre y se termina convertido en Satanás.
Pereira está limpia, dicen. Es una ciudad modelo: modelo sí, pero de la descomposición social del mundo paisa, modelo del proyecto social de la oligarquía para los pobres, modelo de la cultura traqueta que se ha impuesto a la brava en tantos espacios urbanos marginales. A lo mejor hay otra Pereira de la esperanza que no vimos, sino insinuada a través de chispazos aquí y allá. Chispazos que nos recuerdan que nunca nada está del todo perdido, que la realidad es un terreno de disputa permanente. La Pereira que puso nombres a sus barrios y que hace pintadas en los muros de la ciudad por la noche, la Pereira que fue el epicentro de la lucha de los cafeteros en Marzo… esa Pereira sabemos que está ahí, insospechada, esperando a germinar.
Esta visita nos hizo más real y más palpable la máxima de Gramsci de que uno debe ser un pesimista del intelecto y un optimista del corazón, de la voluntad. La tarea de regeneración social que tenemos por delante quienes optamos por la alternativa socialista y libertaria no deja de ser titánica. Se trata no sólo de conquistar el derecho a la vida plena y digna, se trata de desafiar el peso de esa ideología neoliberal-mafiosa que nos aplasta, de reconstituir el tejido social, de poner a ese mundo patas pa’arriba, literalmente. Porque para esos muchachos y muchachas que hoy podrían poner precio a nuestras cabezas por unos cuantos pesos para financiarse el bazuco también tiene que haber futuro. De hecho, para ellos tiene que haber más futuro que para nadie, porque nunca lo han tenido. Ante ellos conceptos como «víctima» y «victimario» se vuelven dolorosamente borrosos.
Por ellos también luchamos cada día un poquito más, con un poquito más de amor y de fe. Gracias a ellos entendemos lo importante que es que quienes tenemos un compromiso con la transformación social seamos capaces de contagiar la esperanza; cuando no se tiene nada, ni siquiera la noción de que no se tiene nada, la esperanza vale mucho. De hecho, tener esperanza, aunque no se tenga nada más, lo es todo.
(*) José Antonio Gutiérrez D. es militante libertario residente en Irlanda, donde participa en los movimientos de solidaridad con América Latina y Colombia, colaborador de la revista CEPA (Colombia) y El Ciudadano (Chile), así como del sitio web internacional www.anarkismo.net. Autor de «Problemas e Possibilidades do Anarquismo» (en portugués, Faisca ed., 2011) y coordinador del libro «Orígenes Libertarios del Primero de Mayo en América
Latina» (Quimantú ed. 2010).
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