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¿Pesimismo u optimismo? Realismo

Fuentes: Rebelión

La humanidad aún dispone de recursos para conjurar el posible fin de los tiempos. Ojalá se avenga a emplearlos

¿Se ha preguntado usted la razón de que, como alguien de manera perspicaz verifica, hoy en día proliferen los estudios acerca de la decadencia y la caída de las civilizaciones, y, simultáneamente, se expanda a toda vela un lucrativo mercado de novelas, películas, series televisuales y videojuegos post-apocalípticos, “para aquellos que disfrutan con la emoción indirecta del caos y los desastres oscuros y futuristas desde el confort de su sofá”?

Craig Collins, quien alude a esa realidad en artículo de Counterpounch vertido al español por Paco Muñoz de Bustillo (Rebelión), no lo duda: se está acercando el final de nuestro tiempo, más bien de los tiempos. Y aunque al irredimible optimismo de los “ingenuos felices para siempre, aferrados desesperadamente a su confianza en el progreso ilimitado” –rescoldo o fuego vivo de la filosofía positivista– parezca tremendista el enunciado, lo cierto es que los entregados a vigilias de lectura y observación evocarán señales como el caldeamiento que ha azotado a Siberia este verano, incluso sobre los 38 grados Celsius en la localidad de Verkhoyansk, una de las más gélidas del planeta.

¿Problema de fondo? El cambio climático. ¿Consecuencias? Coincidamos con J. Toledo (Yahoo Noticias) en que el deshielo, tanto de masas de agua como del permafrost –“ocasionalmente traducido como permahielo, gelisuelo, permagel o permacongelamiento, es la capa de suelo permanentemente congelada, pero no permanentemente cubierta de hielo o nieve, de las regiones muy frías o periglaciares, como la tundra”, según una rápida ojeada a Internet—, genera dos problemas harto serios. El inicial es la inercia. “En términos de energía, devolver a su forma de hielo toda esta agua es enormemente costoso”. O sea, muy improbable la reversión del proceso. Con la licuación se liberan sustancias tales el metano, gas de efecto invernadero 23 veces más potente que el dióxido de carbono. Y esto ocurre en el Polo Norte y en la Antártida. Consiguientemente, aumenta la cota de los piélagos a escala general.

Por si no bastara, y recordemos que estas constituyen meras pinceladas de una urdimbre de hechos espeluznantes, un modelo radical basado en estadísticas construido por los físicos teóricos Mauro Bologna, de la Universidad de Tarapacá, Chile, y Gerardo Aquino, del Instituto Alan Turing, en el Reino Unido, especialistas en sistemas complejos, concluye que, si la tasa de deforestación continúa, la posibilidad de sobrevivir sin enfrentar un “síncope” catastrófico es muy baja. Menos del 10 por ciento en el “mejor” de los casos. El estudio se centró en la problemática de la interacción entre el homo sapiens y los bosques, ya que estos participan en la producción de oxígeno, la conservación del suelo y la regulación del ciclo del agua, desempeñando un papel fundamental en todo el ecosistema terrestre. Y hoy, lamentablemente, quedan menos de 40 millones cuadrados de floresta en todo el orbe, frente a los 60 millones que cubrían la Tierra antes del desarrollo de las civilizaciones.

Con la lógica de “una de cal y otra de arena”, los analistas proclaman que “un mayor nivel tecnológico lleva al crecimiento de la población y a un mayor consumo forestal, pero también a un uso más efectivo de los recursos. Con un nivel tecnológico más alto, en principio podremos desarrollar soluciones técnicas para evitar o prevenir el colapso ecológico de nuestro planeta o, como última oportunidad, reconstruir una civilización en el espacio extraterrestre”. Sin embargo, reconocen que nuestras capacidades de ingeniería son insuficientes, y que “nos falta tiempo para crear una tecnología tan poderosa como para lograr un avance cualitativo que permita solucionar el problema”.

¿Entonces? Las sociedades modernas, “que se mueven impulsadas por la economía”, donde cada país busca satisfacer los intereses de ese tipo, tendrían que redefinirse, para crear una “sociedad cultural” que priorice el interés del ecosistema ante el individual, y que finalmente se corresponda con el de la “multitud”. Pero en medio de esa suposición, calificada de utópica por RT –en implícita negación del comunismo–, Bologna y Aquino vuelven a lucir alicaídos al acotar que “muy pocas civilizaciones serían capaces de alcanzar un nivel tecnológico suficiente como para expandirse en su propio sistema solar antes de colapsar debido al consumo de recursos”. Una suerte de incompetencia antropogénica. Inherente a la “raza” en sí.

A estas alturas, en son de “abogados del diablo”, lancemos una interrogante: ¿y qué de las leyes del Sistema tales la maximización de las ganancias, la obtención de plusvalía, la reproducción del capital –con la cual, contradictoriamente, este dicta su propia muerte–? Lance retórico, pregunta inducida. El lector se percatará de que juzgamos entelequia cualquier argumentación que excluya la principalísima variable del modo de producción.

¿Por qué la base económica?

Cuando el arriba citado Craig Collings arremete contra los convencidos de un progreso imparable, automático, apunta que suelen disimular u obviar el hecho de que el avance del pasado se consiguió sacrificando el futuro, “y el futuro lo tenemos encima”. El nivel y la expectativa de vida, el crecimiento económico, repara, son productos de una civilización industrial que ha saqueado y contaminado el planeta en busca de una bonanza fugaz “regalada” a la clase media y de enormes beneficios y poder destinados a una pequeña élite. Y en contraposición a quienes, aun convencidos de la posibilidad de la ruina, no comulgan con la idea de que devenga repentina, por rara en la historia, en la que las culturas suelen desintegrarse gradualmente, nuestro expositor remarca que la archimencionada civilización industrial alberga cuatro diferencias fundamentales con las demás:

1) Se alimenta de una fuente de energía no renovable, que la predispone a una vida corta, meteórica, con un auge sin precedente y un descalabro drástico.

2) Producir con vistas a obtener beneficios es su principal directriz y fuerza impulsora. Si en los dos siglos anteriores el excedente energético proporcionado por los combustibles fósiles generó un despegue excepcional, con descomunales réditos, en los próximos decenios “este maná” simplemente se desvanecerá. El capitalismo se tornará (se torna) catabólico, pujará (puja) por los dividendos consumiendo los bienes sociales que en otro tiempo creó. “Al canibalizarse a sí mismo, la búsqueda de ganancias agudizará la espectacular caída de la sociedad industrial”. Y esta extraerá provecho de la escasez, la crisis, el desastre y el conflicto; las guerras, el acaparamiento de los recursos, la debacle ecológica, las enfermedades pandémicas se convertirán en las flamantes minas de oro.

3) No es romana, china, egipcia, sino planetaria, ecocida. Si aquellas y otras preindustriales agotaron su fértil suelo, talaron sus bosques, contaminaron sus ríos, en el presente los incentivos del mercado aumentaron el colosal vigor de los hidrocarburos para explotar la naturaleza, y las funestas consecuencias fueron, son, de universal ámbito. El daño a los sistemas vivos de la Tierra en pleno se erige en esencialmente permanente.

4) La capacidad colectiva para afrontar las crisis se ve paralizada por un régimen político fragmentado entre naciones antagonistas, gobernadas por grupos corruptos a los que preocupa más la riqueza y el poder que las personas y el planeta. Ese fraccionamiento impide por completo una solución cooperativa. En su lugar, la guerra.

 Ante la lucubración de más de uno sobre la salida del laberinto del Minotauro, Collings ofrece como hilo de Ariadna la sugerencia de contestarse ciertos “acertijos”: ¿Seremos capaces de superar la negación y la desesperación, vencer nuestra adicción al petróleo y tirar juntos para acabar con el control corporativo sobre nuestras vidas? ¿Conseguiremos promover la democracia genuina, mejorar la energía renovable, retejer nuestras comunidades, reaprender técnicas olvidadas y sanar las heridas que hemos causado a la Tierra? ¿O el miedo y los prejuicios nos conducen a terrenos hostiles, a la lucha por los menguantes recursos de un planeta degradado? Lo que está en juego no puede ser más importante.

Aserto con el que concuerdan una miríada de pensadores de izquierda, aunque discrepen del tempo del crack vaticinado. Luis González Reyes, por ejemplo, escribe en mrafundazioa.eus y en rebelion.org que “el declive de la sociedad industrial se parecerá más a una piedra rodando por una pendiente irregular que cayendo por un precipicio. Así, se irá pasando de lo complejo, grande, rápido y centralizado, a lo sencillo, pequeño, pausado y descentralizado. Los distintos sistemas (ciudades, Estados, subjetividades, tecnología, economía) no colapsarán a la vez, sino que serán los elementos más vulnerables los que lo hagan primero y, a partir de ellos, se irá extendiendo el proceso mediante múltiples bucles de realimentación positiva”.

Entre las mudanzas que ya han podido empezar relaciona: el derrumbe monetario-financiero, la desglobalización y el decrecimiento; la escasez de energía y el estrangulamiento del crédito, que ahogará el comercio;  las fuertes migraciones, consecuencia de los cambios en el entorno, y de decisiones económicas y políticas; la reducción demográfica, despaciosa etapa que comenzará con el agravamiento de la crisis económica, de las condiciones ambientales; la imposibilidad de un transporte rápido y masivo trocará en  insostenibles las ciudades, obligando a un éxodo de ellas o a producir una parte importante de la alimentación en ámbitos urbanos, mientras en estos se extraerán los minerales, cada vez más difíciles de encontrar con la minería convencional.

Asimismo, sin combustibles fósiles disponibles de forma expedita, el metabolismo socioeconómico tendrá que volver a ser mayoritariamente agrícola;  las personas se dedicarán a tareas más homogéneas, que pasarán por el sector primario, pues solo se logra mantener sociedades especializadas con flujos de energía densos y abundantes que eximan de encauzar el grueso de los esfuerzos a la obtención de estos; raleará la información, ya que un sistema educativo complejo que propicie una gran cantidad de ella se produce exclusivamente en sociedades con una alta disponibilidad energética; tecnologías más sencillas, basadas en recursos renovables; precarización de los medios para sostener las jerarquías (“esto se debe a varios factores, entre los que se destacan una menor potencia bélica, unas tecnologías y fuentes energéticas de acceso más universal o que las sociedades sean más locales y, con ello, potencialmente con una gestión democrática más sencilla”); instituciones clave para salvaguardar colectividades desiguales, como el Estado, tendrán menos fuerza; muda de los valores dominantes: devendrán elementos inevitables una vuelta a una concepción y a una práctica más gregarias de la existencia …

Y he ahí, en esta exposición nodal, uno de los plausibles argumentos de que las luchas se librarán entre autoritarismos y cuidados de la vida ecocomunitarios. Entre neofascismos y ecosocialismo, el último un paradigma cuyas premisas objetivas descansan en la propia crisis del capitalismo, en tanto las subjetivas en una conciencia que medra lo mismo con el vislumbre de anomalías como el racismo que con la pandemia de COVID-19, dolencia proveniente de una naturaleza desde hace siglos embestida por el capitalismo despiadado, continuamente, al decir de Leonardo Boff, en Koinonia.

El articulista atina al enmarcar el coronavirus en ese contexto histórico-concreto. Al ir teóricamente hacia su motivo primordial, lo encuentra en la formación de marras, caracterizada por la explotación hasta el límite de la fuerza de trabajo, el pillaje de los bienes y servicios de natura, la mercantilización total, absoluta. “De una economía de mercado hemos pasado a una sociedad de mercado. En ella las cosas inalienables se transforman en mercancía: Karl Marx en su Miseria de la Filosofía, de 1847, lo ha descrito bien: ‘Cosas intercambiadas, dadas pero jamás vendidas… todo se ha vuelto venal, como la virtud, el amor, la opinión, la ciencia y la conciencia… todo se ha vuelto vendible y llevado al mercado’. Él llamó a esto el ‘tiempo de la corrupción general y de la venalidad universal’ (ed. Vozes 2019, p. 54-55). Es lo que se implantó desde el fin de la Segunda Guerra Mundial”.

Bajo ese modo de producción los seres humanos hemos convertido la biota en un baúl de recursos, considerados infinitos, en función de un acrecentamiento de las riquezas materiales, también fantasiosamente interminables. “Resulta que un viejo y limitado planeta no puede soportar un crecimiento ilimitado”, sentencia el teólogo de la liberación, para añadir que “la Tierra viva, Gaia, un superorganismo que articula todos los factores para continuar viva y producir y reproducir siempre todo tipo de vida, ha empezado a reaccionar y a contraatacar mediante el calentamiento global, los eventos extremos en la naturaleza, y el envío de sus armas letales, que son los virus y las bacterias (gripe porcina, aviar, H1N1, zika, chikungunya, SARS, ébola y otros), y ahora el de la COVID-19, invisible, global y letal”.

A propósito del megacontagio, “ha quedado claro que cayó como un meteoro rasante sobre el capitalismo neoliberal, desmantelando su ideario: el beneficio, la acumulación privada, la competencia, el individualismo, el consumismo, el Estado mínimo y la privatización de la cosa pública y los bienes comunes. Ha sido gravemente herido. Ha producido demasiada iniquidad humana, social y ecológica, hasta el punto de poner en peligro el futuro del sistema-vida y del sistema-Tierra”. Si ante la disyuntiva de ¿vale más el lucro o la existencia? la elección del neoliberalismo fue (es) salvar la economía y luego las vidas humanas, a ojos vista lo que nos está resguardando es lo que le falta a él: la solidaridad, la cooperación, la interdependencia, la generosidad y la protección mutua de unos y otros y de todo lo que alienta.

En calidad de salida del entuerto, el meditador privilegia el ecosocialismo, el cual “supone un contrato social global con un centro plural de Gobierno para resolver los problemas globales de la humanidad. Los bienes y servicios naturales limitados y muchos no renovables se distribuirían equitativamente entre todos, con un consumo decente y sobrio que incluiría también a toda la comunidad de la vida, que también necesita medios de vida y de reproducción”.  Empero, coloca en primer lugar una postura adoptada desde antaño por los pueblos andinos, que estiman a todos los seres portadores de derechos. “El eje articulador es la armonía que comienza con la familia, con la comunidad, con la naturaleza, con todo el universo, con los antepasados y con la Divinidad. Esta alternativa tiene un alto grado de utopía pero quizás la humanidad, cuando se descubra a sí misma como una especie viviendo en una única Casa Común, sea capaz de lograr el buen vivir y convivir”.

 ¿Demasiado mística la visión de Boff para un pensamiento actual y actualizado? Creemos que lo más importante aquí es la exigencia explícita de un Estado que garantice seguridad sanitaria igualitaria, satisfaga las demandas colectivas y promueva un desarrollo que obedezca a los lindes y al alcance de Natura. Y claro que la búsqueda incansable de variantes para la supervivencia, posible, como asegura el realismo –en razón de condiciones objetivas y subjetivas–, en medio de quienes auguran la inevitabilidad del apocalipsis y de aquellos que  profesan fe ciega en el progreso lineal, positivista, metafísico. El porvenir no tiene que derivar en obligatoriamente peor ni en indefectiblemente mejor por sí mismo. Dependerá de nosotros.